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Archive for febrero 2023

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«Caminito»: Archivo personal


Remontan los cuatro la senda albugínea entre restallidos del suelo. Chac, chac, gemiquea el caminito helado que las firmes pisadas van transformando en plata derretida.


(Baja un hilillo de agua por la pendiente…)


En vanguardia y cogidas de la mano, abuela y nieta tatúan con sus pasos el lienzo ya moteado de huellas de gineta. “Ojalá viéramos alguna, yaya”, dice Jenabou. “Son guapísimas. Cuando yo era chiquitaja, vinimos por aquí con mamá y encontramos una atrapada en una trampa lazo y cuando mamá la liberó e intentaba evaluar la herida de la pata, se le revolvió y le pegó tales arañadas y mordiscos en los brazos que casi tuvieron que darle puntos, ¿verdad, mamá…? Son gatos salvajes muy furos pero con una carita…”. “Pero esa carne cruda que llevas en la mochila no es para las ginetas…”. “Nooo. Es para echársela a los buitres que suele haber en la cima. Mamá y Étienne también llevan más en sus mochilas… Es que, yaya, no te hemos querido decir que pasaríamos por la buitrera por si te daba repelús y no querías venir”.


(Se enrosca el vaho de la charla errabunda entre el ramaje vivo y calla el viento…)


En lo alto del monte, donde se atrincheran los buitres leonados, se entretiene el cierzo en despojar la hierba de su cobertor de escarcha.



NOTA

Entalto es un vocablo aragonés que significa hacia arriba, en lo alto.

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«Surreal. Museum of Senses (Bucarest)»: Archivo personal


Ni gordos ni calvos ni adefesios. La editorial inglesa Puffin, responsable de la publicación de los libros de Roald Dahl (1916-1990), compinchada con la familia del escritor y la consultoría Inclusive Minds, que asesora sobre lo políticamente correcto, han decidido ciscarse en la labor literaria del autor y enmendar, censurar y reescribir, en su obra destinada a los jóvenes, cualquier actitud o atributo que suponga una afrenta o una descalificación. Puede que en la familia Dahl y la editorial que tiene los derechos de publicación de Charlie y la fábrica de chocolate o El gran gigante bonachón, entre otras obras, el número de gordos, calvos y adefesios sea irrelevante, pero me atrevo a asegurar que el de idiotas quintuplica la media inglesa y hasta la de la Commonwealth. Idiotas, además, hasta el extremo de creer que la tontuna bajo la que ellos mismos se cobijan, armados de tinta correctora, es común a cualquier lector de Dahl sobrado o no de carnes, alopécico o greñudo, como si todo ser humano no perfecto estuviera en un tris de traumatizarse por verse reflejado en las ¿inmisericordes o humorísticas? descripciones del escritor. Como la estupidez suele ser altamente contagiosa, no sería de extrañar que las malas artes perpetradas contra Dahl, y que ya tuvieron como víctimas anteriores a Enid Blyton y Mark Twain, fueran importadas por España, país que, hasta hace unas borrascas, poseía una extensa plantilla de sacrificados reprobadores en editoriales y cinemas que tachaban, reescribían y acomodaban a los mandatos de la moral de turno, convirtiendo el güisqui en vino de Jumilla y a la pareja de amantes de la película Mogambo en, ¡alucina, vecina!,  incestuosos hermanos, haciendo de la gilipollez, bandera; igualito que los británicos. Cualquier día, algún memo patrio decide que El buscón o La Celestina son obscenos compendios de exabruptos y malas formas que alientan el putiferio y la golfería entre los posibles lectores bachilleres y, el diablo no lo quiera, nos los recomponen y adecúan a «las nuevas tendencias contemporáneas».

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«Niñeces»: Archivo personal


Cuando las Tejedoras [1] traían a la escuela el cuerpo entelado y relleno de paja y papel que se convertiría en don Perifollos, con los rasgos de la cara perfectamente pintados y un colorido penacho de tela de dacha imitando un bisoñé con la raya en medio, empezaba la cuenta atrás para la celebración del Carnaval Escolar.

Don Perifollos, de unos ciento cincuenta centímetros de alto, era el moñaco [2] dispuesto para el quemadero al que se vestía en la escuela con todo detalle, desde los calzoncillos y la camiseta interior de felpa, a los pantalones, la camisa, el chaleco y el fajín, sin olvidar unos peducos [3] dentro de las alpargatas de suela de esparto atadas con cintas a las pantorrillas, la boina bien encajada en la cabeza y el cachirulo al cuello. Una vez acicalado, presidía el vestíbulo escolar sentado en un sillón de mimbre junto a la pared donde doña Patarrona, la bruja de la Cuaresma dibujada en cartulina, mostraba sus siete piernas, cada una de ellas con un mandado diferente y de obligado cumplimiento diario para el alumnado: Un día había que acudir a clase con la ropa del revés; otro, con dos coloretes relucientes en los pómulos; al siguiente, con algún adorno en la cabeza…

Pasados los siete días de obediencia a doña Patarrona, llegaba la tarde carnavalera, cuando, entre la expectación y los vítores del vecindario, la Comparsa de criaturas y maestras salía a la calle luciendo el vistoso diseño grupal en el que habían estado trabajando cerca de un mes y que exhibían, en musical pasacalles precedido por una pancarta, por todos los rincones del Barrio hasta desembocar en la plaza. Allí, en el entarimado dispuesto, la Comparsa interpretaba, con coreografía incluida, la canción reivindicativa en la que, con ironía y buen humor, solicitaban al Ayuntamiento unas veces más radiadores auxiliares para las clases o renovar la puerta principal de la escuela; otras, el cambio de las ventanas, o pintar las aulas o crear un arenero en el recreo o subvencionar una excursión a la playa… “Pedir, ya saben pedir, ya. Bien enseñaus los tienen estas maestras”, se le oyó decir un año a Gonzalo, el alcalde de entonces.

Concluida la actuación, que solía tener algún bis a petición del público, y entregada al regidor municipal copia escrita del tema interpretado para que no olvidara los pedimentos, don Perifollos y doña Patarrona eran llevados en procesión hasta la hoguera instalada tras la Casa Abacial y, entre cánticos, se les prendía fuego para continuar el festejo en los bajos del Ayuntamiento, donde una bien surtida merendola, ofrecida por el municipio a la chiquillería y las maestras, cerraba la tarde lúdica.







NOTAS

[1] Nombre que reciben en el Barrio las miembros de la Asociación de Mujeres.
[2] En arag., muñeco.
[3] En arag., calcetines de lana gruesa.

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«Campus»: Archivo personal


Discurre el humildísimo Sadar trajeado de acequia y custodiado por mástiles desabrigados que codician primaveras de prometedores nidales enmascarados por abombados velámenes reverdecidos. Marcha dócil, reptando en silencio entre hierbas durmientes y arcillas endurecidas que encorvan, aquí y allá, el cauce enmarcado de riberas desniveladas en las que se amodorran los insectos, apenas turbados por la acompasada respiración del humano que, sentado en la tierra y retrepado en el tronco de un árbol, encara su rostro de ojos cerrados a los discretos roces del Sol. Sobre los muslos, un libro abierto; en la hierba, en combado equilibrio, una botella de agua semivacía; en la mente, quizás un revoloteo de pensamientos que les son ajenos a los tres gorrioncillos panzudos que, ávidos, dan cuenta de un semicírculo de migas de pan de molde esparcidas por el césped desmochado.

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«A mantel puesto»: Archivo personal


El Mia-te tú está al completo. Suenan las voces de los primeros tiempos de Mocedades mientras Mariángel sirve el timbal de puré de patatas, borrajas y jamón entre los comensales que, por lo bajo, canturrean el Más allá, apenas audible en los altavoces del comedor. Alguien pide que se suba el volumen cuando se inician los compases de La guerra cruel y las catorce personas que copan el pequeño restaurante van dando cuenta del primer plato en un silencio más propio de un auditorio que de un gastrobar.

En la mesa más cercana a la cristalera que da al jardín, Mª Ríos, la chef, —poniendo en práctica el cartel «Aquí se chapurrea cualquier idioma», expuesto en una columna de atrezzo— les aclara a una pareja de señoras alemanas de edad madura que los brotes de borrajas del timbal son las borretsch que sirven de base a la salsa verde de Frankfurt. Las mujeres reparten su atención entre las explicaciones de la restauradora, que se dirige a ellas en una divertida mezcla de francés e inglés, y las miradas, no exentas de asombro, que lanzan a sus compañeros de condumio, que unen sus voces a las del grupo vasco en el Pange Lingua.

Cuando esas dos regresen a Alemania, dirán que han comido en un restaurante donde se juntan todos los dementes de los alrededores”, dice Marís. “Con lo secos y serios que son allí…”. “Pues no parece disgustarles lo que se cuece en estos lares porque me ha dicho Conchita, la de la Casa de Turismo Rural, que han apalabrado dos días más para subir a ver la carrasca milenaria”, explica Mariángel en tanto reparte las raciones de anchoas en salsa de ajilimojili [FOTO].

A los postres, cuando Mocedades están a punto de terminar el estribillo de La música, ya han logrado Emil y Yolanda que las dos turistas acerquen sus sillas al grupo de ocho jacarandosos comensales sobre cuya mesa van depositando Mariángel y Mª Ríos los cafés y licores.

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«La Escorrentía»: Archivo personal


Los grupos de mochileros y senderistas que acceden al Barrio, desde las diferentes rutas de la sierra, por el camino de la Escorrentía no ignoran —si acaso se fijan en el cartel advirtiendo sobre la peligrosidad de transitar por ese lugar cuando se avecinan tormentas— que ese singular sendero de fina pedriza y sinuoso trazado es, en realidad, un barranco —seco desde hace un siglo—  que, en algún momento geológico, formó parte del río que, a pocos metros de desnivel, corre paralelo durante cerca de tres kilómetros.

En ese lecho de guijarros y hierba, bordeado de una inigualable muestra de flora silvestre conquistada por las picarazas, pereció ahogado, allá por 1907, el repatán [*] que cuidaba los cordericos de Casa Casimiro  —casona ya inexistente cuya ubicación ocupan actualmente los establos de la yeguada de monte de Casa Foncillas—. Una fuerte tormenta abrileña sorprendió a Vicentito  —que así se llamaba el repatán, de ocho años—  de regreso al Barrio y, según se cree, intentó atajar por la Escorrentía, que apenas llevaba tres palmos de agua, con tan desgraciada suerte que, en segundos, cayó tal tromba que arrastró a pastorcillo y corderos barranco adelante; dos días después encontraron el cuerpecito del niño flotando en el río, en la poza del molino, y, junto al pobre muchacho, algunos de los animales que pastoreaba. En una fotografía realizada en 1908 por el reconocido pireneísta francés Lucien Briet desde el altozano del derrubio, se aprecia, junto a la magnificencia acuosa del río, un tramo del barranco de la Escorrentía rebosante de agua, como documento gráfico de lo que un día fue el ahora transitado y seco sendero.

En 1945, cuando hacía años que la Escorrentía no era sino un pedregal olvidado por el agua, el barranco se convirtió, al abrigo de la vegetación, en el lugar donde el entonces joven señor Anselmo, enlace de los guerrilleros de la partida de Villacampa, depositaba  —en diversos escondrijos—  comida, munición y mensajes para los maquis que operaban en la Sierra de Guara. En una de aquellas peligrosas idas y venidas fue interceptado por una pareja de la Guardia Civil, obligando a uno de los guerrilleros a salir de su escondite y encañonar a los civiles, a los que desarmó dando tiempo a que el señor Anselmo, que conocía a los guardias y pidió que no se les hiciera daño alguno, huyera de allí para terminar echándose al monte, donde permaneció tres años y medio; vana fuga porque, aunque el joven Anselmo no lo supo hasta mucho tiempo después, aquellos guardias imberbes silenciaron, por miedo o vergüenza, el incidente ante sus superiores y nunca se le persiguió.







NOTA

[*] En arag., niño o joven que ayudaba al pastor adulto.

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«Blasa en su acomodo»: Archivo personal


«Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo y mi alma está perturbada.

La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio con el fin de evitar la evasión de mis aves y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías: yo, dueño de mis gallinas, y los demás, que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos ladrones y, por primera vez, lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.

Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí y, cegado por la rabia, maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo y, en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.

¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario».

—Del libro Gallinas y otros cuentos, de Rafael Barrett (1876-1910), con ilustraciones de Clara-Iris Ramos

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«La impasibilidad del ánade»: Archivo personal


Ha regresado al azud  —que cuenta desde el pasado septiembre con riberas ampliadas—  la primera avanzadilla de aves estacionales, indiferentes a la gelidez del agua estancada y al rebullicio de Moisés y Ludivina, que voznan improperios intraducibles en la orilla soleada donde se levanta la Casita de los Patos, bastión reconocido y bien guardado por los cisnes negros que, antes de transigir frente a los ánades reales intrusos que usan el humedal como hábitat transitorio, escenifican su disgusto a graznidos con alguna arremetida de Ludivina, la hembra, que apenas logra una breve retirada de los visitantes hacia la orilla contraria. Como cada temporada se representa el mismo teatrillo, aumenta la presencia humana que, además de realizar un conteo de individuos y especies, no se priva de contemplar los esfuerzos de la pareja de cisnes negros y sus dos descendientes, Obarra y Telmo, moradores permanentes del azud, para mostrar su poderío. “Bah, en cuatro días estarán cisnes y patos a partir un piñón”, dice Lurditas, la alguacila, que ayuda a la veterinaria a comprobar los anillamientos y a mantener el espacio aviar en inmejorables condiciones para los ejemplares allí hospedados.

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«Quietud»: Archivo personal


Desayunan en la chocolatería entre aromas, retiñidos y bisbiseos, concentrados en los líquidos y viandas que sus estómagos acogen con complacencia antes del comienzo de una jornada ociosa. Sobre la mesa, una fotografía; fue tomada, les han dicho, en 1979, en un descanso del baile de las fiestas de la localidad, el año que la Corporación Municipal contrató a la orquesta Osca, grupo musical muy reputado entonces en la provincia. En la imagen, una atractiva y jovencísima Olarieta posa junto al elegante y maduro señor Anselmo, el Anarquista, y, en medio de los dos, uno de los músicos, muy sonriente, vestido con una suerte de mono azul cielo con mangas de volantes en las que, pese al tono mate de la fotografía, resaltan infinidad de brillos. “¿No reconoces al músico, Gorka?”, pregunta la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Y ante el gesto de extrañeza del hombre que la acompaña, añade: “Pues me han contado que fue tu brigada en el cuartel y el director de la banda militar en la que tocabas los platillos”. “¡No jodas! ¿Es Sampériz?”. “Ese mismo”. “Muy buena gente, el tío”, suspira Gorka, que durante su servicio militar voluntario se ocupaba de la puesta a punto del coche del brigada Sampériz amén de hacer uso subrepticio del vehículo para pasear a amigas y novietas.


José Luis Sampériz Morera (1934-2011), músico militar, integrante de la afamada orquesta Osca y director de la Banda de Música oscense, fue, además, sobrino carnal de dos grandes intelectuales de ideas anarquistas, los hermanos José y Cosme Sampériz Janín. José [*], escritor, periodista e integrante del Comité Ejecutivo de la CNT, se refugió en Francia tras la guerra española, alistándose en la 118 Compagnie de Travailleurs Étrangers; fue apresado por los nazis en Dunkerque y llevado al campo de concentración de Mauthausen. El 26 de septiembre de 1941, enfermo y extenuado, falleció en Gusen, en un anexo del campo de exterminio. Su hermano Cosme, pedagogo vanguardista, fue asesinado, el 8 de mayo de 1937, en un enfrentamiento con colectivistas libertarios, que lo acusaron de haberse adscrito a la ideología comunista, siendo arrojado su cuerpo al río Cinca. Otro hermano, Ricardo Sampériz Janín, murió a consecuencia de un bombardeo. José Luis, el sobrino músico y militar, nunca olvidó a sus tíos paternos, a quienes llegó a conocer de niño, ni las terribles huellas que la guerra (in)civil dejó en su familia. Fue, como dicen quienes le trataron, un hombre bueno a quien la ciudadanía oscense sigue recordando con el apelativo que se le dio como director y compositor de la Banda de Música de la ciudad: el Maestro Sampériz.







NOTA

[*] En 1998 se publicó el libro José Sampériz Janín (1910-1941). Un intelectual de Candasnos asesinado por los nazis, escrito por Valeriano C. Labara Ballestar.

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«Calle Redín»: Archivo personal


Dejan los Limones negros de Javier Valenzuela el Tánger nocturno desde el que se avistan las luces de Tarifa para recorrer   —livianos, en un bolsillo lateral de la mochila—  el viejo bastión pamplonés del Redín, la parte más antigua de la muralla abaluartada de la ciudad.

Celebra, sonoro, el empedrado el ascenso por la calle donde los cordeleros domaban el esparto y transformaban el cáñamo en cuerdas de distintos grosores al son del trajín de los peregrinos en ruta a Compostela que accedían a la villa fortificada por el portal de Francia [FOTO] para recalar en los chacolines, las tabernas de mesas lacradas por el vino agrio derramado en los innumerables trasiegos.

Se acomodan los paseantes actuales en el mirador [FOTO], allí donde el frío sigue batallando sobre la soledad de la terraza del mesón del Caballo Blanco [FOTO], falso enclave medieval construido en 1961 con los restos del derribo del palacio de Aguerre y la bóveda gótica de la que fuera la famosa taberna de Culoancho, guardando en sus hechuras la esencia de aquella Pamplona guerrera y defensiva, pero acogedora, del siglo XVI.


Y, entonces, la casa natal del tío Sabas, que me habéis dicho, ¿está por aquí?”, pregunta Pilar-Carmen, impaciente, rompiendo el hechizo. “¿De Sabicas? Está cerca, detrás de la catedral. Ahora mismo vamos”, dice la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Deshacen el camino andado. En el banco del mirador, los Limones negros de Javier Valenzuela —concienzudamente olvidados—  aguardan que algún otro amante de los libros los haga suyos.

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