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Archive for abril 2022

Cementerio de Jaca

«Cementerio de Jaca»: Archivo personal


Por la carretera de la Guarguera, entre caminos de tierra que baña, culebreando, el Alcanadre  —el río que labró impresionantes cañones en la sierra de Guara—  se llega a Matidero, una localidad semidespoblada donde, hasta 1987, se erguía un impresionante olmo de 27 metros de altura catalogado como el más grande de Aragón. Pero, además, Matidero fue el lugar de nacimiento, a principios del siglo XX, de María Cadena, una enfermera republicana que, al finalizar la guerra (in)civil huyó a Francia, país en el que se casó con un compatriota y donde trabajó y residió hasta 1968, cuando su marido y ella, ya jubilados y con pocas probabilidades de ser represaliados tardíos del franquismo, regresaron a España instalándose en Jaca, ciudad pirenaica en la que María falleció en 1980. Y es, precisamente, en el cementerio de Jaca, en la pared de nichos en la que reposa —tras la lápida que lleva su nombre, María Cadena de Camazón— esta superviviente de dos guerras, donde termina una historia singular, un thriller de espías protagonizado por un hombre  —el marido de María—  que, desde 1982, comparte lecho mortuorio con ella pero cuya identidad no figura en el cubículo funerario que resguarda sus restos, como si la reserva que el matemático y extraordinario criptoanalista Antonio Camazón hizo de toda su vida hubiera querido preservarla hasta el final de los tiempos.


Faustino Antonio Camazón Valentín (1901-1982), vallisoletano, antiguo comisario y analista de la Policía Criminal Republicana, matemático, ensayista, criptógrafo y políglota, figura en la historia oculta de los Servicios Secretos como uno de los avezados analistas que, durante la II Guerra Mundial y como integrante del llamado Equipo D, desencriptó y descifró el funcionamiento de la famosa máquina Enigma, la joya de las comunicaciones secretas de la Alemania nazi, cuya inviolabilidad quedaría en entredicho al ser descifrados sus códigos por el grupo de criptógrafos de diferentes países (los había ingleses, polacos, franceses y otros seis republicanos españoles, además de Camazón) de los que únicamente trascendió a la opinión pública el nombre de Alan Turing (1912-1954)  —al que primero honraron y luego arrastraron por el fango por su homosexualidad—  con el que Camazón y sus compañeros trabajaron, codo con codo, día y noche, desde distintas ubicaciones secretas de Francia, Norte de África e Inglaterra, hasta desentrañar los secretos de la codificación alemana.

Los buenos resultados del trabajo del Equipo D fueron claves para la derrota nazi y posibilitaron que, terminada la contienda mundial, los Servicios Secretos norteamericanos tentaran a Antonio Camazón para trasladarse a Estados Unidos, propuesta que no aceptó el vallisoletano señalando que tenía una deuda con los franceses —que lo habían sacado del campo de concentración donde fue recluido tras salir de España— por haberle dado la oportunidad de desarrollar sus aptitudes en la causa de la liberación de Europa del fascismo. Fiel a su palabra, trabajó para el Deuxième Bureau de Charles de Gaulle hasta 1968, año en el que él y su esposa se trasladaron a Jaca con el estatus de pensionistas de la República Francesa, llevando la misma vida discreta que en el país vecino.

Coleccionista de libros diversos en diferentes idiomas, Antonio Camazón atesoró más de ochocientos (el más antiguo, de 1817), escritos en ciento cincuenta lenguas distintas  —algunas en peligro de desaparición—  que, en 1984, se vendieron a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, usándose el dinero recibido para pagar la boda de un familiar del matrimonio Camazón-Cadena. La colección, que actualmente forma parte del fondo de la Biblioteca María Moliner, es conocida como «La biblioteca del espía».


En 2019, el director andaluz Jorge Laplace realizó el documental Equipo D: los códigos olvidados, resaltando el papel de los criptógrafos españoles en la guerra que los Servicios Secretos Aliados libraron contra los de Alemania.





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«Ruinas de Escó»: Archivo personal


Antes de dirigirse al valle, remolonearon entre las ruinas de Tiermas y Escó, aun cercadas por la bruma que parecía proyectarse, lánguida, desde las aguas del embalse de Yesa. AnsorenaAnso—, viejo compañero de estudios de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, zascandileó entre los casas derrumbadas de la callejuela en pendiente de Escó que hizo las veces de la bombardeada y destruida Gernika en la película homónima de Koldo Serra. “¿Así que decís que este pueblo pertenece a Zaragoza aunque esté en la comarca de la Jacetania de Huesca?”, preguntó, a gritos, encaramado a una de las ventanas abierta a la nada. ”Lo decimos nosotras y lo dice el mapa, Anso. ¿O no has visto el cartel de señalización antes de llegar al pantano? Venga, vente con la mochila y saca el termo, que como te descalabres nos sentará mal la cafeína”.

En la zona más baja, donde una franja de arenilla de color plomizo marcaba el nivel máximo de las aguas embalsadas, se sentaron sobre los anoraks, con los vasos de café entre las manos y el tupper con las torrijas de Yolanda en equilibrio sobre dos piedras. En el horizonte ligeramente nublado se dibujaban las sierras de Leyre y Santo Domingo asomadas a las aguas quietas y acorraladas cuya humedad se prendió en las ropas de los visitantes que, medio acostados y en silencio, contemplaban ese falso mar que oculta algunos tramos del Camino de Santiago.


Treinta y cinco minutos después, contorneando las sinuosidades de la carretera que se adentra en el valle del Roncal y dejando atrás las localidades aragonesas de Sigüés y Salvatierra de Esca, recalaron en la casa de Luis  —otro compañero de la facultad de Veterinaria—, en la villa navarra de Burgui, una población que, como todas las del valle, abunda en parajes de extraordinaria y abrupta belleza y cuyo casco urbano, de piso empedrado y tradicionales casonas, recorrieron con avidez, como si fuera su primera visita, antes de volver a la entrada del municipio, junto al restaurado y robusto puente romano-medieval por cuyos cuatro arcos discurre el Esca, el rio que, a pocos kilómetros de allí, fue excavando y cincelando durante miles de años la roca caliza dando lugar a una foz despampanante ante la que los ojos viajeros se achicaron deslumbrados.

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IEra de Escartín

«El patio de recreo»: Archivo personal


Apenas un cuarto de arco iris se proyecta sobre el lecho herbáceo de la antigua pardina Gabarre, allí donde la memoria colectiva evoca a mosén Demetrio —el pastor de almas del Barrio en las tres primeras décadas del siglo pasado— arrodillado en el desaparecido esconjuradero, con o forniello —una cruz procesionaria ennegrecida— a la derecha y elevando la voz hasta la afonía —al son del bandeo de las campanas de todas las localidades de la redolada— con la rogativa a las santas Nunilo y Alodia, suplicando protección contra la furia meteorológica para finalizar, puesto en pie, con una letanía de imprecaciones hacia los entes maléficos y el invariable imperativo tres veces repetido: “Au d’astí, au d’astí, au d’astí![1], preludio, tal vez, de una calma anhelada tras las durísimas embestidas de los fenómenos atmosféricos.

En una única piedra grisácea —resto, se dice, de aquel mágico templete desmoronado sesenta o setenta años atrás y que resiste a modo de islote irregular perdido entre un mar de tallos flexibles que aromatizan el terreno cercano a la paridera— se hallan acumulados los vestigios de tormentas, rayos, culebrinas, ventiscas, vendavales y pedregadas [2] que bruxas y diaples [3], disfrazados de nubarrones temibles, descargaron sobre los campos y pueblos montañeses en constante pulso entre las fuerzas del Mal y las fuerzas humanas, aunadas estas últimas con las santas protectoras en la sencilla construcción desde donde las palabras del cura rural acuchillaban las sombras para que, a través de la herida, entraran los rayos del Sol y distribuyeran sus serenas caricias.

Au d’astí, au d’astí, au d’astí!


Meterete, la cigüeña residente, camina, señorial, por la pardina humedecida en la que pasta el vacuno, atenta al devenir de las bêtes sur l’herbe y los ratones de campo que asoman sus ojuelos a la gozosa claridad de la mañana.







NOTAS

[1] En aragonés, ¡Fuera de aquí, fuera de aquí, fuera de aquí!.
[2] Id., granizadas.
[3] Id., brujas y diablos.

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«Entre ramajes»: Archivo personal


Antes de las ocho de la mañana, los españoles e italianos alojados en el hotel Ibis Paris Porte d’Orléans, en Montrouge, ya han tomado ruidosamente el comedor: La muchachada de Bolonia, en viaje pedagógico, hace acopio, en sus mochilas y bolsas, de panecillos, fiambres y bollería expuestos en el buffet; el grupo de talludos turistas madrileños, llegados la tarde anterior, se abre paso entre la impaciencia juvenil para acceder a las cafeteras y jarritas de leche; Étienne e Iliane, bien posicionados ante el mostrador de los desayunos, van llenando de viandas cuatro platos mientras la veterinaria y Asier se proveen de mantequilla, mermelada, azucarillos y una cafetera de cerámica que, dados su peso y temperatura, está hasta los bordes de café muy caliente. “Si son capaces de comerse todo lo que se han llevado…”, dice Agustín, uno de los madrileños, señalando a los estudiantes que, bien aprovisionados, se dirigen fuera del hotel. “Nosotros vamos ahora a Versailles”, explica. “¿Y vosotros…?” “Nos quedamos en Montrouge”, le responde Étienne.


[…]

El cementerio de Montrouge huele a lavanda y a piedra de cantería. La lápida de Emilieta es verde, con el nombre de ella grabado en filigrana plateada y, junto a la jardinera con petunias, la pequeña reproducción de la pirámide de 545 prismas pétreos escalonados (el mismo número que las personas fusiladas en Huesca) del Parque Mártires de la Libertad, donde, en 2014, el nombre de su padre, asesinado por fascistas oscenses cuando Emilieta apenas contaba dos años, fue rescatado, junto con otros, por la memoria renacida, y leído, con voz susurrante, por una de las nietas, aferrada al atril y al recuerdo de su madre, hija del homenajeado. “Qué injustas han sido la vida y la muerte con mamá”, repetía. “Tenía que haber estado aquí y ser ella la que nombrara a los cuatro vientos a su padre… Con cuánto orgullo lo hubiera hecho”.


[…]

A las siete y media de la tarde apenas quedan huecos en el restaurante más económico de la parisina calle de Rivoli, donde algunos de los estudiantes de Bolonia, compañeros de alojamiento en Montrouge, les hacen sitio mientras deciden qué plato combinado elegir. Terminan pidiendo, al unísono, por iniciativa de la veterinaria, bœuf bourguignon.

Es, para los jóvenes boloñeses, la última noche en París, mientras que el grupo navarroaragonés se quedará un día más para visitar, con la incansable Lola Haas, el Centro Pompidou.

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