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Archive for noviembre 2021

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«Bajo la roca»: Archivo personal


Aves, pasos y respetuosos cuchicheos rasgan el bucólico silencio del abierto y gélido claustro románico techado por la mole desnuda de la roca aferrada al Monte Pano, que contempla los artísticos capiteles que manos humanas convirtieron en Biblia petrificada y glorificada por siglos de lluvia, nieve y hielo.

El oxígeno huele a bosque, a moho, a plumas humedecidas, a agua terrosa, a hierba con esencias afrutadas…

La historia empuja los pies hacia la Sala de los Concilios, revolotea por la iglesia mozárabe y asciende hasta los panteones donde los despojos de monjes, guerreros, notables y reyes hallaron su postrer cobijo en este soberbio símbolo del Biello (Viejo) Aragón que es el Monasterio Bajo de San Juan de la Peña.


[…]


De regreso del Monasterio Alto, cuya carretera en pendiente han salvado a pie, desdeñando el bus lanzadera que comunica las dos edificaciones, Agnès Hummel, la Hermana Marilís y la señorita Valvanera recorren en el vehículo de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio los cinco kilómetros que separan el antiguo cenobio cluniacense —refugio primigenio del Grial— de la localidad de Santa Cruz de la Serós.

Déjanos junto al cementerio —pide la señorita Valvanera a la conductora.

Y ya en el interior, las tres junto al ciprés arrinconado, a pocos pasos del portalón de hierro, erguidas frente a la losa marmórea que recuerda a Zeika, Evaristo y Lorenza, elévase al cielo pirenaico la limpia voz de la Hermana Marilís entonando la Internacional Anarquista.


Zeika Sonia Viñuales Sarsa —doctora en Farmacia, conferenciante y articulista—, la niña cuya fotografía fue el santo y seña de los miembros de la organización antinazi Red de Evasión Ponzán, conoció el exilio y los campos de concentración aun antes de cumplir su primer año de vida. Hija de los pedagogos libertarios aragoneses Evaristo Viñuales Larroy y Lorenza Sarsa Hernández, dedicó buena parte de su existencia a defender la memoria y el ideario de sus progenitores. Nacida en Barcelona, en 1938, y fallecida en Toulouse, en 2009, quiso que sus cenizas fueran esparcidas en la localidad donde su padre había pasado su infancia, en la zona del camposanto en la que se hallan enterrados los restos del abuelo, también maestro, y las cenizas de su propia madre, Lorenza, junto con un puñado de arena de la playa de Alicante, escenario del suicidio desesperado de Evaristo, su padre.


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«Preludio de la noche»: Archivo personal


Pinta la tarde adioses encarnados sobre el arcaico camino de servidumbre que atraviesa la antigua granja porcina de Casa Zerigüel, por detrás de la torrontera. A la izquierda de la construción de adobes anaranjados donde vive la cuadrilla de esquiladores polacos, aún se aprecia la hondonada donde, en tiempos, se hallaba la nauseabunda balseta de purines que convertía los aledaños de aquel terreno en los únicos lugares evitados por la chiquillería en sus escaramuzas por la periferia del pueblo. Pese al hormigón que sella en la actualidad el inmundo agujero, arrugan la nariz las caminantes y apresuran el paso descendiendo hasta la vaguada para trepar, asiéndose a los matojos de hierba asentados en los escarpes de la foz, hasta el límite norte del Barrio, donde se levanta la parte de atrás del Salón Social. “Cualquier día os vais a romper la crisma”, las saluda desde el cenador iluminado Olarieta, la cocinera del bar de Salón Social. “Entrad, que acabo de freír unos crespillos”.

Se alejan la tarde y sus granates y se llega la noche vestida de sombras atezadas, con las voces de La Bullonera inundando el interior del bar y el fuego de la chimenea lamiendo, cálido, los rostros fríos de las recién llegadas.

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—Martín, que te hago una foto.
—Las que tú quieras.


Martín Arnal Mur

Asistíamos ambos, con un puñado de familiares y gentes anarquistas y republicanas, a la inhumación definitiva en el cementerio de Huesca de Constantino Campo, asesinado en 1937. Te miré y, por primera vez, fui consciente de tu fragilidad, de la vejez sustentada en ese bastón rojinegro que no te abandonaba en los últimos tiempos. Te abracé, sonreíste y navegaron por ese instante de ternura las imágenes de las calles recorridas, de los gritos y cánticos corales reunidos a la vera de la Fuente de las Musas, entre pancartas, en esa misma plaza donde las miradas aún chispeantes de nuestra juventud oteaban tu presencia y la de Mariano Viñuales, el viejo luchador comunista. Nos apelotonábamos alrededor vuestro. Abrazos. Saludos. Admiración. Había cierta emoción en vuestros ojos, que tantos desgarros habían presenciado en el pasado, y brillaban en esos momentos con el conmovedor orgullo de quienes, ante el presente luminoso, dan por bien empleados los años oscuros de lucha. Nos parecíais, entonces, inmortales; dos adorables abuelos guerrilleros antifascistas cuyos corazones seguían bombeando la férrea voluntad de cambiar el mundo. Cuando los latidos de Mariano se detuvieron, tú seguiste fiel, revestido de elegante ancianidad, a aquella plaza, a las manifestaciones, a la reivindicación de justicia social, mientras nosotros íbamos dejando atrás los años mozos pisando, a tu lado, las calles con la madurada firmeza de las convicciones arraigadas, mirándonos en el espejo de las tuyas y arropándote en aquellas interminables jornadas en el cementerio de Las Mártires, desenterrando los huesos agujereados de los desaparecidos, pero nunca olvidados, entre los que tú soñabas encontrar a tus hermanos, José y Román.



Hoy, Martín Arnal Mur, compañero libertario, hubiera cumplido cien años, pero su corazón se quebró el 21 de octubre dejándonos huérfanos de su presencia y herederos de un legado imperecedero para compartir y transmitir.




Despedida de Martín Arnal Mur en Bielsa.




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Cierzo

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«El guardián del río»: Archivo personal


Se amansa el cierzo y tantea, avergonzado, las zarandeadas ramas en cuyas laceraciones se asienta, a modo de apósito, el Sol mañanero, apenas tibio.

Leve vaivén de arbustos exhaustos con tatuajes de rosada que se deshacen en desiguales senderillos lacrimosos.


Asoma el humo sus insolentes grises por entre los sombreretes argamasados de las chimeneas y trota el cierzo por los bucles de leña incinerada componiendo breves estampaciones que se deshacen en rizos imposibles para desaparecer y recomponerse de nuevo entre bocanadas incansables.

Se desbravece el cierzo y, antes de acantonarse en las cumbres, apabulla, retozón,  los flancos de la figura expuesta que, a orillas del río, lanza guijarros escarchados, en sinfonía de chasquidos, contra las turbulencias armiñadas del agua.

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«Tiempo detenido»: Archivo personal


¿Y si preguntamos en las oficinas..?”, sugería Étienne, impaciente, tras más de una hora deambulando por el Cementerio de Torrero, en Zaragoza. “Estas no son trazas de buscar un nicho… ¡Si han pasado casi treinta años! Y no me vengáis con encontrar puntos de referencia ni zarandajas… Ha pasado demasiado tiempo para que recordéis el lugar exacto. A Maíto solo lo localizaremos si alguien nos indica dónde está enterrado. Vosotras veréis…

Mario, Maíto, de dieciocho años, compañero de pandilla y novio in péctore de María Petra, se mató en Monrepós, al derrapar su moto y golpearse contra un quitamiedos, cuando se dirigía a un viejo despoblado donde el resto de sus amigas y amigos trabajaban como voluntarios en la reconstrucción de una vivienda. Tardaron un día en enterarse del accidente porque el pueblo carecía de teléfono y asistieron, todavía estupefactos, a un desgarrador entierro en medio de una soleada y vistosa primavera que parecía querer homenajear al joven fallecido.

Desde la sencilla lápida de vetas marrones y blancas del nicho. un sonriente Maíto, con el flequillo desigual y la media melena castaña enmarcándole el rostro, contemplaba a sus visitantes, congelados sus rasgos en aquella adolescencia detenida en el tiempo que un día compartieron.


[…]


…y en el centro del cementerio, el mausoleo de Joaquín Costa con el epitafio compuesto por Silvio Kossti sobre mármol blanco:

Aragón a Joaquín Costa.
Nuevo Moisés
de una España en éxodo.
Con la vara de su verbo inflamado
alumbró la fuente de las aguas vivas
en el desierto estéril.
Concibió leyes para conducir a su pueblo
a la tierra prometida.
No legisló.


Manuel Bescós Almudévar, alias Silvio Kossti, costista hasta en su seudónimo; un tipo inteligente, leal a sus amigos, republicano confeso, incisivo articulista, escritor polémico, furibundo anticlerical, alcalde de Huesca durante cuatro meses y escasamente conocido hoy en día por los oscenses, ya sea con su nombre real o con el seudónimo que utilizó porque, según le escribió a Costa, “tengo tres hermanos bastante imbéciles como para hacerme desear el perder de vista el apellido”.

Kossti, que murió con poco más de sesenta años, fue autor de unos Epigramas tan provocativos que él mismo decidió retirar su publicación convencido del perjuicio que podían suponer para sus hijos, que estudiaban en academias militares. Ya en 1909 su novela Las tardes del sanatorio supuso un escándalo que él ya presuponía cuando, hablándole a su admirado Costa de su proyecto novelístico, expresaba que su pretensión era “rascar de la mentalidad española el fraile que la mayoría lleva dentro”. Su propósito tuvo cumplida respuesta eclesiástica; los obispos de Huesca y Jaca y el arzobispo de Zaragoza reprobaron Las tardes del sanatorio. Tras el escándalo, circularon por la capital oscense dimes, diretes y anécdotas chispeantes como la de que el mastín que acompañaba a Kossti en sus paseos tenía por costumbre entrar en la iglesia de San Lorenzo a echar una meadita en las esquinas de los confesionarios…

Dícese, no obstante, que Manuel Bescós arrepintióse de sus ataques a la iglesia y, momentos antes de su muerte, accedió a recibir la extremaunción y a ser enterrado como buen católico. “Descansó al morir”, es el epitafio de Silvio Kossti grabado en su nicho del cementerio de Huesca. Junto al epitafio, un bajorrelieve realizado por uno de sus grandes amigos, Ramón Acín Aquilué, del que fue testigo en su boda con Conchita Monrás.

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Enterrar y callar, grabado de Goya

«Enterrar y callar»: Francisco de Goya y Lucientes


Si han muerto entre centellas fementidas
inmolados por cráteres de acero,
ahogados por un río de caballos,
aplastados por saurios maquinales,
degollados por láminas de forja,
triturados por hélices conscientes,
quemados por un fuego dirigido,
¿enterrar y callar?

Si han caído de espaldas en el fango
con un hoyo violeta en la garganta,
si buitres de madera y aluminio
desde el más alto azul les dieron muerte,
si el aire que bebieron sus pulmones
fue un resuello de nube ponzoñosa,
si así murieron sin haber vivido,
¿enterrar y callar?

Si las voces de mando los mandaron
deliberadamente hacia el abismo,
si humedeció sus áridos cadáveres
el llanto encubridor de los hisopos,
si su sangre de jóvenes, su sangre
fue tan sólo guarismo de un contrato,
si las brujas cabalgan en sus huesos,
¿enterrar y callar?

Enterrar y gritar.


Enterrar y callar, título de un grabado de la serie Los Desastres de la guerra, de Francisco de Goya (1746-1828), y del poema del escritor venezolano Miguel Otero Silva (1908-1985)—.

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