“Almelo1”: Gerhard Katterbauer
Duerme l’Ome Grandizo[1] el sueño riscoso de los dioses pirenaicos, revenido en montaña de la Sierra de Guara —la sierra niña, que decía Ramón J. Sender, enamorado de sus paisajes y leyendas—, con su humanoide mole yacente perfilada entre la peña de Amán y el picón del Mediodía.
Duerme el gigante, aquel que la tradición y el mito hicieron vagar, armado con un hacha de piedra y en compañía de un oso, por las fantásticas trochas de la Bal d’Onsera[2].
Duerme el que fuera celador de la virginidad de las mozas serranas, encriptado en la Naturaleza, con el rostro, en granítica cresta, saludando al cierzo que le canta, provocativamente socarrón:
Junto al ibón d’abaixo
n’a Bal d’Onsera
a mozeta ha perdido
o que teneba.[3]
Desde el tozal abierto a la laja donde se deposita la comida para los quebrantahuesos, se divisa la pequeña extensión rupícola de la Bal d’Onsera, con sus agrupaciones de pinos silvestres, sabinas, carrascas y buxos[4], en caprichosa distribución, y el cauce del barranco principal y sus ramales, que serpentean, se unen y se bifurcan, en mágico congosto, entre matorrales que parecen lanzar sus ramas de una pared rocosa a otra para resguardar el suelo pedregoso de los rayos solares.
Y al fondo, en el barranco homónimo, la ermita de San Martín, medieval y mágica presencia pétrea protegida por el roquedal del que mana el agua milagrera y fertilizante, pócima cuasi divina que avivó los vientres secos de reinas, damas, siervas y campesinas durante siglos, en dificultosa romería pedestre entre guijarros, pozas, collados y paredones.
Cuéntase que, antaño, la bal fue territorio de osos, que encontraban en sus vericuetos idílicos covachos y abrigos para la hibernación. Los sueños úrsidos en la bal eran preludio de nieve y heladas en la Sierra de Guara, que únicamente se atemperaban cuando l’Onso —el macho más fuerte— despertaba y reanudaba su actividad. El rito de los habitantes de la Sierra para hacer que el invierno finalizara consistía, pues, en incitar a l’Onso —mediante gritos, cánticos y repiques de esquillas[5]— a salir de su madriguera para adelantar la llegada del tiempo benigno y calmar, así, la brutalidad de la Naturaleza.
Extinguiéronse los osos de la Bal d’Onsera y la pueril argucia de los montañeses para combatir a las fuerzas de la Naturaleza trocóse en lúdicas Carnestolendas que todavía conservan dos elementos del antiguo ritual: El incesante ruido de las esquillas y la degustación colectiva de los crespillos, deliciosos postres hechos con hojas tiernas de borraja bañadas en leche y huevo batido y rebozadas con harina, que se fríen en aceite de oliva y se sirven ligeramente espolvoreadas con azúcar.
Dicebamus hesterna die…
[1] En arag., gigante.
[2] Id, Valle de la Osera.
[3] Id, “Junto al lago de abajo / en el Valle de la Osera,/ la muchacha ha perdido/ lo que tenía”.
[4] Id, boj.
[5] Id, esquilas.