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Archive for octubre 2020

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«Bajo el embozo»: Archivo personal


De parte y por mandamiento de los Illustres señores Justicia, Prior y Jurados de la ciudad de Huesca se intima, notifica y manda a qualesquiera personas, de qualquiere calidad y condición que sean, que hubieren entrado y estén en la presente ciudad de otros lugares en donde vivían y tenían su habitación, por razón de la fuga que hicieron por el contagio, se salgan de la presente ciudad dentro de quatro horas contaderas de la publicación del presente pregón. En otra manera, lo contrario haciendo, incurra e incurran por cada una perssona en pena de quinientos sueldos jaquesses (…) hasta pena de muerte inclusive.

Y assi mesmo se intima que ciudadano, vecino, habitador, ni persona alguna de qualquiere calidad que sea no puedan salir de la presente ciudad y sus términos, so las mismas penas aplicaderas como las de arriba…

Pregón de Aislamiento. Archivo del Ayuntamiento de Huesca. Libro de Actas de los años 1651-1652—.

Fantasea el trabajador itinerante, que este octubre de 2020 aguarda en su vehículo la aquiescencia de la Policía Local para internarse en la ciudad confinada, con aquellos tiempos viejos de perímetro amurallado y portones reforzados con alamudes, mientras la peste de mitad del siglo XVII, que asoló Europa y provocó la muerte de la cuarta parte de la población oscense, amortajaba el desvalimiento de aquellos cuerpos hacinados en la desesperanza, con los ojos suplicantes mirando a un cielo vacío de dioses clementes y vírgenes protectoras. Una caña de ocho palmos de largo, portada por los viandantes que procedían de las casas sospechosas de pestilencia, marcaba la distancia social conveniente para evitar el contagio en aquellas callejuelas estrechas y empinadas que tan sólo por menester, y siempre esquivando a los convecinos, se recorrían con igual celeridad que miedo, sin estar seguros de si, al regreso, los desconocidos miasmas invisibles ingresarían en el hogar a la vez que el retornado.

Cuatro siglos después, alborea la ciudad confinada invadida de avenidas, rotondas, hormigón, contenedores de reciclado, árboles y alborotadores estorninos, con solitarios transeúntes tempraneros luciendo cambujes de nariz a barbilla y algunas muescas de hastío en la mirada.

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«El guardían de los libros»: Archivo personal


«Subíamos a garras templadas [1] por esa costanilla que hay frente al convento de las Miguelas», contaba don Luis Urriens, que en algún momento lejano fue Luisete y Luis hasta anteponer ese don que hacía juego con su estampa, trajeada siempre. «En cuanto veíamos el torreón del Instituto, dependiendo de qué asignatura había a primera hora, se nos ponía el estómago del revés si es que nos tocaba clase con don Basilio, el de los Latines… A mí me subían unos ardores desde las pantorrillas imaginando que, esta vez sí… esta vez el señor Fábregas, el bibliotecario, me había descubierto y me esperaba en el portón de entrada, junto al señor Eutiquio, el bedel, para reclamarme el libro que había escamoteado en sus mismas narices y cuya devolución de tapadillo se ponía más difícil conforme pasaban los días».


En las que fueron insignes dependencias de la aclamada Universidad Sertoriana de Huesca, edificada donde antaño levantose el palacio de los Reyes de Aragón y aun antes la Zuda islámica, se creó, en 1845, el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, heredero de la añeja solemnidad universitaria y del bagaje histórico-artístico que se asentaba intramuros, con su bellísimo patio octogonal parcialmente techado, el Salón del Trono y el único torreón que resistió las embestidas del tiempo, donde se hallaban la cripta, con la Sala en la que la leyenda dice que Ramiro el Monje ordenó construir la campana cuyos repiques se escucharon por todo el Reino, y la Sala de doña Petronila, gabinete principesco y antigua capilla, que devino en extraordinaria biblioteca que albergaba, en aquel año de gracia de 1936 del estudiante de bachillerato Luisete —que no Luis ni don Luis—, cerca de treinta mil volúmenes prensados en recias baldas de descomunales estanterías dispuestas longitudinalmente en ese aposento medieval de semicolumnas románicas adosadas a los muros y ornamentadas con capiteles historiados —la mayoría de temática religiosa— puntillosamente esculpidos, en los que, por aquel entonces, todavía era posible apreciar su delicada policromía.


«Yo no había robado un libro en mi vida. Vamos, ni un libro ni ninguna otra cosa. Si acaso, algún puñao de castañas o un cacillo de melocotón con vino de la fresquera de casa, que robar, robar tampoco es. La cuestión es que a don Basilio, el de los Latines, le dio por apretarnos las clases con párrafos y más párrafos, para traducir del Latín, de La guerra de las Galias… La inquina que le cogimos a Julio César y a su De bello Gallico, y la de reprimendas y suspensos que nos llegaban a cuenta del militar romano… Tú imagínate, entonces, cómo se nos abrió el cielo cuando, de casualidad, ayudando al señor Fábregas, el bibliotecario, a organizar una sección de mamotretos del año catapum, descubrí un libro bastante maltrecho de don José Gil de Goya y Muniain, con la traducción al español de los escritos de Julio César. Aquel libro se me quedó como cosido a la mano, y cuando el señor Fábregas me mandó con unos libros para entregárselos a don Emilio, el catedrático de Ciencias Naturales, aproveché para sacarlo mezclado entre ellos. Bajé por aquellas escaleras estrechas que ni me tocaban los pies en el suelo».

«Madre de mi vida, la de tumbos que dio Goya y Muniain de mano en mano y de casa en casa… Y cuántos «menuda colección de belulos de boina [2] tengo por alumnos» nos ahorramos de boca de don Basilio, que si sospechaba algo, nada dijo. La dificultad vino después, casi terminado el curso y sin ninguna oportunidad de devolver el libro al lugar de donde lo había sacado. No me hubiera costado nada depositarlo disimuladamente en la mesa de estudio para que el bibliotecario lo colocase en su ubicación… O dejarlo entre otros volúmenes confiando en que a nadie le llamara la atención, pero me frenaba la posibilidad de que el bibliotecario descubriera la treta, la comentara con don Basilio y este, con lo taimado que era, cayera en la cuenta de lo que significaba ese libro, precisamente ese libro, en el lugar equivocado… Así que pasaron los días, terminó el curso y el ejemplar siguió en mi poder, quitándome incluso el sueño».

«No se me ocurría cómo resolver la situación hasta que allá a mediados de julio, haciendo unos recados para mi madre, me encontré en la plaza del Mercado con don Jesús, el farmacéutico, que había sido profesor de Dibujo en el Instituto. “¿Cómo lleva las vacaciones, Urriens?”, preguntó. Y añadió: “Me ha dicho su padre que este curso ha superado usted el Latín…”. Y entonces supe que en aquel hombre, más comprensivo que la media y del que tenía muy buenos recuerdos, estaba la solución a aquello que llevaba dos meses carcomiéndome. Y se lo conté todo, tragándome las lágrimas que se me venían a los ojos… Se lo conté de un tirón, con toda la vergüenza y el remordimiento acumulados. Me escuchó sin dejar de mirarme, sin interrumpirme, sin preguntarme nada… Aún parece que lo veo… Me puso una mano en el hombro y me dijo, lo recuerdo bien: “Pásese por la farmacia esta tarde, Urriens. Y traiga con usted ese dichoso libro, que ya lo reintegraré a su sitio en cuanto tenga ocasión. Reflexione este verano sobre sus propósitos, Urriens, y hablaremos usted y yo de ellos más adelante”. Por la tarde, allí estaba yo, en la rebotica, rojo de vergüenza y tendiéndole el volumen… Él no habló. Le di las gracias, me hizo un gesto de asentimiento y salí. Nunca he olvidado ese catorce de julio de mil novecientos treinta y seis. Nunca he olvidado a don Jesús…». Y, al concluir el relato, le naufragaban los ojos entre lágrimas mientras se llevaba a los labios el vaso de café con leche aquel doce de agosto de 2003, sentados él y yo en la terraza del bar Rugaca.




ADENDA

  • El 18 de julio de 1936 triunfó en Huesca el golpe militar que derivaría en los cruentos años de guerra. Jesús Gascón de Gotor Giménez, nacido en Zaragoza, el 14 de septiembre de 1897, licenciado en Farmacia, profesor auxiliar de Dibujo, vicesecretario del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza de Huesca y militante de Izquierda Republicana fue detenido por los fascistas el 23 de julio de 1936 y asesinado bárbaramente en la tapia oeste del cementerio municipal, junto con cerca de un centenar de oscenses, el 23 de agosto de 1936.
  • El Instituto Provincial de Segunda Enseñanza de Huesca, donde cursaron estudios Joaquín Costa, Santiago Ramón y Cajal, Ramón Acín Aquilué y otros ilustres personajes, se transformó en cárcel durante la guerra y perdió su condición de centro de enseñanza para convertirse, en 1967, en sede del Museo Provincial; las antiguas estancias del palacio Real (Salón del Trono, Sala de la Campana y Sala de doña Petronila) forman parte del mismo.
  • Los cuantiosos fondos bibliográficos ubicados durante años en la Sala de doña Petronila fueron depositados, tras la (in)civil guerra, en el Colegio Mayor de Santiago y, posteriormente, pasaron a la Biblioteca Pública de Huesca y al Archivo Histórico.
  • En 1951 se inauguró, en el Ensanche de la ciudad, un nuevo y moderno edificio para albergar al alumnado de bachillerato. Al novísimo instituto, heredero del anterior, se le dio el nombre de Instituto de Enseñanza Media Ramón y Cajal.
  • Luisete/Luis/don Luis Urriens es un personaje ficticio sin cuyo concurso esta historia no hubiera sido posible. El resto de personas que se nombran, las localizaciones, descripciones y datos anexos se corresponden con la realidad.






NOTAS

[1] Expresión aragonesa que significa deprisa.

[2] Expresión que se traduce como tontos de remate.

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«Fertilidad»: Archivo personal


En la suave ladera donde asoman los muñones grisáceos de las raíces de los robles marcescentes que ribetean la cortada del río, se observan algunas setas aisladas y tempranas que emergen de entre el herbazal saludando al Otoño recién aposentado en la sierra, a apenas cien metros de donde Celsa y Brita, las dos cerdas truferas, ejercitan sus habilidades olfativas bajo la supervisión de Pablo e Izan. “¿Ya habéis empezado con las trufas?”, pregunta uno de los andarines. “No, no. Solo desentumecemos. Estas bichas llevan muy mal la inactividad”.


Suena el río arengando a las piedras erosionadas que se apelotonan, enmohecidas, en la margen izquierda, cerca de los matorrales de la umbría, todavía con restos de la helada nocturna en las inmutables hojuelas de bordes dentados.


Nueve kilómetros hacia el norte, en el luminoso solanar, se tienden los andarines sobre la hierba áspera de tallos vencidos y secos. Callan y haraganean —los cuerpos desmadejados— dedicándose sonrisas bobaliconas y aspirando la mezcolanza de efluvios —algunos incognoscibles— que impregnan el oxígeno. Reposan, junto a las formas humanas derrengadas, las mochilas livianas, con los botellines de agua, los sándwiches, las piezas de fruta y los portamascarillas desaparramados.


Sobre el pecho de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio se bambolea Patricia Highsmith, ofreciéndole al Sol, desde la contraportada de Los cadáveres exquisitos, su rostro amustiado.


Detiene el tiempo Cronos en estos silvestres Campos Elíseos donde humildes criaturas mortales amasan ensueños sabatinos.

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«In memoriam»: Archivo personal


…y allí, en la Sierra de Urbasa —donde los familiares quebrantahuesos derrotan al aire— recrea el cerebro, a menos de tres palmos del corazón acongojado, la angustiosa subida de los prisioneros, el aterrador sonido de las armas y el espantoso alarido de los moribundos arrojados al corazón de la sima…

…allí, al sur, en el mirador que dicen balcón de Pilatos, donde un oleaje de fresnos, hayas, olmos, mecen sus copas y graznan los cuervos mientras remontan los alimoches los más de novecientos metros de cortada en anfiteatro…

…y ella, con los pies tanteando el reborde pétreo del abismo y los ojos encharcados y salinos, fingiendo otear el mágico nacedero del río Urederra

…ella, cerrando, al fin, los ojos para abrirlos de nuevo y sentir sus lágrimas deslizarse, alígeras, hasta el mentón para impulsarse y fenecer entre las manos apretadas contra las rodillas.


En la Nada Infinita recita Pablo Neruda su Canto XII.

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«Jardín del Recuerdo»: Archivo personal


A quince kilómetros de Skopje, capital de la República de Macedonia, en la bullanguera —y pobre— ciudad-barriada de Suto Orizari, la Ciudad de las Gentes Gitanas —popularmente conocida como Šutka—, mora y aún sueña Cora-Lee.

Nacida en la ciudad de Bath (suroeste de Inglaterra), hija de una pareja de saltimbanquis romanichels (gitanos ingleses), Cora-Lee fue contorsionista y trapecista en el Blackpool Circus de Manchester, malabarista en el circo Knie suizo y acróbata a caballo en Berlín, actividad esta última que estuvo a punto de costarle la cárcel cuando se descubrió que Zimro K, el caballo przewalski sobre el que realizaba espectaculares giros y volteretas, había sido sustraído del zoo de Munich. Cora-Lee, que era tan ágil de cuerpo como de mente, se hallaba ya en la entonces República Socialista de Yugoslavia cuando la policía alemana se presentó ante el empresario circense para requisar a Zimro K y proceder a la detención de la artista gitana. “No robé el caballo”, afirma más de cincuenta años después, en una curiosa mezcla de rromanés e inglés. “Se lo compré a unos băeşi (gitanos húngaros). Pero sabía que no me creerían… ¿Quién iba a creer a una gitana…?

En sus primeros años en Yugoslavia ejerció de traductora ocasional y barrendera, terminando como secretaria de la preparadora del equipo nacional de gimnasia rítmica. En 1976, convertida en ayudante de dirección de un cineasta de escaso renombre —del que, además, era amante—, recaló en Suto Orizari en busca de escenarios para un documental sobre gitanos yugoslavos. La película no llegó a realizarse, pero Cora-Lee se reencontró con los suyos, con las gentes de su etnia. Y allí, en Suto Orizari, vivía cuando estallo la guerra entre los diferentes pueblos que conformaron Yugoslavia. En Suto Orizari asistió al acta de independencia de la República de Macedonia y vio expandirse la barriada-ciudad mientras gentes gitanas de diversa procedencia llegaban hasta el Nuevo No Paraíso huyendo de la miseria, la confrontación y el rechazo.


Cora-Lee, setenta y nueve años vividos plenamente, inglesa de nacimiento, yugoslava por necesidad y macedonia por convicción, es miembro del Partido de la Liberación Gitana de Macedonia. De su pasado circense solo guarda una fotografía que preside, discretamente enmarcada, el humilde comedor de su casa. En ella, una joven de cabellos muy cortos, vestida con un tutú de ballet, eleva una pierna en el aire mientras se sostiene con la otra, de puntillas, sobre el lomo de un hermoso caballo de escasa alzada.

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«Patetas»: Archivo personal


Yace Patetas, el viejo diablo recién rescatado de las entrañas de la Estalabartería [1] del Ayuntamiento, en la mesa de trabajo del taller de Emil, que se ocupa de su restauración y puesta a punto. Diecisiete años estuvo arrinconado el tradicional cabezudo tras el fallecimiento de Antonier de [Casa] Puimedón, que lo devolvía a la vida cada treinta y uno de octubre en la procesión vespertina de Almetas [2] y Totones [3], entre las disimuladas sonrisas de jóvenes y adultos y el temeroso respeto de la chiquillería, que contemplaba, inquieta, al demonio vestido con largo sayal oscuro, con la amplia capucha enmarcando el brillante rostro colorado de ojos saltones y boca dentona. “Lleva una máscara porque si le vierais la cara que tiene debajo os moriríais del horror”, decían los mayores a los más pequeños. Y se explayaban detallando las características de aquel rostro oculto, sin párpados, nariz ni labios, con el mentón carcomido y las mejillas horadadas supurándole un maloliente y negruzco pus. Pese a la certeza infantil de estar asistiendo a una farsa —reconocían perfectamente en aquellos maliciosos espíritus procesionarios vestidos de blanco a sus jóvenes convecinos— siempre quedaba la duda sobre quién se hallaba bajo el satánico cabezudo, y ese desconocimiento les producía más pavor que si el mismo Belcebú ascendiera del Averno para pasearse, blandiendo la zurriaga, entre las tinieblas del pueblo. Fue la señorita Valvanera, la maestra, quien puso fin a las especulaciones llevando a la escuela el cabezón de Patetas y al propio Antonier de Puimedón, pero ello no impidió que cada treinta y uno de octubre regresara el ancestral recelo ante la presencia de la diabólica figura que, en la celebrada Noche de las Ánimas, guiaba a los espíritus perdularios hasta las inmediaciones del cementerio.





NOTAS

[1] En arag., un estalabarte es un armatoste, un cachivache; una estalabartería sería, figuradamente, el lugar donde se almacenan estalabartes.
[2] En el Alto Aragón, ánimas de los difuntos que fallecieron violentamente o dejando asuntos pendientes; se pasean, invisibles, entre los vivos y son tan queridas como temidas.
[3] Id., ánimas guardianas de los cementerios; al igual que el Coco, tienen fama de llevarse con ellos a niñas y niños que permanecen despiertos durante la noche.

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«Cae la noche»: Archivo personal


«Cierro los ojos, me impulso y vuelo«, decía ella sin levantar la vista del entramado de petit point donde la aguja y el hilo tatuaban marcas coloristas e indoloras.

Mirábala él desde el lado en penumbra de la sala de lectura —en el ángulo oscuro del salón becqueriano— donde se relega a los parroquianos que no forman parte del grupo de tejedoras, y la imaginaba al borde de la cama, preparando su cita con el sueño, apretados los párpados a la realidad circundante y rindiendo la tensión de las mejillas al sopor repentino.

Veíala él difuminarse en el estuco blanqueado de la alcoba para hacerse fugazmente visible en los aleros, donde combaten el frío los gorriones, y ascender hasta los espantabruxas asida a las esporádicas volutas de humo rezagado que el viento conduce hacia la sierra.

Adivinábala él entre los azarollos, jugando al escondite con los mochuelos, lechuzas y murciélagos que ejercen de maestros de ceremonia de los espíritus sonámbulos temporalmente evadidos de la esclavitud cotidiana.

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