«Brotes de primavera»: Archivo personal
Días atrás, andaba María Blanca, la vecina, pesarosa porque las almendreras de la redolada llevaban florecidas desde mediados de febrero mientras la suya —la plantada junto a la ventana de la cocina, donde Melitón, el canario, se cree libre enjaulado sobre el alféizar— permanecía con sus ramas desnudas al aire. “Estará esperando por si hiela”, concluía el señor Paco, su marido. Llegó marzo y, de un día para otro, la almendrera del jardín se engalanó de blanco y amarillo pero María Blanca, incapaz de vaciar la mente de preocupaciones, empezó a pensar en los gatos que, gracias al árbol, tienen fácil acceso a la jaula de Melitón. “Ya puedo ir con ojo porque, en cuanto me dé media vuelta, me lo volverán a matar”, le decía ayer a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Y es que Melitón, el actual, no es sino el tercer canario, tan ambarino y canoro como sus predecesores, que ve pasar la vida desde la ventana de la cocina de María Blanca, “siempre en el punto de mira de los felinos o de los aguiluchos”.
A félidos y rapaces acusaba ella de haber acabado con los otros dos Melitones: Uno, del soponcio al ser baqueteada la jaula; otro, defenestrado con su canariera. Naturalmente, entre queja y queja, apuntaba con la vista hacia la casa de la veterinaria, donde, si a los morrongos residentes se añaden los visitantes asiduos, no bajan de diez. Y cuando la veterinaria, harta de alusiones, se rebelaba y argumentaba que en el alféizar de su propia cocina está la jaula de Camila, la cardelina, a la que, en cinco años, no han agredido los gatos pese a tenerla a medio salto, le replicaba María Blanca: “¿Pero tú te crees que los gatos, con lo astutos que son, van a escupir donde les dan de comer? Ni los gatos ni los perros”. Y se explayaba refiriendo que a finales de enero, cuatro o cinco veces seguidas, algún perro se dedicó a pasar por su jardín expresamente a cagarse. “¿A que tú no tenías en el tuyo mierda de perro? No me digas que sí porque miré yo y no había. Nosotros no tenemos perro; vosotros, dos”. El señor Paco, siempre discreto y poco interviniente, le hizo, entonces, un gesto implorante a la veterinaria para que no le contara a su mujer que los excrementos que ella achacaba a un perro eran del zorro que estuvo merodeando algunas noches entre los gallineros de ambas parcelas.