«Waiting»: Archivo personal
(…)
Loco —Nuestro anarquista, en pleno rapto… (ya veremos luego cómo encontrar entre todos un motivo más verosímil para ese gesto insensato)… se levanta de un salto, toma carrerilla… Un momento… ¿Quién le sirvió de estribo?
Comisario —¿De estribo?
Loco —Sí, ¿quién de ustedes se colocó junto a la ventana, con las manos cruzadas a la altura del vientre, así, para que él apoyara el pie, y ¡zas!, tomara impulso para volar por encima del parapeto?
Comisario —Pero, ¿qué está diciendo, señor juez, no pensará que nosotros…?
Loco —No, por favor, no se altere, simplemente preguntaba… Es que, al ser un salto tan grande con tan poca carrerilla, sin ayuda de nadie… pues no quisiera que alguien dudara…
Comisario —No hay nada que dudar, señor juez, se lo aseguro. ¡Lo hizo todo solo!
Loco —¿No había ni una de esas tarimas de competición?
Comisario —No
Loco —¿El saltarín llevaba zapatos con tacón elástico?
Comisario —No, nada de tacones.
Loco —Bien, así que tenemos, por un lado, un hombre de 1.60 escasos, solo, sin ayuda, ni escalera… Por otro, media docena de policías que, pese a encontrarse a pocos metros, uno incluso junto a la ventana, no llegan a tiempo de intervenir…
Comisario —Es que fue tan repentino…
Agente —No se figura lo ágil que era ese demonio, por poco no consigo sujetarle el pie.
Loco —Oh, ya ven, mi técnica de provocación funciona… ¿Le sujetó del pie?
Agente —Sí, pero me quedé con el zapato en la mano, y él se cayó.
Loco —No importa. Lo importante es que se quedara el zapato. El zapato es la prueba irrefutable de su voluntad de salvarle.
(…)
Dario Fo: MUERTE ACCIDENTAL DE UN ANARQUISTA.
Entre el bosque de pináculos y agujas neogóticas que conforman el tejado marmóreo del Duomo milanés, las voces de sorpresa y admiración ascendían hasta rozar el nubarrón adiposo que pendía sobre la Madonnina, cuyas hechuras de cobre recubiertas de oro lanzaban destellos con cada suave salpicadura de lluvia que, pausada y silenciosamente, descendía de la agrisada bóveda celeste.
Desde el húmedo otero abarcaban los ojos el mapa pétreo de la ciudad, con el inconfundible trazado de la Galleria Vittorio Enmanuelle que guarda, bajo su acristalada cúpula, el mosaico del toro sobre cuyos desdibujados testículos hacen girar los talones quienes, buscando o no la suerte que la leyenda atribuye a dicha acción, atraviesan la ruta de establecimientos carísimos que comunica la plaza de la catedral con la del Scala.
De regreso de Santa Maria Delle Grazie, con la decepción cincelada en los rostros ante la imposibilidad de ver el soberbio Cenacolo del maestro Leonardo, la llovizna se cargó de reproches.
—Si ya os dije que cerraban a las siete…
—Vamos mañana, a primera hora.
—…y todo por el Pinelli ese… Tiene narices. La lápida de un anarquista que se puede ver a cualquier hora contra una obra de arte… Quien os entienda que os compre.
—Que iremos mañana, pesada.
A poca distancia del Duomo, en la Piazza Fontana, una placa colocada en 1979 sobre la pared de la Banca Nazionale dell’Agricoltura, recuerda a las diecisiete víctimas mortales del atentado neofascista perpetrado el 12 de diciembre de 1969 y que, durante años, se atribuyó a grupos anarquistas. Otra placa, situada en los jardines del Palazzo del Capitano di Giustizia, recuerda a Giuseppe Pinelli, el anarquista italiano acusado falsamente como autor del atentado y que falleció al ser arrojado desde la cuarta planta de la prefectura policial donde estaba siendo torturado e interrogado por los hombres del comisario Luigi Calabresi. Pese a las pruebas forenses que indicaban lo contrario, la justicia determinó que no había motivos para inculpar a los policías encargados de la custodia de Pinelli.
En 2007 el Vaticano inició un expediente de beatificación del condecorado comisario Luigi Calabresi, asesinado en 1972 por un grupo de extrema izquierda.
Septiembre, 2016