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Archive for diciembre 2021

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«Postales desde el Norte»: Archivo personal


Mañana, hijo mío, todo será distinto.
Se marchará la angustia por la puerta del fondo
que han de cerrar, por siempre, las manos de hombres nuevos.

Reirá el campesino sobre la tierra suya
(pequeña, pero suya),
florecida en los besos de su trabajo alegre.

No serán prostitutas las hijas del obrero
ni las del campesino
(pan y vestido habrá de su trabajo honrado).

Se acabarán las lágrimas del hogar proletario.
Tu reirás contento, con la risa que lleven
las vías asfaltadas, las aguas de los ríos,
los caminos rurales…

Mañana, hijo mío, todo será distinto:
sin látigo, ni cárcel, ni bala de fusil
que reprima la idea.

Caminarás por las calles de todas las ciudades,
en tus manos las manos de tus hijos,
como yo no lo pude hacer contigo.

No encerrará la cárcel tus años juveniles
como encierra los míos
ni morirás en el exilio,
temblorosos los ojos,
anhelando el paisaje de la patria,
como murió mi padre.

Mañana, hijo mío, todo será distinto.

Edwin Castro Rodríguez [*], diciembre de 1959—.


NOTA

[*] Edwin Castro Rodríguez fue un poeta y guerrillero del Frente Sandinista nicaragüense detenido el 12 de octubre de 1956 bajo la acusación de complicidad en el asesinato del general y candidato del Partido Liberal, Anastasio Somoza García. Preso en condiciones terribles en la cárcel de la Aviación de Managua, murió tiroteado, junto con otros compañeros, el 18 de mayo de 1960, en aplicación de la muy conveniente Ley de Fugas.

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«Robellones»: Archivo personal


Apenas el alba desveló los familiares recovecos del paisaje, se pusieron en marcha, arropadas con plumíferos, las buscadoras. «Ya podemos darnos prisa, porque a media mañana la boira rozará el suelo», apremió la más veterana.

Cruzaron por la estrecha y húmeda repisa del paramento del azud y descendieron por el aliviadero de la otra orilla para continuar por la pedriza hasta el casetón de herramientas de la hidroeléctrica, a dos kilómetros y medio del Barrio. Treparon por el sendero arcilloso hasta alcanzar el camino de hojarasca que bordea las espectaculares paredes rocosas que encajonan el barranco y salvaron, ya con leve agitación respiratoria, el pronunciado y resbaladizo desnivel que remonta hasta la compacta masa arbórea del Pinar de la Fontaneta, a unos cinco kilómetros empinados desde el azud, donde un discreto túmulo, con la piedra laja cubierta de musgo, abrigó, en tiempos remotos, un manantial  —la fontaneta o fuente pequeña—  considerado de aguas milagreras por creerse que, en lo más profundo, se mantenían latentes los espíritus de las Encantarias. Decíase que una mujer estéril que humedeciera sus partes pudendas con agua de la Fontaneta convertíase en fecunda por mor de las extraordinarias propiedades imbuidas por las ninfas al líquido elemento.


Cuando la niebla, con tintes azulados, descolgóse hasta lamer las abrigadas pantorrillas de las avezadas pesquisidoras, ya alcanzaban ellas —agotadas pero felices— el Barrio, con la cesta desbordada de robellones.

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«Al otro lado»: Archivo personal


Una voz suena, pero no la entiendo. Me aproximo.

—No tiréis, que soy un legionario. ¡No tiréis! —sigo gritando.

Una patrulla sale. Me reconoce. Entramos. Es un destacamento pequeño de cazadores. No conozco a nadie. El oficial me lleva a su tienda. Con él está el sargento y algunos soldados. Los más, quedan en la puerta. Pero todos callan, todos escuchan.

El teniente me da una copa de cognac. En pocas palabras explico. Me preguntan mucho. Contesto poco. Me preparan cosa caliente de comida. Como con apetito. Tengo sueño, mucho sueño. En una cama que me hacen, de casi un metro de paja bien acondicionada, me acuesto.

El sueño viene cargado de imágenes. El pasado, el presente y el porvenir forman una mezcla confusa e hiriente en medio de la cueva donde todavía creo hallarme. A mi lado, dormida sobre mi brazo, está la joven bella con sus ropas destrozadas y los senos mordidos, sangrantes, al descubierto.

Estoy en el hospital ya repuesto.

El otoño me trae la licencia definitiva de soldado después de cumplidos mis tres años de compromiso.

Me despido de los camaradas. Parto.

Paso por Ceuta. Cruzo el Estrecho. Piso España. Ya estoy otra vez solo. Completamente solo en medio de una civilización exuberante en la que nada tengo. Ni pan siquiera para sustentarme a mi llegada. En la que nada soy más que un despojo que se reincorpora a los despojos. Con dolor y espanto voy penetrando en ella.

Los ojos de mi experiencia me muestran las manifestaciones brutales de la civilización en su vida interna y externa. Y temo a medida que el tren avanza.

Temo llegar a los centros de la vida civilizada. Temo que el tren se detenga. Temo el momento de apearme. El momento de hallarme solo en esta espléndida barbarie organizada.

—Fragmentos finales de La Barbarie Organizada. Novela del Tercio, de Fermín Galán—.


En 1926, mientras cumplía condena en la prisión militar del convento de San Francisco, en Madrid, por su participación en la Sanjuanada, concluyó Fermín Galán Rodríguez (1899-1930) su novela La Barbarie Organizada. Novela del Tercio, cuyas primeras cuartillas había comenzado a escribir en 1923 y que, incluso entrando en la imprenta en 1930, no vería la luz hasta la proclamación de la II República, cuando su figura y la de García Hernández (1900-1930) se convirtieron en mitos republicanos tras ser fusilados ambos capitanes en Huesca como consecuencia del fracaso de la Sublevación Republicana de Jaca de 1930, de la que hoy se cumplen noventa y un años.

Si bien Galán, pese a su pertenencia al estamento militar, ya había expresado su ideario afín al anarquismo en diferentes publicaciones, es en esa ficción, tan dura como breve, donde su voz —a través de su alter ego, Gustavo Pedrol de Nieva, soldado legionario— va desmenuzando los entresijos del poder establecido en esa sibilina organización de la barbarie fundamentada en la concepción de una pirámide social en la que la soldadesca oficia de despojo humano ofrecida en sacrificio para el mantenimiento de una jerarquía en cuya cúspide se asienta la inútil monarquía lisonjeada por los poderes militar y eclesiástico.

La Barbarie Organizada, aun careciendo de la calidad literaria de la senderiana Imán, es un alegato antibelicista, antimonárquico y anticlerical, un cumplido vademécum filosófico de corte anarcoexistencalista que va tejiéndose, renglón a renglón, mientras el lector asiste, horrorizado, a la escenificación de una guerra colonialista, tan salvaje como estéril, que no tiene más coartada que la perpetuación de una sociedad degradada, fieramente injusta, que sirve a los intereses de unos pocos a costa de la desgracia de muchos, en una constante de siglos que rebasa el contexto imperialista expuesto por Fermín Galán y sigue manifestándose en este siglo XXI que nos acoge.

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«Luminosidad»: Archivo personal


«Pero, Cata, si con cinco litros tenemos suficiente». «Cinco para ti y otros cinco para que se los lleves, de mi parte, a tu amiga María Petra. Como siempre». Cata, más encogida y frágil que la última vez que se vieron, tres años atrás, cuando todavía habitaba en la casa de Pamplona, coloca las dos garrafas de aceite en el maletero del monovolumen. «Id con cuidado, que habrá mucho tráfico, y llamadme cuando lleguéis a Huesca, que no me quedaré tranquila hasta saber que estáis bien».

Se alejan del Sur, de la entrañable Cata que abandonó la Chantrea para regresar a Mancha Real, su pueblo andaluz, con su inseparable guardapelo al cuello cayéndole sobre el corazón, en el altar materno donde habita su recordada hija Raquel, cuyos restos reposan en el cementerio de Pamplona junto a los de su padre, fallecido hace tres años. «¿Qué iba a hacer yo sola en Pamplona…? Sin mi marido, sin mi Raquel y con el nieto trabajando en Irlanda… Mis otros hijos están en Granada y Jaén, y en esta casa viví yo hasta que salí para casarme…», explicaba, entre lágrimas.

Quedan atrás los olivos miguelhernandianos  —Jaén, levántate brava…—, los baños árabes jienenses, la esencia nazarí de los magníficos palacios y jardines granadinos, las callejuelas del Albayzín, los piononos de Santa Fe, el otoño calmo. El Sur… La voz de María Berasarte pone banda sonora a unos días, escasos pero ajetreados, retenidos en la memoria mientras pasa Madrid al otro lado de los cristales y ponen rumbo a Zaragoza con el regusto en los labios de la tortilla de patatas consumida en un área de servicio.

Nada más vislumbrarse Huesca, los acoge la niebla y se desliza el vehículo sobre la pátina de escarcha que la gelidez nocturna ha trazado a lo largo de la ruta de la sierra de Guara que conduce al Barrio. Creedence Clearwater Revival rompe el silencio durante los últimos kilómetros.


[…]


Qué lejos ahora (y, sin embargo, qué cerca) el Sur…

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«De la tierra»: Archivo personal


En la calleja donde se ubica el Mia-te tú, zarandeaba el viento helador a la clientela tempranera que doblaba la esquina de la calle Alta para dirigirse al restaurante en el que unas humildes y reconfortantes sopas de ajo abrían lo que Mª Ríos, la chef, denomina Cena de Casa Nuestra, que este último domingo de noviembre se componía, además, de un salteado de alcachofas, setas y trigueros, como segundo plato, y, de postre, el más delicioso mostillo que paladar alguno haya catado.

Pensaba que habría parrillada de verduras”, comentaba alguien. “No, la parrillada la puse el domingo pasado, pero cualquier dia la repito y te aviso”, respondía la cocinera.

Iba dejando Mariángel, la camarera, las humeantes soperas de loza sobre las cinco mesas ocupadas y se servían los comensales la ración apetecida mientras Mª Ríos asomaba por el hueco del pasaplatos con un “quien quiera más, solo tiene que decirlo”.

En el jardín, el entoldado que techa las mesas exteriores bailaba al ritmo impuesto por el cierzo y, con cada arremetida, se escuchaban los chasquidos del varillaje como si, de un momento a otro, la estructura fuera a desmoronarse contra la cristalera del comedor.

Echamos el penúltimo trago en el Salón Social, ¿o qué…?”, sugería Emil una vez dieron cuenta de los cafés y licores y desalojaron la estancia para que Mariángel la preparara para el segundo turno de cenas.


Embestidos por el viento, caminaron a trompicones hacia el centro de la localidad, con los cuerpos encogidos y buscando la protección de los muros de las casas. Apenas eran las diez y ya se había transformado el Barrio en un pueblo fantasmal, con las escasas farolas de la calle Alta iluminando precariamente el recorrido hasta la plaza, entre viviendas cuya impuesta lobreguez las hacía parecer deshabitadas.

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