
«Si hay un espécimen que desmienta todos los malos clichés del anarquista como especie, ése es, sin lugar a dudas, Felipe Alaiz, quien sin dejar de ser fiel al movimiento àcrata a todo lo largo de su medio siglo de vida —discretamente— pública, no se sabe que haya arrojado ninguna bomba, se haya tragado ningún cura, se haya subido a ninguna mesa de café a soliviantar desmelenadamente los ánimos del público ni que se haya jamás rasgado las vestiduras como un energúmeno ante un juez venal o ante un senado hipotecado por el procónsul. Porque a Felipe Alaiz le horrorizaban los ruidos —cuanti más los bombazos—[…] ».- Francisco Carrasquer Launed: La eutrapelia de un aragonés irreductible: Felipe Alaiz.
El 8 de abril de 1959 murió —como consecuencia de una esclerosis pulmonar masiva— en el Hospital Broussais de París, el olvidado escritor anarquista Felipe Alaiz de Pablo. Falleció igual que había vivido en los últimos años: pobre y solo. Pocos recordaban ya a aquel discretísimo hombre bajito, rechoncho y tocado, casi siempre, con boina. Había nacido setenta y dos años antes en Belver de Cinca (Huesca), hijo de un militar amante de los libros y de ideas liberales —que murió cuando Felipe era un niño— y de un ama de casa de buena cuna para quien el hijo fue el centro de su universo. Tuvo, además, tres hermanas: Pilar, monja; Clara, maestra, y Mariana, costurera.
Su escasa estatura y sus problemas cardíacos impidieron que fuera piloto o marino, como soñaba el padre; en cambio, pronto destacó por su prodigiosa memoria y sus amplios conocimientos en diferentes campos del saber, fruto, como él mismo reconocía, de su pasión lectora. Pese a su buena aptitud intelectual, no cursó ninguna carrera y empezó a ganarse el sustento escribiendo artículos periodísticos en diversos medios. Influenciado por sus amigos, comenzó a interesarse por la filosofía anarquista que, finalmente, interiorizaría y asumiría manteniéndose fiel a ese ideario hasta el fin de sus días.
En Tarragona convivió con una familia gitana con cuya hija, Carmen, se ennovió formalmente; la cárcel, donde fue internado Alaiz por sus escritos antigubernamentales, y las contínuas idas y venidas del escritor de una ciudad a otra, terminarían separando a la pareja.
Hombre educado, frugal y nada fiestero, le horrorizaban los mítines —charlatanismo mitinero, decía— y, aunque en alguna ocasión se prestó a dar conferencias, prefería la soledad de su habitáculo y la compañía de sus cuartillas, su pluma y sus libros; esta actitud y su negativa, ya en el exilio, a buscar un trabajo fuera de esas cuatro paredes, dada su maltrecha economía, que le obligaba a pedir dinero prestado para poder comer, le dieron, entre sus compañeros libertarios, fama de vago y sablista, aduciendo él en su descargo que su única habilidad eran las letras, aunque no fueran suficientes para su supervivencia.
Amigo de juventud de Joaquín Maurín, Ramón J. Sender —a quien llegó a reprochar sus flirteos con el comunismo— y, sobre todo, de Ramón Acín —al que adoraba—, escribió, tras el asesinato de este último, una conmovedora obra, a modo de semblanza, titulada Vida y muerte de Ramón Acín, donde, en una omnipresente Huesca, Felipe Alaiz describe, con ternura, las vivencias compartidas mientras va trazando la trayectoria vital de Acín hasta su fusilamiento en la misma ciudad que viera nacer y desarrollarse su amistad.
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