Dos han sido los móviles que han impulsado a los gobiernos occidentales a criticar, con indisimulada desgana, desde sus púlpitos habituales, los hechos acontecidos en el feudo del hasta ahora rehabilitado Gaddafi: el alza continuada del precio del crudo y la incapacidad para prever hasta qué punto podrá instrumentalizarse la era post-Lider de la Yamahiriya.
El levantamiento de la ciudadanía, hostigada y masacrada con el armamento gentilmente vendido por países del ámbito de la Unión Europea y Rusia -país que tampoco ha tenido inconveniente en bombardear a su paisanaje para cercenar algaradas-, es una circunstancia sólo evaluable, políticamente hablando, si, llegado el momento, los contactos con los nuevos mandatarios del país devienen en provechosos para la política y la economía occidentales.
El amigo Muammar -terrorista anteayer, perdonado y abrazado ayer y reciclado en sátrapa hoy- forma parte de esa colección de sabandijas del orbe que acuna Occidente en su calculador regazo mientras los beneficios asoman por la abertura de la chistera. Las mordazas, las cadenas, las torturas y los cadáveres sólo adquieren visibilidad cuando el retoño consentido pierde el favor de sus valedores, que se apresuran a escenificar su pesadumbre por el pueblo oprimido y a desenterrar las inmundicias de su convenientemente aborrecido amigacho.