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Crimen.
(Del lat. crimen).
1. m. Delito grave.
2. m. Acción indebida o reprensible.
3. m. Acción voluntaria de matar o herir gravemente a alguien.
En una pequeña ciudad aragonesa, a finales de los 60, un insigne intelectual y añoso catedrático de instituto que, en su mocedad, fue ferviente seguidor de la Gloriosa Cruzada, se refocilaba abrazando a sus pequeñas alumnas, sentándolas sobre sus rodillas, pasando sus manazas por las piernas de las niñas y “jugueteando” con el elástico de las braguitas mientras le decían la lección… Llevaba años haciéndolo hasta que el padre de una de las alumnas se presentó en el instituto. Nunca se supo de qué hablaron, pero al poco tiempo del encuentro las niñas salían a decir la lección distanciadas del profesor manoslargas.
Ni qué decir tiene que el laureado caballero —entonces conocido como “viejo verde” porque el término pederasta se ignoraba— era un catolicísimo prohombre que procesionaba, con fervor, en Semana Santa. Que su querencia por las niñas fuera pública —todos lo sabían pero callaban— no era un obstáculo para que se le considerara un hombre virtuoso y un intelectual de tronío.
Cuando murió, a los panegíricos que le dedicaron solo les faltaba una solicitud formal para que el Vaticano lo incluyera en el santoral. – Comentario (nº 48, pag. 5) aparecido en la versión digital de El Periódico de Aragón, bajo la firma En otro tiempo, el día 30 de marzo de 2010.
—Esa historia la tenía olvidada. Cuando pasó tampoco era muy consciente de si lo que ocurría estaba bien o mal.
—Bueno… Bien, lo que se dice bien, sabíamos que no estaba.
—Y tampoco lo comentábamos tanto. Éramos unas crías de diez u once años.
—Éramos rematadamente tontas…. Tontas de matrícula de honor.
—Pues a mí el hombre me dio asco desde que lo vi por primera vez. O eso es lo que me viene ahora a la cabeza.
—Era repulsivo… Repulsivo, viejo y literalmente baboso.
—Yo recuerdo el mal olor de su clase…
—…y la oscuridad que había en ese pasillo que debíamos recorrer. Era en la única asignatura que nos trasladábamos de aula.
—Desde la perspectiva de ahora, parece como si entonces, hace tantísimos años, todo estuviese preparado para facilitarle la tarea a aquel, a aquel…
—Facilitarle la tarea, no sé…. Pero nadie ignoraba lo que ocurría. Mi suegra, que estudió allí en los cincuenta, me comentó que hacía lo mismo con ellas, aunque las palpaba por encima de la ropa.
—Si entonces hubiéramos sabido lo que sabemos ahora…
—A mí nunca me llegó a sobar pero un par de veces que estuve sentada en un pupitre de la esquina, en diagonal a él, veía sus manos debajo de la falda de la niña que había sacado a decir la lección.
—Yo, las tres o cuatro veces que salí, me quedé muda y me mandó al sitio.
—Pues yo sí recuerdo cómo me pasaba las manos por las piernas… hasta el muslo. Me decía: “¿Has estudiado mucho, corazón?”
—¿Os acordáis que siempre había unas niñas que, por turnos, se quedaban con él a la hora del recreo?
—¿De nuestra clase…?
—De las dos clases. Las obligaba a ir para almorzar con él.
—¿Y alguna de ellas comentó qué ocurría durante esa media hora?
—No, que yo sepa. De eso ni se hablaba. Mejor no imaginarlo siquiera.
—¿Y a ti cómo se te ocurrió comentarlo en casa? Yo no lo hubiera hecho, en esa época, ni aun torturándome. Con lo pardilla que era entonces…
—Porque cuando noté que me metía los dedos por debajo de la braga me sentí… No sé si avergonzada… No sé cómo me sentí entonces exactamente. No sabría explicarlo. Pero yo también me quedé muda. Como tú… Y no creáis que se lo dije a mis padres por el magreo en sí, sino porque como no supe explicar la lección temía que me cateara… Así de estúpida era entonces..
—Sólo éramos unas crías…. Unas crías que no entendíamos muy bien qué estaba pasando. Y él era el profesor.
—Lo sé. Lo sé. Pero me encorajina la simplicidad de mis diez años. Yo sólo quería justificar ante mis padres un posible suspenso. Por eso les conté que el profesor me había tocado ahí abajo… Al día siguiente, mi padre, en lugar de ir a trabajar, me llevó al instituto y habló con el director…
—Qué fuerte.
—Tuvieron que sujetarlo para que no le partiera la cara al catedrático y le dijeron que yo era una niña con mucha imaginación. Eso fue todo. Pero a partir de entonces ya no se me pidió que saliera a la tarima y mis exámenes de sobresaliente en su asignatura se convirtieron en un triste bien en la nota final de curso, así que fui la única perjudicada.
—Pero no volvió a tocar a nadie…
—Eso creo. Al curso siguiente tuvimos nuevo profesor, ¿os acordáis…?, y se zanjó el tema.
—Ya iba bien servido, ya. Años y años sin que nadie le estropeara la… diversión al reputado intelectual abusador.
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NOTA
Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 3 de abril de 2010.
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