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Archive for octubre 2011

«Bureaucrat 1»: Katrin Rüütli


[…] Que Gadafi era un dictador, un tirano ególatra y brutal es algo sabido, incluso por quienes hace pocos años lo apoyaban, porque les interesaba, y ahora lo han derrocado, o sea los países que integran la OTAN. Que es un motivo de satisfacción su derrocamiento, por supuesto. Que pocos, salvo algunos fieles libios, van a llorar su muerte, es igualmente cierto. Pero no lo es menos que no se han respetado sus derechos como ser humano, como persona. Y precisamente lo que debería diferenciar a su régimen del nuevo escenario es ese respeto por los derechos de cada individuo. […].- Fran Sevilla: Libia, Gadafi y la democracia

La Europa política respira. Ha vuelto el color primigenio a las fachadas de los edificios donde, dicen, reside la soberanía popular.

Petróleo, petróleo… Reconstrucción, reconstrucción…  Maratón de países en pos del botín.

No resucitará el estrafalario personaje al que besuqueaban y reían las astracanadas los ahora mentores de los nuevos amos de la tribal Yamahiriya. No elevará la voz, desde el estrado de los reos, para narrar el periplo de dádivas, fraudes y negocios ilegales que se escenificaron entre banderolas, himnos nacionales y alfombras protocolarias.

Los antiguos partenaires occidentales celebran las oportunas balas y se lavan las manos con esencia de alcanfor para erradicar las últimas partículas gadafistas; para asear sus conciencias   -si acaso algún avezado buscador tuviera la improbable suerte de hallarlas-  no habría suficientes minas de liparita de donde extraer la piedra pómez necesaria para pulimentarlas hasta dejarlas en óptimas condiciones de uso.




Dicebamus hesterna die…

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Metamorfosis

«Autumn Dew…»: Richard Miles


Al alba, huye el Verano camuflado entre una bandada de vencejos y regresa el Otoño -con el color apresurado- desplegando sobre el Barrio la capota desvaída del cielo,  tras la que manotea el Sol cercado por henchidos nimbos. Remonta la savia las íntimas sinuosidades de la vetusta encina y se agitan, a los pies del árbol, las animosas esporas de los boletus, sobre las que palpita, en arritmia desaforada, el minúsculo corazón de un orondo ratón de campo recién evadido de las garras de un cárabo que, ahora, dormita ajeno a la rápida mudanza de la Naturaleza.

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Diógenes


A la señora Felisa la llaman abuela todos –abuela Felisa-. Excepto sus nietos. Tiene tres, ya mayores, que muestra, en una fotografía desteñida, subidos sobre un poni claro con pintas oscuras. «Mis nenes», los llama.

Cada mañana la abuela Felisa desciende por la barbacana del vertedero y rebusca, con una vara de almendro, entre los detritus malolientes, disputándoles a las ratas los despojos que ocultan sus hediondas moradas. Pero ellas, tan viejas como la propia abuela, le dejan hacer con una benevolencia que parece vedada a los humanos parientes de la anciana. Se quedan quietas sobre los montículos de basura mientras ella recoge, con las manos desnudas, los objetos más estrafalarios que, una vez pulidos, se unirán a la colección de cachivaches insólitos que decoran -como ella dice- las habitaciones de su casa.

La abuela Felisa no es pobre. Tiene una holgada pensión domiciliada en la Caja de Ahorros que apenas mengua de un mes a otro. «Para los nenes», asegura satisfecha. Los nenes, que le sonríen desde esa lejanía congelada sobre papel fotográfico. Los nenes, que jamás descendieron del poni con pintas para llenar de jolgorio infantil el corazón y los destartalados aposentos de la abuela. Los nenes, a los que ella espera inútilmente mientras la vara de almendro y las ratas acompañan sus leves pasitos sobre las pirámides de desechos.

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