
«Casita de Blancanieves»: Archivo personal
El tiempo se detiene en el rincón del parque donde se levanta la Casita de Blancanieves, construida en la dura posguerra oscense e inaugurada el 28 de junio de 1947 como espacio de lectura de la chavalería de la ciudad. El interior, con sus techos altos y arqueados y su chimenea de leña, atraía —lo sigue haciendo, reconvertido en ludoteca de verano— a los pequeños lectores que, sentados en las sillitas de colores —verdes, rojas, azules, amarillas…— o en el exterior, junto al estanque, devoraban cuentos y tebeos, intercambiaban cromos o jugaban a las barajas de familias intentando averiguar qué jugador podía tener, en el abanico de cartas, aquella del abuelo indio o de la madre lechera que completaba el lote de seis para ganar el juego.
Veinte años después de su inauguración, en 1967, se colocó, en la zona de césped de la parte posterior de la casita, un pequeño monumento-homenaje a Walt Disney, como tributo al creador de la película animada que había dado vida y movimiento a los personajes que residían, ocultos a cualquier mirada, en el interior de aquella réplica de la casita del cuento, devenida en biblioteca, en el parque de Huesca.
Recuerda la señorita Valvanera que fue por aquella época —a finales de septiembre y con la placa en bronce de Disney ubicada ya junto a la casita— cuando ocurrió el Incidente de Yolanda. Como se solía hacer cada curso escolar, un grupo de criaturas de la escuela —dieciocho, de las treinta que componían el alumnado de entonces— se habían desplazado a Huesca en el microbús de Faustino, bajo la tutela de la señorita Valvanera, su joven profesora, para recibir a media mañana la vacuna preceptiva, según edades, en el Instituto Provincial de Higiene de la capital. La maestra había quedado con la responsable de la biblioteca de la Casita de Blancanieves a las nueve y cuarto, para que el alumnado pudiera acceder al interior y disfrutar de la lectura hasta la hora de dirigirse al cercano organismo sanitario.
Diez minutos después de tener a su disposición la biblioteca, se descubrió la ausencia de Yoli, una de las niñas pequeñas, muy reservada y tranquila, a la que la señorita Valvanera había dejado sentada junto a la chimenea, con un libro de cuentos, mientras curaba un rasponazo a otro de los pequeños. La buscaron. La llamaron insistentemente. Recorrieron el parque escudriñando en cada rincón sin dejar de gritar su nombre. No la encontraron. Unos transeúntes se prestaron a acudir a la policía; otros se acercaron al centro de la ciudad en busca del guardia urbano que prestaba sus servicios en un cruce. Alguien pensó que en la emisora local también podían prestar ayuda…
A las once de la mañana Radio Huesca abría en las ondas un Servicio de Socorro que se repetía cada pocos minutos y en el que se indicaba que la pequeña, de cuatro años, “es muy menuda y atiende por Yoli. Lleva el pelo corto con diadema ancha roja; viste pantaloncitos blancos largos y un chaquetón azul de punto con un borreguito bordado en el bolsillo”(sic).
A las tres menos veinticinco de la tarde un guardia municipal llegó a la Casita de Blancanieves —donde el grupo y su desolada maestra aguardaban, como les había indicado la policía—; cogida de la mano del funcionario iba la pequeña Yoli. La dependienta de una confitería bastante alejada del parque la había observado al otro lado del escaparate, mirando extasiada los apetitosos productos que se exhibían en él. Cuando la joven comprobó que había pasado un tiempo considerable sin que ninguna persona adulta se acercase a la niña, la invitó a entrar y le preguntó; no consiguió, siquiera, que le dijera su nombre. La dependienta, sin saber qué hacer, la mantuvo con ella hasta la hora del cierre y contactó con la carnicería de enfrente; una señora que pasaba por la calle y había escuchado el Servicio de Socorro de la radio, se detuvo en el corrillo formado en la acera alrededor de la niña y se dio cuenta de que se trataba de la pequeña desaparecida. Entonces se dio aviso al cuartelillo.
Nunca se supo el itinerario real que hizo la pequeña Yoli hasta su arribada al escaparate de la confitería ni la razón de que a nadie le llamara la atención su solitaria caminata por las calles de la ciudad provinciana. Como explicaba siempre la señorita Valvanera, que la recibió entre besos y abrazos, “lo único importante era que estaba de vuelta, sin un rasguño”. Y así, aquellas cinco angustiosas horas, que parecían salidas del magín de los hermanos Grimm, se convirtieron, con el paso de los años, en el Incidente de Yolanda.
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