«Stand by»: Archivo personal
Cuando la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio comunicó que la señorita Valvanera regresaría de México —donde ha pasado unos meses invitada por Luis, el exmosén— el treinta de septiembre, las bachilleras invadieron la casa de su antigua maestra armadas de cepillos, fregonas, bayetas, limpiacristales y otros adminículos de limpieza y avisaron a Emil, el manitas, para que revisara el tejado y acondicionara el tiro de la chimenea.
Las bachilleras fueron, a principios de los sesenta, cuando la señorita Valvanera tomó posesión de su plaza en la Escuela del Barrio, sus alumnas mayores; todas a punto de abandonar la escuela para marchar a servir o trabajar de dependientas en la capital o para quedarse en casa ayudando en las labores agrícolas. La señorita Valvanera, entonces joven pero con la misma firmeza de carácter que ahora, reunió a las familias de las muchachas y les dijo que ninguna de sus chicas, independientemente del trabajo a que se dedicara en el futuro, dejaría los estudios sin haber obtenido el título de Bachiller Elemental. Y a esa tarea se aplicó con aquellas jovenzuelas de doce, trece y catorce años a las que preparó con mimo y entusiasmo para que se examinaran por libre en el instituto de la ciudad.
Trini, Presen, Maruja y las ya fallecidas María Cruz e Isabel, fueron la prístina tanda de bachilleras del Barrio y el primero de los muchos pulsos que echó, y casi siempre ganó, la maestra al convencionalismo pueblerino. Era, dicen, al igual que ahora, tan convincente en sus planteamientos y tan implicada en todo lo relativo al Barrio, que las gentes del pueblo —salvo Pascualita, la Gripia, que la odiaba con ganas— llegaron a no tomar en consideración algunas peculiaridades de la profesora que, en otras circunstancias y teniendo en cuenta la época, le hubieran acarreado consecuencias negativas. Porque la señorita Valvanera, aquella joven desgarbada que gastaba un hablar dulce incluso cuando discutía, vestía, normalmente, con pantalones, entraba en el bar —donde ninguna otra mujer del Barrio lo hacía, salvo para limpiar—, se bañaba en el río con un pecaminoso dos piezas, se paseaba del brazo de Anselmo, el anarquista, y sólo pisaba la iglesia en las grandes celebraciones, cuando su ausencia hubiera sido casi una afrenta para el Barrio, aunque nadie, ni siquiera en esas ocasiones puntuales, la viera acercarse al confesonario o a comulgar.
La casa de la señorita Valvanera, vacía desde febrero, se airea con ventanas y puertas abiertas al otoño mientras el patio muestra, todavía, vestigios de la primavera.
Hay, aún, en la cocina, un ligero olor a limpiador de pino y a bolsitas de lavanda.