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Posts Tagged ‘existencialismo’

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«Blasa en su acomodo»: Archivo personal


«Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo y mi alma está perturbada.

La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio con el fin de evitar la evasión de mis aves y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías: yo, dueño de mis gallinas, y los demás, que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos ladrones y, por primera vez, lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.

Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí y, cegado por la rabia, maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo y, en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.

¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario».

—Del libro Gallinas y otros cuentos, de Rafael Barrett (1876-1910), con ilustraciones de Clara-Iris Ramos

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«Rastros»: Archivo personal


Me registro los bolsillos desiertos
para saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado las estancias vacías
para recoger mis palabras tan lejanamente idas.
Saqueo aparadores antiguos,
viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas,
estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui yo.

Aquellas canciones que tanto amaba
no me explican dónde fueron mis minutos,
y aunque torturo los espejos
con peinados de quince años,
con miradas podridas de cinco años
o quizá de muerto,
nadie, nadie me dice dónde estuvo mi voz
ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía
esculpida en presurosos desayunos,
en jolgorios de aulas y pelotas de trapo,
mientras los otoños sedimentaban
de pálidas sangres
las bodegas del Ebro.

¿En qué escondidos armarios
guardan los subterráneos ángeles
nuestros restos de nieve nocturna atormentada?
¿Por qué vertientes terribles se despeñan
los corazones de los viejos relojes parados?
¿Dónde encontraremos todo aquello
que éramos en las tardes de los sábados,
cuando el violento secreto de la Vida
era tan sólo
una dulce campana enamorada?
Pues yo registro los bolsillos desiertos
y no encuentro ni un solo minuto mío,
ni una sola mirada en los espejos
que me diga quién fui yo.

Retrospectiva existente, poema de Miguel Labordeta (1921-1969) contenido en su libro Violento idílico, publicado en 1949—.

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«Château de Lourmarin»: Salva Barbera


En el pequeño paraíso de Lourmarin, en cuyos rincones danzan los sueños, se halla la casa que comprara Albert Camus (1913-1960) en 1958 con el cheque que acompañaba el galardón del Premio Nobel de Literatura concedido por la Academia Sueca el 16 de octubre de 1957.

Acostumbrado desde niño a prescindir de tanto y poco dado, ya adulto, a dispendios superfluos, Camus se prendó de la mágica esencia provenzal de Lourmarin y de aquella antigua granja dedicada a la cría de gusanos de seda situada en la calle de la Iglesia  hoy, calle de Albert Camus, que él concibió como cálido hogar de Francine, su mujer, y sus gemelos Catherine y Jean, nacidos en Boulogne-Billancourt en 1945.

De aquella casa amorosamente reconstruida y amueblada, con su original terraza con columnas, sus persianas verdes y su imponente ciprés, salió el reposado escritor hacia París en el Facel-Vega de su amigo Michel Gallimard para encontrar la muerte en la carretera el 4 de enero de 1960.

Cómo lloró Lourmarin, su elíseo, la muerte de su Monsieur Terrasse, apelativo con el que se referían al escritor sus convecinos para proteger la intimidad de la familia Camus de los periodistas y curiosos que acudían a la localidad para importunar al nuevo Premio Nobel francés.

Sus amigos, los futbolistas de Lourmarin, con quienes tantos momentos había compartido, llevaron a hombros el féretro hasta el cementerio, donde una humilde lápida de piedra  cerca de la de su esposa, fallecida en 1979—  señala su tumba. De allí, del rincón funerario que velan el laurel y el romero, quiso exhumarlo Sarkozy, en 2009, para enterrarlo en el parisino Panteón de Ilustres, encontrándose con la oposición de la familia, que se negó al traslado de los restos de Camus de aquel paisaje campestre donde tan feliz había sido en vida.



NOTA

Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 5 de enero de 2015.

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«Castillo de Montearagón (detalle)»: Archivo personal


Discurre el primer tramo del Camino Viejo entre las naves del polígono industrial, bajo un Sol que, a las nueve de la mañana, apenas despunta desde el cielo azul desvaído que surcan, en vuelo atropellado desde el oeste, bandadas de estorninos. Yace un gato muerto en el último metro de arcén, antes de que el asfalto retorne a ser sendero terroso y solitario jalonado de hierbas bien nutridas, con el familiar recorte de la sierra amurallando el norte y la silueta de arenisca del castillo  —bajel varado—  agrandándose conforme los pasos se encaminan a la última morada de Javier Tomeo (1932-2013).


Fue una tarde de mayo  —o de junio—  de hace doce  —o trece—  años. En la Feria del Libro. Tarde recalentada, como agosteña. El autor, momentáneamente solo, muy serio y, quizás, aburrido, en una caseta sobre la que desparramaba el Sol su potencial soberbia. Ella y él acercándose, sacando de la bolsa de tela los tres libros manoseados y depositándolos en el mostrador. Doce cuentos de Andersen contados por dos viejos verdes. Cuentos perversos. El gallitigre. “Estos libros ya tienen años”, dijo el autor. Sonreía. No les preguntó sus nombres ni a quién o quiénes querían que los dedicara. Escribió: “Con gratitud”. Exactamente lo mismo en los tres libros. Debajo, su firma. Les tendió los libros uno a uno, muy, muy despacio, casi reteniéndolos. Hubo un atisbo de sonrisa y un leve encogimiento de hombros cuando se acercó un periodista de Radio Huesca y le ayudó a colocarse unos inmensos cascos. Ella y él se despidieron del autor con un movimiento de ojos y marcharon con la gratitud escrita de Javier Tomeo y un tropel de preguntas retenidas en las comisuras de los labios.


El firme del sendero va suavizándose, reblandeciéndose cerca del barranco donde los cuatro pilares del acueducto del siglo XVIII preceden a otra joya hidráulica de origen romano [FOTO] datada en el siglo II d.C. que pervivió oculta cientos de años en el fundus que, otrora, quizás fuera miliario de la vía Osca-Ilerda y que, hoy, pies nuevos hollan dejando sobre el limo  —en dirección a Quicena, donde Tomeo reposa—  caducas huellas sin historia.


Van pasando los años, pero los paisajes, en líneas generales, permanecen fieles a sí mismos. Ahí continúan pues, invariables, ocupando todo el horizonte, el enorme lomo de la Sierra de Guara, el Tajo de Roldán y, escorado hacia la izquierda, el pico de Gratal. Más cerca, casi al alcance de la mano, está ya el castillo de Montearagón, nuestro castillo de Montearagón, resistiéndose heroicamente a convertirse en un informe montón de piedras. Hoy, como ayer, sus entrañables ruinas continúan presidiendo el Somontano y, vistas desde lejos, conservan incluso la misma silueta que tenían varios lustros atrás. – Javier Tomeo Estallo.

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«Epí ta metá ta physiká»: Archivo personal


La mañana del 23 de junio de 1959, recién llegado el verano, cinco meses y algunos días después de la elección de De Gaulle como Presidente de la V República, Le Petit Marbeuf, una modesta Sala Cinematográfica parisina, descorría el telón que protegía su impoluta pantalla para que un reducido grupo de cinéfilos asistiera al primer pase de la película  J’irai cracher sur vos tombes / Escupiré sobre vuestra tumba, basada en el libro homónimo de Boris Vian cuya publicación, trece años antes, había levantado una gran polvareda en las mentes biempensantes de la sociedad francesa y llevado a las autoridades de la República a prohibirlo por pornográfico e inmoral, condenándose, asimismo, al autor —que lo había firmado bajo el seudónimo de Vernon Sullivan, atribuyéndose únicamente la traducción— por ultraje a los muertos.

Entre los asistentes a la primicia, el propio Boris Vian, buscando pasar desapercibido dadas las pésimas relaciones que había mantenido con el productor y el director de la película, que no habían dudado en expulsarle del proyecto por sus personalísimas ideas para convertir en guión la novela, de cuyos derechos ya no gozaba por haberlos vendido para su adaptación cinematográfica.

Y finalizada la proyección, una vez encendidas las luces de la sala, la tragedia: Boris Vian, novelista, dramaturgo, poeta, músico, cantante, inventor,  ingeniero, antimilitarista, ateo, irónico, crítico y comisionado del estrambótico Colegio de la Patafísica, yacía muerto en su butaca. Su maltrecho corazón había sucumbido a un ataque cardíaco. Tenía treinta y nueve años.

 

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«La esencia de las amapolas»: Archivo personal


Yo, al escribir, no hago literatura; escribo sujetándome el hígado o apretándome el corazón. Si canto suave o fuerte, canto sin saberlo, como los buenos árboles cuando les sopla el céfiro o les azota el aquilón.

[…]

Odio todas las cosas, que las cosas todas tienen su lado odioso; las amo a todas, que todas tienen algo que las hace amables. Por eso mi lápiz y mi pluma (los dos torpes, de principiante) se mojan en dos colores: uno rosa, como las mejillas de las adolescentes; el otro negro rojizo, como el color de los ataúdes a medio pudrir y las gangrenosas heridas de puñalada. Si alguna vez hubiese de dibujarme un ex-libris, sería este una chulona tocando unas castañuelas y bailando sobre el agujereado cráneo de un uncido.

El término medio en todo, donde están los horteras, los prácticos, los adaptados, me asquea; si alguna vez dejase de ser revolucionario, con la puntera de la bota metido en la anarquía, sería para irme a un monte, a vivir en una ermita y llamar, como el místico, al agua “hermana agua” y al lobo “hermano lobo” […]. [*]


NOTA

[*] RAMÓN ACÍN AQUILUÉ (1888-1936). Pintor, escultor, cartelista, articulista, pedagogo. Profesor de Dibujo de la Escuela Normal de Huesca. Anarquista. Asesinado por los fascistas, el 6 de agosto de 1936, en la ciudad que tanto amó.

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«Trampantojo»: Archivo personal


Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: Que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.

Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.
Fragmentos finales de
La peste, de ALBERT CAMUS (1913-1960)


NOTA

La ilustración que preside este artículo corresponde a la obra Capricho, óleo sobre lienzo pintado, en 1891, por Bernardino Montañés Pérez (1825-1893). Se halla expuesto en el Museo de Huesca.

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«Les feuilles rouges»: Archivo personal


Iliane entra, vocinglera, en la Biblioteca: “¿Pero a qué alma de cántaro se le ha ocurrido colocar a mi Canek junto al Che Guevara?”. Remarca ese «mi» con cierta fiereza posesiva, acentuando exageradamente la vocal mientras arranca, mas que coge, los dos libros de la estantería y los traslada al otro lado de la sala. “Mi Canek va en la zona de los anarquistas. A ver si nos vamos enterando”. Y sitúa 33 revoluciones y el primer volumen de Diario sin motocicleta entre un ajado libro de Emmett Grogan y El arroyo de Élisée Reclus. “Aquí están mejor”, dice. “Luego me ocuparé de colgar su fotografía”.

Canek Sánchez Guevara, peregrino existencial y disidente de realidades impostadas, huyó de ese Olimpo de Privilegiados donde la Cuba castrista acomodaba a los descendientes de sus Gloriosos Revolucionarios.
Nació en La Habana, el 22 de mayo de 1974, hijo de Hilda Guevara Gadea —hija, a su vez, de Ernesto «Che» Guevara y su primera esposa— y de Alberto Sánchez Hernández que, en 1972, formó parte del comando de la Liga de Comunistas Armados de Monterrey que secuestró y desvió a Cuba el vuelo 705 de Mexicana de Aviación. Alejado del fervor revolucionario de su padre y su famoso abuelo, empeñó sus energías en luchar contra cualquier imposición. En Cuba, formó parte de un grupo de punk-rock cuyos miembros eran considerados por las autoridades “jóvenes alienados por el imperialismo que querían destruir las instituciones de la isla”. Plasmó sus observaciones de esa época en la novela 33 revoluciones, que su padre se encargó de publicar como homenaje póstumo.

A los veintidós años, tras la muerte de su madre, Canek se marchó de Cuba. Aferrado a su mochila, su ordenador y su curiosidad, fue un errabundo militante y con sentimientos apátridas, amén de lector y escritor compulsivo que rellenaba cuartillas y más cuartillas con sus impresiones —que, a modo de crónicas, se fueron publicando en los diarios Milenio y Le Nouvel Observateur— ante el espectáculo de la vida que observaba en cada rincón que se convertía, momentáneamente, en su hogar. Sus experiencias viajeras por Europa y América se recogieron posteriormente en cuatro volúmenes, editados en España por Pepitas de Calabaza, bajo el título Diario sin motocicleta, juego de palabras que hace referencia al libro de viajes de su abuelo llevado a la pantalla grande como Diarios de motocicleta

El 21 de enero de 2015 la vida de Canek Sánchez Guevara se extinguió en la mesa de operaciones de un hospital de Ciudad de México, mientras se le sometía a una cirugía cardíaca. Tenía cuarenta años.

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«Descanso estornino»: N.C.

 

De madrugada, cuando el sueño se interrumpe, se les oye en el pinar. Al unísono; como si una sola voz ascendiera hasta la ventana y reverberara contra los cristales en eco infinito que, en el duermevela, parece llevar, entre chasquidos, poemas incompletos de Ángel Guinda recién huidos del manoseado volumen que el insomne acuna entre sus brazos.

Duerme en el tórax el Aspergillus  o acaso trama nuevos tormentos a hígado y riñones…—  cuando se alza, densa, la estola inquieta del pinar que se yergue junto al centro hospitalario. Y se elevan las voces.

Vuelan, cual negra bufanda, los estorninos. Suben, bajan, gritan. Retornan. Se alejan. Desaparecen.

Cierra los ojos el voyeur insomne y, en un último acto de consciencia antes de rendirse al químico letargo que las misericordiosas manos de la enfermera esparcen por el torrente sanguíneo, acaricia la portada del libro de Ángel Guinda y murmura: «Atravesado por un rayo de sombra, como todos los jóvenes, yo vine a que se me llevara la vida por delante…»

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«Vida»: Archivo personal


Todavía restan sobre los recios muros anaranjados los carteles del último festival-homenaje al cantor muerto, el que cada año anima este fortificado Gourdon medieval de calles estrechas, alzadas, sinuosas y vacías sobre cuyo empedrado repercuten los pasos. Allí mismo, bajo las bóvedas de la iglesia de Notre Dame des Cordeliers  maravilla gótica del siglo XIII, desafectada desde 1950 y convertida en sala de conciertos  aun parecen resonar las voces que devuelven, cada julio, a Léo Ferré al territorio de Lot, donde vivió cinco intensos años.

A tres kilómetros de Gourdon, en un paraje donde el tiempo permanece detenido entre los avellanos y castaños a cuyos pies crecen las trufas, se halla el rehabilitado castillo de Pech Rigal, transformado en hotel; el mismo castillo que, aun semirruinoso, comprara el cantor a principios de los sesenta, cuando una única ala se alzaba, victoriosa en el tiempo, completa y habitable, mirador privilegiado de un entorno donde a Léo Ferré, su compañera Madeleine Rabereau y la pequeña hija de ésta, Annie, acompañaban Arthur -el toro-, las vacas Charlotte, Fifine y Titine, el cerdo Baba, cabras, ovejas, simios rescatados de dueños maltratadores y, sobre todo, ella, la más querida, Pépée, la adorable y consentida chimpancé adoptada por Léo Ferré en 1960, criada como la hija que siempre soñó tener y cuya trágica muerte desencadenaría entre aquellos dos seres, Léo y Madeleine, que tanto se habían amado durante diecisiete años, el definitivo desencuentro.

Instalóse, pues, la peculiar troupe Ferré-Rabereau en la zona habitable del castillo de Pech Rigal  Perdrigal, lo llamaría el cantor—  en 1963, lejos del bullicio ciudadano, entre gentes sencillas y paisajes de cuento. Léo marchaba a cumplir sus compromisos artísticos y regresaba a su acomodo, a Madeleine, a Pépée, a ese castillo del siglo XIV casi devenido en Arca de Noé que él llamaba su hogar. Reposo, composiciones, lecturas, paseos, juegos con su amada chimpancé y largas charlas con Marie-Christine Díaz, la joven hija de refugiados españoles —nacida en 1947 en un pueblo castellano fronterizo con Portugal— que ayudaba con los animales y en las tareas domésticas de Perdrigal.

En Madeleine, la esposa de Léo Ferré, empezaron a hacer mella las ausencias del cantor y el tiempo que éste dedicaba a Pépée y a Marie-Christine. A los reproches siguieron los celos, el resquemor. La muerte de Pépée, el 7 de abril de 1968, cuando Léo Ferré se encontraba ausente, terminó de romper las ya finísimas hebras del amor que había unido a Madeleine y al cantor durante tantos años. «Fue un desgraciado accidente. Pépée cayó de un árbol, quedó malherida y hubo que sacrificarla», justificó Madeleine. «Un crimen. Ha sido un crimen. Ha aprovechado mi ausencia para matarla», clamó Léo. La pareja se deshizo; los animales fueron regalados o abatidos y Pech Rigal, aquel Perdrigal que el trovador Ferré comprara para acoger a su pintoresca fauna, quedó vacío.

Léo Ferré abandonó Perdrigal aquel mismo abril de 1968 para empezar de nuevo junto a Marie-Christine Diaz. Se casaron en 1974, cuando el cantor obtuvo el divorcio de Madeleine Rabereau, y estuvieron juntos hasta la muerte de él, el 14 de julio de 1993.



NOTA

Avec le temps es el título de una canción compuesta por Léo Ferré tras los dolorosos sucesos de Perdrigal que complementa a la desgarradora Pépée escrita en homenaje a su inolvidable chimpancé.

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