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Archive for the ‘Nada humano me es ajeno’ Category

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«Calle Waliców, 14 (Varsovia)»: Archivo personal

 

En el libro Patas arriba. La escuela del mundo al revés, de Eduardo Galeano (1940-2015), hay un cuentecillo que, bajo un barniz de cuarteada frivolidad, oculta un mazacote de amargura. Dice así: «El hombre encontró la lámpara de Aladino tirada por ahí. Como era un buen lector, el hombre la reconoció y la frotó. El genio apareció, hizo una reverencia y se ofreció: ‘Estoy a tu servicio, amo. Pídeme un deseo y será cumplido. Pero ha de ser sólo un deseo’. Como era un buen hijo, el hombre pidió: ‘Deseo que resucites a mi madre muerta’. El genio hizo una mueca. ‘Lo lamento, amo, pero es un deseo imposible. Pide otro’. Como era un buen tipo, el hombre pidió: ‘Deseo que el mundo no siga gastando dinero en matar gente’. El genio tragó saliva: ‘Este… ¿Cómo dijo que se llamaba su mamá?’».

Me vino a la memoria la fabulilla del autor uruguayo en tanto evocaba la visita a aquel edificio abandonado, en el número 14 de la calle Waliców de Varsovia, uno de los pocos que quedaron en pie tras la destrucción de la ciudad por los nazis. Adosada y formando parte del gueto judío devastado, aquella casa de finales del siglo XIX, con dos apartamentos —muy bien acondicionados en su época— en cada una de sus siete plantas y amplios sótanos que se podían reconvertir en viviendas y bajos comerciales, mostraba todavía rastros de su elegancia de antaño, cuando los inquilinos que la habitaban le daban vida envueltos en los sonidos cotidianos de la ciudad. Allí, entre sus paredes, moraron familias judías y cristianas; artistas y comerciantes; comunistas y liberales, hasta que la ocupación nazi trastocó todos los sueños y demolió la esperanza.

El estruendo de bombas y disparos destrozó la rutina y las viejas canciones se transformaron en aullidos desgarradores. El dolor, el polvo, el hambre y la muerte se hicieron fuertes en Varsovia, en el gueto y en el número 14 de la calle Waliców, condenado a ser referente del terror para tantos ojos futuros que, como los míos, contemplarían y captarían el pavor de un pasado que itinera, regresa y explosiona delante nuestro.

Donde ayer fueron Varsovia o Dresde, hoy son Mariupol o Rafah. Las bombas nazis sobre Varsovia o las de los aliados contra la población civil de Dresde tenían el mismo propósito que las de Putin sobre Ucrania o las de Netanyahu sobre Gaza: Aterrorizar y aniquilar a la población no combatiente. Como no pueden dar el golpe efectivo a los gobernantes y cuadros militares —o a los sanguinarios terroristas de Hamás, en el caso de Israel— se ceban con la ciudadanía inerme.

(Y pienso en la lámpara mágica del cuento de Galeano, tan inoperante como apelar, ante los verdugos de antes y ahora, a la compasión, a la humanidad).

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10julio1910

«Primera manifestación feminista. Barcelona, 1910»


A las cuatro de la tarde de aquel calurosísimo 10 de julio de 1910, comenzaron a llegar los primeros grupos de mujeres a la barcelonesa plaza de Urquinaona. Habían sido convocadas por la Sociedad Progresiva Femenina, entidad que aglutinaba a diversas asociaciones de ideario feminista que seguían la estela de su fundadora, Ángeles López de Ayala Molero (1856-1926), una intelectual republicana, librepensadora y laicista que, ya en 1891, había constituido, junto con la anarquista Teresa Claramunt Creus (1862-1931) y la espiritista Amalia Domingo Soler (1835-1909), la Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona, una de las primeras organizaciones feministas de la historia.

A las cuatro y media de la tarde, la riada de manifestantes (se calcula que había más de 20.000) se puso en marcha en dirección al Gobierno Civil, coreando el lema principal que podía leerse en la pancarta-estandarte de color rojo que encabezaba la manifestación: Abajo el clericalismo. Viva la libertad.

Apoyadas por las Juventudes Radicales, que ejercían de cordón de seguridad para evitar incidentes con los viandantes, las mujeres  —algunas portando pequeñas caricaturas de la República dando una patada en el culo de un fraile—  llegaron a su destino. Antes de la alocución de López de Ayala recordando a sus compañeras las razones de la convocatoria y el compromiso personal de las asistentes en la defensa de sus derechos, se entregó en la Secretaría del organismo gubernamental un pliego —refrendado con las firmas de 22.000 mujeres— exigiendo la limitación del poder de la Iglesia Católica. Porque de lo que se trataba era de exponer públicamente el rechazo femenino al dominio eclesiástico en todos los ámbitos de la vida, dejando claro que “las mujeres somos seres humanos con capacidad para pensar por nosotras mismas, tomar nuestras propias decisiones y actuar en consecuencia”.


Que la perseverancia en las proclamas de aquellas protagonistas de la primera manifestación feminista de la historia de España tenía más detractores que avalistas lo demuestran los continuos sinsabores padecidos por Ángeles López de Ayala que, además de ser encarcelada en tres ocasiones por la exposición de sus ideas, sufrió diversos atentados contra su integridad y el incendio provocado de su vivienda en Santander. Que en la actualidad, transcurridos ciento catorce años de la histórica marcha, pervivan actitudes patriarcales edulcoradas, cuando no abiertamente sexistas, evidencian que, pese a todo el camino avanzado, resta todavía un buen trecho por desbrozar.

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«Entrada de la antigua prisión del monte Ezkaba (Pamplona)»: Archivo personal


  • EL FUERTE.- En 1878, en el monte Ezkaba próximo a Pamplona, a más de 800 metros de altitud y como defensa navarra contra las arremetidas carlistas, mandó construir Alfonso XII un fortín militar que lleva su nombre, aunque es conocido popularmente como fuerte de San Cristóbal o de Ezkaba. Considerado obsoleto en 1919, no fue hasta 1934, durante la II República, cuando la fortaleza se convirtió en penal para presos peligrosos y políticos —algunos de ellos relacionados con la Revolución de Asturias—. Estallada la guerra (in)civil, los golpistas mantuvieron el fuerte como cárcel, en este caso para prisioneros republicanos, hasta su cierre definitivo en 1945.

    Propiedad del Ministerio de Defensa, el fuerte de San Cristóbal fue declarado Bien de Interés Cultural en el año 2001.



  • LA FUGA.- El 22 de mayo de 1938, con una población reclusa de unos 2.500 hombres encarcelados en condiciones infrahumanas, se produjo en el bastión de San Cristóbal una de las huidas más numerosas y trágicas de la historia de España: 795 presos republicanos consiguieron escapar, organizándose de inmediato una caza implacable que, dada la topografía del terreno y el paupérrimo estado físico de los fugados, no tardó en dar sus frutos a favor de los administradores de la fortaleza.

    Doscientos seis presos fueron abatidos in situ por sus perseguidores y quinientos ochenta y seis detenidos y regresados a sus lóbregos cubículos en las semanas siguientes —catorce de ellos, acusados de ser los cabecillas de la fuga, serían fusilados en agosto de ese mismo año—. Tan solo tresJovino Fernández, Valentín Lorenzo y José Marinero— de los setecientos noventa y cinco republicanos evadidos, burlaron a sus rastreadores y consiguieron llegar a Francia.



  • LA VISITA.- Antes de las nueve de la mañana ya han llegado las treinta personas que se inscribieron para realizar una visita guiada por el interior del fuerte de San Cristóbal. Hace frío. Mucho. Una mujer de mediana edad, arrebujada en un plumífero, comenta el malestar que se ha apoderado de ella pensando en “esos pobres de aquel entonces malviviendo con la climatología extrema de Pamplona”, a lo que un joven, de poco más de veinte años, le replica: “Por la climatología, el hambre, las enfermedades, los maltratos…”. Hay, amén de curiosidad, cierta desazón en algunas miradas pese a lo poco que se atisba a través de la reja externa [FOTO]. Los tres amables guías dirigen al grupo hacia el interior. Los visitantes marchan despacio, flanqueados por viejos edificios [FOTO] mientras uno de los guías realiza indicaciones: “Vamos a atravesar ese arco para acceder a las celdas[FOTO]. El recinto carece de luz eléctrica y solo las linternas ayudan a vislumbrar los diferentes espacios. “Estos eran los locutorios[FOTO], señala. Cada estancia sobrecoge. En algunos habitáculos todavía son visibles las inscripciones dejadas en la pared por quienes allí vivieron su calvario [FOTO]. A ratos, entre los escasos y puntuales murmullos de quienes observan cada recodo del lugar en este invierno de 2024, parecen escucharse los susurros de aquellos hombres desesperanzados entre mugre, endeblez y padecimientos.

    La salida de este Lugar de Memoria es, para algunos de los visitantes, casi una liberación. Hay suspiros y respiraciones profundas, como si las dos horas pasadas reviviendo el abatimiento de otros seres humanos entre esos deslucidos muros, hubieran enlentecido, hasta casi anularla, la función pulmonar.

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«Bajo la aparente calma del agua»: Archivo personal


En los años sesenta, la empresa paraestatal ENHER construyó el embalse de Mequinenza, que anegaría las tierras y parte del pueblo bajocinqueño, siendo trasladada la localidad a otra zona de nuevas edificaciones y con el mismo nombre. Para aplacar al vecindario, que no se oponía a la construcción del pantano pero exigía, a cambio, compensaciones justas, la empresa se comprometió a respetar las viviendas del pueblo viejo que no formaran parte de las zonas a inundar; a realizar catas en la Iglesia de la Asunción y la Casa Parroquial para establecer, según su estado, si quedaban en pie o eran derruidas; a indemnizar sin dilaciones y correctamente a los vecinos expropiados y a contratar en obras de la ENHER a aquellas personas que, dedicadas a labores agrícolas o mineras, perdieran su trabajo al quedar sus tierras bajo el agua y las vetas inoperativas. Pero finalizado ya el pantano y a punto de abrirse las compuertas hidráulicas, el incumplimiento de las promesas soliviantó a parte del vecindario mequinenzano. “Trasládense y recibirán la indemnización”, decía la empresa. “Cumplan lo pactado y nos iremos”, respondían las treinta y ocho familias díscolas que se negaban a abandonar sus casas mientras no se solucionara su futuro.

Entre quienes se mantenían en sus trece estaba mosén Eduardo, el cura del pueblo, que, solidario con los vecinos rebeldes, se negaba a trasladarse a la Casa Parroquial del pueblo nuevo, a la vez que protegía la iglesia de la picota que sabía caería sobre ella si él abandonaba. Toda vez que la vivienda del cura había sido expropiada en 1969, los directivos de la empresa denunciaron  la actitud del sacerdote ante el todopoderoso arzobispo de Zaragoza y recalcitrante defensor del Glorioso Alzamiento, Pedro Cantero Cuadrado, que mandó llamar a Eduardo Royo en septiembre de 1970 exigiéndole abandonar la vieja vivienda sacerdotal, orden que se negó a acatar mosén Eduardo mientras, dijo, “no haya salido el último vecino del pueblo viejo”.

Los tira y afloja entre el arzobispo, conchabado con la ENHER, y el sacerdote Eduardo Royo y los vecinos se mantuvieron hasta enero de 1972, cuando un ultimátum del arzobispo llevó al mosén a atrincherarse en la Casa Parroquial acompañado de los curas párrocos de Fabara, Maella y Nonaspe. Las amenazas del jerarca católico y la empresa llegaron a tal punto que, para coaccionar a los encerrados, se subió el nivel del agua hasta la altura del suelo de la iglesia. Pero Eduardo Royo y sus tres compañeros, a los que se habían unido otros sacerdotes de la zona, no transigieron.

El 9 de abril de 1973, el arzobispo Cantero Cuadrado autorizó, con un mandato del Gobernador de la provincia, la entrada por la fuerza de la Guardia Civil en la vivienda del cura, de la que tiraron la puerta abajo desalojando sin contemplaciones a mosén Eduardo y a quienes en ese momento compartían con él encierro voluntario. El cura se trasladó, entonces, a una casa del pueblo viejo de Mequinenza y continuó celebrando misa en el antiguo templo.

Destituido de su cargo por Cantero Cuadrado el mismo día que se abría al culto la iglesia recién construida en el pueblo nuevo, Eduardo Royo todavía tuvo el arrojo de enfrentarse a su superior eclesiástico celebrando, a las 12 de la mañana del 16 de septiembre de 1973, la última misa en el Mequinenza amenazado, a la vez que se inauguraba el pueblo nuevo de Mequinenza, en cuya plaza principal, sin apenas mirones, se concentraron autoridades civiles, militares y eclesiásticas…

Y dicen que, aquel día, en el pueblo viejo de Mequinenza, el templo condenado al derrumbe y dedicado a Nuestra Señora de la Asunción, donde Eduardo Royo celebraba la última Eucaristía, estaba a rebosar de fieles y curiosos.



En junio de 1974, la Dirección General de Obras Públicas dio la razón a los vecinos que, durante años, habían reclamado las indemnizaciones que les correspondían. En 1980, la antigua iglesia del pueblo viejo, construida en 1803 y de la que había sido párroco mosén Eduardo, fue derribada. Sus cimientos todavía son visibles.

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«Memoria doliente»: Archivo personal


Se emplearon a fondo, según refiere el hijo de un testigo: “El 23 de agosto los enterradores no daban abasto para transportar gente con carretillas hasta la fosa que habían excavado. La sangre lo empapaba todo. Cuando estaba cargando a un hombre, el enterrador se dio cuenta de que todavía estaba vivo, y se lo dijo a un oficial de la Guardia Civil que estaba de vigilancia en el cementerio. El guardia le contestó: ‘Esto lo arreglo yo enseguida’. Cogió la pala del enterrador y a golpes le machacó la cabeza al moribundo y de este modo lo remató”.- Los ‘buenos vecinos’ de Huesca, de Víctor Pardo Lancina.



Despierta la ciudad y retrocede, agónico, el tiempo consumido aleteando sobre los viejos edificios que la memoria aprendida recoloca y tiñe de blanco roto, azabache y grises. Ascienden las emociones por la empalizada de los recuerdos susurrando los nombres de todas y cada una de las martirizadas víctimas de aquel horrendo festín de odio y sangre cuyo hedor se cuela por las rendijas del tiempo transcurrido.



«Yo, que a menudo me siento abrumado en medio de tanto dolor, en nombre de las víctimas, sobre todo de las que todavía permanecen en las cunetas o en anónimas fosas comunes, deseo que mientras los muertos no tengan una lápida en la que poder leer su nombre, los verdugos tampoco puedan descansar en paz».- Víctor Pardo Lancina, periodista y escritor oscense, en el capítulo, Escenas de un guión inacabado, del libro colectivo, publicado en 2004, Literatura, cine y Guerra Civil.



En Memoria, amarga y viva, de los hombres y mujeres que, entre el mediodía y las nueve de la noche, fueron masacrados en Huesca, en la atroz saca del 23 de agosto de 1936.

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«El avezado girasol»: Archivo personal


Por el caminito de la calle Saguesgaña de Zizur, donde se acentúa el recuerdo de nuestra memorable Izarbe entre los girasoles que van abriéndose a la calidez de este húmedo entretiempo, ya no habrá más encuentros con Vitorieta, la señora ayerbense que recorría la acera ayudada por un divertido andador de colorines y siempre acompañada por su nieto Gaizka. Victoria  —Vitorieta, como le gustaba ser llamada—  falleció a primeros de este mes, el misma día de su noventa y siete cumpleaños, en Pamplona, ciudad a la que se trasladó en 1956, tras matrimoniar con un hostelero navarro al que había conocido en Huesca. Quizás, en ese Lugar del Otro Lado al que tantas veces se refería, se haya tropezado con Izarbe y le hable de “los teatreros y el Poeta” que llegaron, aquel verano de 1933, a Ayerbe, su pueblo, cuando no era sino una mocosilla de siete años y jugando a la cú del escondite con sus amiguitas, entre el entarimado a medio montar, resbaló en la tierra y terminó llorando con un rasponazo en la rodilla que el Poeta, tras restañarle la sangre con un pañuelo, le sopló hasta convertir el llanto en sonrisa. Eso explicaba ella que le había contado, varios años después, su madre, cuando el Poeta llevaba bastante tiempo muerto y aquella fotografía que el retratista itinerante había hecho a los faranduleros (ellos, con el mono azul y el logotipo de la máscara sobre la rueda de un carro; ellas, de igual color el vestido, y un cuellecito blanco) con los críos del pueblo, delante de la camioneta La Bella Aurelia… —ay, aquella foto— había acabado hecha pedacitos cuando, bien entrada la posguerra y con el miedo presidiendo cada jornada, la madre de Vitorieta supo que el Poeta, de nombre Federico García Lorca, —“un rojo de mala vida”, le dijeron las pías damas de la Sección Femenina de Ayerbe— había sido fusilado por los vencedores al iniciarse la guerra, los mismos o de idéntico pelaje de los que había conseguido escapar su marido y padre de Vitorieta en 1939, y del que, en 1964, les avisarían por carta desde Francia que había muerto de un infarto.



NOTA

Desde julio de 1932 hasta abril de 1936 el teatro universitario ambulante La Barraca, bajo la dirección de Federico García Lorca y Eduardo Ugarte, recorrió 74 localidades españolas (entre ellas, Ayerbe, Jaca, Canfranc y Huesca) con un repertorio de trece obras de teatro clásico, dentro del proyecto de las Misiones Pedagógicas que se llevaron a cabo durante la Segunda República.

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«Donde sangran las amapolas»: Archivo personal


En una entrevista concedida al Heraldo de Aragón en 2002, le explicaba Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) a Antón Castro cómo y por qué había nacido su novela Concierto al atardecer [reeditada en 2023], en la que, a través de Alonso, protagonista y alter ego, el escritor evoca, con cierto sentimiento de culpa por ser uno de los sobrevivientes, a los compañeros con los que compartió encarcelamiento, horror y desesperanza en el Seminario de Teruel, transformado en presidio, aquel durísimo invierno de 1937, que solo se diferenció de los terribles meses anteriores en el rigor climático.

Había abrazado a muchos amigos, más de veinte, y había despedido a un centenar de hombres que pensaban que iban a trasladarlos a otra cárcel y los llevaban a fusilar. Eso fue verdaderamente horrible y superarlo me costó una vida entera. Padecía pesadillas por las noches, le confesaba a su entrevistador. Y recordaba que en ese lugar sufrió el horror, el hambre, notabas los dolores en el estómago. Te pegaban, aunque tampoco eran palizas. Vivías en la incertidumbre del pánico. Adquirí el compromiso personal, conmigo mismo y con la memoria de los caídos, de decir lo que ellos no habían podido decir. Así nació mi novela… Además, se producía un hecho espeluznante: los que lo sabíamos estábamos comprometidos a mantener la moral de los que creían que la saca era un traslado de cárcel y no un viaje hacia la muerte. Imposible el olvido.



A VOSOTROS,

mis amigos de cárcel, compañeros de estupor y del espanto,
muchos de cuyo nombre no me acuerdo o nunca lo he sabido,
rostros que se presentan un instante y quizás se confunden,
ojos puestos bajo distinta frente,
una voz de su boca enajenada,
un gesto desprendido de qué manos
o apenas simplemente un estar en silencio…

otros viviendo fuera de su muerte en mi memoria intactos,
Joaquín Muñoz, Segura, Vilatela,
el médico Barea y Francisco Lafuente
y Vázquez y Morales, Pedro Gálvez,
los Tablones, los Chanos y Victorio y el chato de las minas
y aquél ¿cómo era aquél? y el otro, el otro, el otro…

lívidas tardes, madrugadas lívidas,
el terror gota a gota, fuente, arroyuelo, río
desbordándose oculto por los nervios,
un tiempo sin relojes, largas horas brevísimas
y el corazón en tempestad tan aquietado…

hace treinta y cuatro años en estas mismas horas
en que sin convocarnos me venís a los versos,
tuvimos la más honda hermandad, compañeros
sentados a la puerta del alma para esperar la muerte,
el sacrificio inútil mas la esperanza cierta…

estas palabras mías que empezaron a andar sin yo saberlo
hace treinta y cuatro años cuando juntos
hicimos la antesala de la muerte
y estuvieron andando en el estrépito de cañones y músicas triunfales,
hurtándose a exquisitas vigilancias y anatemas feroces,
a la debilidad y al desaliento de tan gastados días,
os las devuelvo ahora,
las desando,
pronunciando en voz alta vuestros nombres
que desde lejanías de espacio y tiempo vuelven a aquel instante mismo
y estoy junto a vosotros aguardando la lista,
qué guijarro tan hondo cayendo en el silencio de cada nombre,
qué tirón de los ojos a los ojos amigos,
qué soledad desamparada quedándose detrás a cada paso,
apretadas las manos sobre el temblor de otras lejanas manos
quizás tan confiadas en el lecho tarado por la ausencia,
y os vuelvo a ver y quiero
ser absolutamente fiel a mi mirada,
os veo ir al encuentro de la muerte sabiendo
que no hay sedas que cubran la desnudez del crimen.

—Poema de Ildefonso-Manuel Gil contenido en el libro De persona a persona, publicado en 1971—



Tras su excarcelación, Ildefonso-Manuel Gil, que había estudiado Derecho, se doctoró en Filosofía y Letras y se concentró en la Literatura y en esas clases que daba, casi de tapadillo, en centros de enseñanza privados  —como el colegio Santo Tomás de los Labordeta, que acogía a muchos enseñantes aragoneses depurados por el franquismo—  para sacar adelante a su recién formada familia (se casó, en 1943, con Pilar Carasol Torralba, alumna suya de bachillerato en el colegio Santo Tomás) que iba aumentando poco a poco. ¿Su ilusión? Ser catedrático de Literatura, pero para ello debía firmar el exigido certificado de adhesión al Movimiento. Me acordaba de los amigos a los que había dado un abrazo porque los iban a asesinar, y… ¿cómo iba yo a hacer una adhesión a Franco?.

En 1962, sabiendo que su negativa a avalar la dictadura le impediría acceder a la ansiada cátedra, se trasladó con Pilar y sus hijos a Estados Unidos, donde nacería la menor de sus cinco retoños. Allí, lejos de España y con un contrato de docente universitario bajo el brazo, pudo empezar a redactar su sobrecogedora novela Concierto al atardecer, que llevaba casi treinta años gestándose en su mente y tardó otros treinta en ser publicada.

Entremedias, este vate, honesto y fiel a sus ideales —que prefería ser llamado poeta de la Generación de la República y no de la que se ha terminado denominando Generación de 1936, por tratarse, decía, de un año nefasto en la historia de España— ejerció de profesor de Literatura Española en la Rutgers University y dio conferencias y lecciones magistrales en centros universitarios de Estados Unidos y Canadá, sin dejar jamás de lado el motor de su vida, la escritura, actividad a la que siguió dedicándose también, con su puntilloso y reconocido estilo, a su regreso a España en 1985 y hasta su muerte en 2003.

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Humana apariencia

«De humani corporis fabrica»: Archivo personal


En el Archivo Histórico Nacional, entre los expedientes ejecutados por el Santo Oficio, se halla el legajo 234 (exp. 24), en el que se reflejan, de manera harto prolija, las acusaciones, declaraciones y disposiciones judiciales que el Tribunal de la Inquisición de Toledo, presidido por Lope de Mendoza, incoó y ejecutó contra María del Caño y Elena de Céspedes, ambas acusadas de sodomía y profanación del sagrado vínculo matrimonial y, la segunda encausada, además, de usurpación de vestimenta masculina, bigamia, herejía, apostasía y hechicería, cargos que a la rea Elena de Céspedes le acarrearon, en el Año del Señor de 1588, la confiscación de bienes, diez años de trabajo hospitalario sin retribución y doscientos azotes que recibiría, en públicos Autos de Fe, en dos tandas de cien, en las localidades de Yepes y Ciempozuelos. María del Caño, merced a los esfuerzos de Elena para probar su inocencia y desconocimiento, obtuvo, indemne, la libertad, con la prohibición expresa de mantener cualquier tipo de contacto con la condenada.

La extraordinaria y novelesca historia de Elena de Céspedes —mulata y esclava herrada en ambas mejillas, que halló la libertad y el amor transformada en hombre y cuyo empecinamiento vital estuvo a punto de costarle la vida— es la historia de la lucha de un ser humano por vivir y sentir de acuerdo a sus propias convicciones, en una sociedad donde el papel de la mujer carecía de relevancia y su supeditación a los dictados masculinos no se cuestionaba.


Elena, nacida mujer en 1545, pobre y libre —aunque herrada en la adolescencia en el rostro, cual esclava—, originaria y con residencia en tierras granadinas, hija de la esclava africana Francisca y del bien situado comerciante Benito de Medina, en cuya casa laboró como criada hasta matrimoniar obligada con un albañil, Cristóbal Lombarda, que la abandonó, embarazada, a los tres meses de la boda, juró ante el Tribunal de la Inquisición que su condición física de mujer se vio extrañamente mermada tras el nacimiento de su hijo —al que, por no poder alimentar, hubo de dejar con unos panaderos—, advirtiendo, tras el parto, que en sus partes femeninas le habían nacido unas excrecencias similares a las que poseen los hombres en las suyas, aunque de tamaño más discreto y que, un tiempo después, notó cómo aquello que podía ser un pene aumentaba de volumen cuando se hallaba junto a mujeres de su gusto, por lo que entendió que podía ser hombre como antes había sido mujer.

Tras una reyerta pública, en la que laceró con un cuchillo a un hombre que se propasó con ella —acción por la que fue condenada a pasar un tiempo en la cárcel—, Elena decidió fajarse los pechos y vestir de hombre —haciéndose llamar Eleno de Céspedes—, entendiendo que era la única solución para moverse libremente y establecerse como cirujano, oficio que desempeñó —tras haber sido criada, sastre, calcetera…— el resto de su vida y en el que tuvo ocasión de ejercitarse en la Revuelta de las Alpujarras, donde sirvió diligentemente como soldado y sanador bajo las órdenes de Luis Cristóbal Ponce de León. Por esa época, Elena —ya como Eleno— había tenido contactos carnales satisfactorios con mujeres que, en ningún caso, dudaron de su masculinidad.

El día que Eleno de Céspedes conoció a la joven María del Caño y se enamoró de ella, comenzó la cuenta atrás que daría con sus huesos en la prisión inquisitorial de Ocaña, reo de cargos susceptibles de transportarlo a las hogueras donde se quemaba a quienes se rebelaban contra los sacrosantos preceptos establecidos. Porque Eleno de Céspedes no sólo se enamoró de María del Caño, sino que decidió casarse con ella, circunstancia que llevaba aparejada una obligatoria revisión médica para comprobar que el futuro desposado estaba en posesión de los atributos necesarios para la generación. En el caso de Eleno, el médico que comprobó su masculinidad fue don Francisco Díaz, médico personal de Felipe II, que no encontró impedimento alguno para que se llevara a cabo el matrimonio canónico, a celebrar en Yepes.

Casados Eleno y María en 1586, parecía que la felicidad sería vitalicia, mas no duró sino un año. El 17 de julio de 1587, un hombre —se cree que el mismo al que había acuchillado años atrás en Granada— la reconoció y la denunció a las autoridades civiles bajo la acusación de “mujer que iba vestida de hombre y convivía en aparente matrimonio con otra mujer”, delito que atrajo al Santo Oficio toledano, que encarceló al matrimonio, hizo revisar a Eleno por el galeno real y otros doctores designados, que confirmaron —retractándose esta vez don Francisco Díaz de su primigenia opinión— que se trataba de una fémina, y enjuició a ambas dictando la ya conocida sentencia.

En su descargo, Elena alegó que aquellos atributos que el médico de Felipe II había confirmado, en la primera revisión, como masculinos, los había ido perdiendo a trozos putrefactos debido a un cáncer, raspándose ella misma, por sus conocimientos de cirujano, los restos adheridos a la carne y sin conocimiento de su esposa María de Caño, con la que hacía unos meses que no intimaba.


En 1589, se pierde para siempre la pista de Elena/Eleno de Céspedes y de su amada María del Caño, aunque se cree que los servicios hospitalarios a los que fue condenada atrajeron infinidad de pacientes pobres, dada su generosidad y buen hacer. O eso asegura el catedrático y escritor Agustín Sánchez Vidal en su espléndida novela Esclava de nadie, ganadora, en 2011, del Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, en la que, con la minuciosidad acostumbrada, el autor recrea la vida de la impetuosa alhameña Elena de Céspedes a partir de la documentación archivada sobre su juicio y condena.




ANEXO

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NOTA

Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 14 de septiembre de 2019.

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«Rojos»: Archivo personal


Un Ramón J. Sender (1901-1982) absorto, levemente hosco, con el sombrero borsalino colocado distraídamente sobre la noble cabeza encanecida, resalta entre la amalgama de ocres y naranjas, con tenues trazos rojizos, de la pared que comparte con su amigo Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) y su compañero epistolar Joaquín Maurín (1896-1973). Cerca, sonriente y juvenil, Ana María Navales (1939-2009) contempla al circunspecto Miguel Labordeta (1921-1969) levemente girado hacia un pensativo Francisco Carrasquer (1915-2012).


Sobre el atril, Siete domingos rojos, la novela elegida por la señorita Valvanera para el libro-fórum.

La mejor. La del Sender más ágil. Su primera mirada crítica hacia el modus operandi anarquista de la etapa republicana, antes de buscar su sitio en el comunismo, al que terminó detestando para crear su propia rebeldía, siempre con los retales de sus desgraciados recuerdos.


Silencios. Los mismos silencios del Ramón doliente, jamás recuperado del asesinato del hermano, Manuel Sender Garcés, y la esposa, Amparo Barayón.

A Manuel Sender Garcés, el amado hermano, abogado de 31 años, miembro de Izquierda Republicana, que había sido alcalde de Huesca en dos ocasiones, lo fusilaron los fascistas el 13 de agosto de 1936, junto a Mariano Carderera, alcalde en ejercicio, Mariano Santamaria, teniente de alcalde y Miguel Saura Serveto, cenetista benasqués. Una lápida [FOTO], colocada el 14 de abril de 2003 sobre la fosa compartida en el cementerio oscense, los recuerda.


Silencios. Exilio. Recuerdos rotos de aquella Amparo, exultante, de los años treinta, trabajadora de Telefónica, experta mecanógrafa y ágil pianista a la que ronda Ramón en 1931 y que le sería arrebatada el 11 de octubre de 1936, asesinada en Zamora por ser la esposa del escritor aragonés.


Silencios. Exilio. Crepita el dolor en las entrañas. Se inflama. Arde. Se eternizan las llamas. Se suceden los libros. Dolor. Charlas. Amargura. Libros. Conferencias. Dolor. Dolor.


Y entonces dijeron que venía. Venía a España. Venía a Huesca. ¡Venía a Huesca! Sender regresaba a su tierra. Daría una conferencia en el Centro Cultural Genaro Poza.

Ramón José Sender había previsto viajar a Huesca en domingo, el 2 de junio de 1974, pero impuso una condición: que se depositara un ramo de flores sobre la fosa donde se sabía que reposaban los restos de su hermano Manuel. Idas y venidas de los organizadores. Miedo. Sender, firme: Solo irá a Huesca cuando la tumba de su hermano sea señalada con un ramo de flores. Miedo. Cuchicheos. Llamadas al Gobierno Civil. Murmullos. Las autoridades franquistas ceden y Manuel Sender Garcés, vilipendiado, asesinado y sepultado en el obligado olvido, obtuvo su ofrenda floral. Entonces, y solo entonces, Ramón José Sender se asomó a la ciudad que tanto le dolía y desgranó sus recuerdos de un verano  —de hace tanto, tanto, tanto tiempo—   pasado en el Pirineo.


Mora Sender entre los cromáticos muros del ala aragonesa de la Biblioteca del Barrio, donde sisean las hojas y susurran los seres retratados. Sobre el atril, el libro. Y un grupo de sombras que, en silencio, caminan hacia la puerta dejando tras de sí recuerdos y penumbra.

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«La alambrada»: Archivo personal


Yo no podría vivir en una sociedad donde todos hicieran,
pensaran y vistieran lo mismo,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
donde todos cantaran las mismas canciones,
canciones que hablan de gente predestinada a ganar o a perder,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
donde no se pudiera ser viejo,
feo, gordo, flaco, bajo, alto o negro,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
dominada por el cálculo material,
donde las cartas estuviesen marcadas
y las reglas del juego prefijadas desde antes de nacer,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad donde la política
hubiese quedado exclusivamente en manos de los políticos
y el único principio moral fuera perro come perro,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
hecha de vacío y telerrealidad,
de banners, links, mails, sms, facebook y demás,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad donde los amigos fueran
puntos de luz en una pantalla,
cuerpos que no olieran, no tuvieran sabor,
no pudieran abrazarse ni hacerles cosquillas,
pero es en este mundo donde vivo,

en este mundo
donde vivo.

Nadie al otro lado, poema de Antonio Orihuela contenido en el libro Todo el mundo está en otro lugar, publicado en 2011—

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