
«Frutos»: Archivo personal
Ya no se inclina hacia el río, asomada sobre la barbacana, la solitaria higuera del Gortón [1] de Francisquer que, en peligrosa aventura, atraía a la chiquillería del Barrio con sus morados frutos, invitándola a ascender por el ribazo pedregoso y resbaladizo hasta coronar las toscas y afiladas piedras que, a modo de muralla, cercan el terreno al aire libre que se halla entre la Iglesia y la Casa Parroquial. Ni las dos podas de rejuvenecimiento de las últimas décadas ni los ulteriores cuidados que se le dieron pudieron salvarla de la muerte. Y aún guardan en la retina quienes, hoy hombres y mujeres, sucumbían año tras año a su sugerente llamada desde lo alto, la imagen troceada del desdichado árbol, con sus raíces enfermas al descubierto, aguardando, sobre el empedrado de la plaza, la llegada del camión del Ayuntamiento.
De Francisco Placer Castillazuelo, Francisquer, sólo queda la lápida, recién recompuesta, con las fechas de nacimiento —1867— y muerte —1932—, toscamente cinceladas en la superficie porosa y gris. De los hechos y dichos de Francisquer, en cambio, se nutren todavía varias generaciones de habitantes del Barrio.
Cuéntase que, en cierta ocasión, se hallaba Francisquer podando uno de los árboles cercanos al río. Mosén Damián, el cura de entonces, que vio desde el repecho de la barbacana en qué condiciones estaba el hombre cortando las ramas —alzando l’astral [2] sobre la misma rama en la que se hallaba sentado— le gritó: “¡Que te vas a estozar [3], Francisquer!”. Y como si la rama hubiera esperado la percepción del clérigo, tronchose y precipitó al aposentado en ella sobre un lecho de exuberantes zarzas que crecían entre los cortantes guijarros del suelo. Pasado el aturdimiento por el golpe recibido y una vez confortado por las palabras y la cura de urgencia que le proporcionó el sacerdote, vino Francisquer a deducir que mosén Damián estaba alumbrado por el don de la profecía, poniéndose desde ese mismo instante a su servicio con el afán, que así lo contó a sus convecinos del Barrio, de que el hombre de Dios le diera cuenta del día y la hora de su muerte.
Convertido, pues, Francisquer, en ayudante voluntario del mosén, dio este último en buscarle alguna tarea que le ahorrase la presencia constante del feligrés revoloteando en torno suyo, y no se le ocurrió mejor cosa que encargarle la limpieza del viejo cementerio, ya en desuso, que se abría a un minúsculo claustro y que contenía, bajo un bosque de tupidos hierbajos, las sepulturas de cuatro o cinco notables del Barrio —de filiación incierta— de los tiempos de Mari Castaña. Francisquer se aplicó a la labor convenida y el cura, que no solía pisar jamás el claustro de la Casa Parroquial, lo veía entrar y salir, siempre diligente, con una vieja carretilla desbordada de broza.
Pasado el tiempo y observando mosén Damián que la actividad en el viejo cementerio se mantenía con el mismo frenesí del principio, decidió asomarse al claustro para comprobar qué ocupación seguía entreteniendo al laborioso Francisquer en aquel lugar que, supuestamente, hacía meses que había sido recuperado a la maleza.
La incredulidad y el enojo, a partes iguales, paralizaron al sacerdote cuando, no bien hubo abierto la puerta que separaba la Abadía del camposanto, se dio de frente con varias hileras de abiertas lechugas sobresaliendo de la tierra húmeda, un conjunto de cañas entrecruzadas entre las que trepaban imponentes matas de judías y tomateras y cuatro o cinco filas de caballones de los que sobresalían las vistosas hojas de las patatas. Y, al fondo, junto al murallón de piedras cubiertas de hiedra que servía de frontera con la placeta exterior, afanábase Francisquer, jadico [4] en ristre, en maigar [5] un rectángulo de tierra con matas de cebollas.
—Por Dios bendito, Francisquer… —atinó a decir mosén Damián—. ¿Qué has hecho con los que estaban enterrados aquí?
—No se apure, mosén, que los tengo debajo para que den más sustancia—, cuentan que respondió el ufano hortelano.
Mosén Damián hubo de ser asistido por don Blas, el practicante, que tomó las riendas del asunto e hizo que Francisquer y otros parroquianos destruyeran el naciente huerto y devolvieran aquel espacio a su primitivo uso.
Cuentan que el clérigo jamás volvió a tener tratos con Francisquer y que éste comprendió, por fin, que mosén Damián —al que sobrevivió veintidós años— no le haría llegar recado de la fecha de su muerte.
Unos años después se colocaron losas de piedra sin pulir en las tumbas donde reposaban los restos humanos del claustro y, en la esquina lindante con la plaza de la Iglesia, transcurridas algunas décadas, vino a brotar y a desarrollarse, majestuosa, una higuera cuyas ramas, inclinadas hacia el río, regalaban sus preciados frutos a todo aquel capaz de olvidar que las raíces del árbol compartían el mismo lecho que los huesos descarnados de los desconocidos notables.
Y diose en llamar Gortón de Francisquer a aquel lugar.
NOTAS
[1] En aragonés, huerto pequeño.
[2] Id., el hacha.
[3] Id., desnucar.
[4] Id., azada pequeña.
[5] Id., entrecavar.
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