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Posts Tagged ‘Sierra de Guara’

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«Caminito»: Archivo personal


Remontan los cuatro la senda albugínea entre restallidos del suelo. Chac, chac, gemiquea el caminito helado que las firmes pisadas van transformando en plata derretida.


(Baja un hilillo de agua por la pendiente…)


En vanguardia y cogidas de la mano, abuela y nieta tatúan con sus pasos el lienzo ya moteado de huellas de gineta. “Ojalá viéramos alguna, yaya”, dice Jenabou. “Son guapísimas. Cuando yo era chiquitaja, vinimos por aquí con mamá y encontramos una atrapada en una trampa lazo y cuando mamá la liberó e intentaba evaluar la herida de la pata, se le revolvió y le pegó tales arañadas y mordiscos en los brazos que casi tuvieron que darle puntos, ¿verdad, mamá…? Son gatos salvajes muy furos pero con una carita…”. “Pero esa carne cruda que llevas en la mochila no es para las ginetas…”. “Nooo. Es para echársela a los buitres que suele haber en la cima. Mamá y Étienne también llevan más en sus mochilas… Es que, yaya, no te hemos querido decir que pasaríamos por la buitrera por si te daba repelús y no querías venir”.


(Se enrosca el vaho de la charla errabunda entre el ramaje vivo y calla el viento…)


En lo alto del monte, donde se atrincheran los buitres leonados, se entretiene el cierzo en despojar la hierba de su cobertor de escarcha.



NOTA

Entalto es un vocablo aragonés que significa hacia arriba, en lo alto.

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«La Escorrentía»: Archivo personal


Los grupos de mochileros y senderistas que acceden al Barrio, desde las diferentes rutas de la sierra, por el camino de la Escorrentía no ignoran —si acaso se fijan en el cartel advirtiendo sobre la peligrosidad de transitar por ese lugar cuando se avecinan tormentas— que ese singular sendero de fina pedriza y sinuoso trazado es, en realidad, un barranco —seco desde hace un siglo—  que, en algún momento geológico, formó parte del río que, a pocos metros de desnivel, corre paralelo durante cerca de tres kilómetros.

En ese lecho de guijarros y hierba, bordeado de una inigualable muestra de flora silvestre conquistada por las picarazas, pereció ahogado, allá por 1907, el repatán [*] que cuidaba los cordericos de Casa Casimiro  —casona ya inexistente cuya ubicación ocupan actualmente los establos de la yeguada de monte de Casa Foncillas—. Una fuerte tormenta abrileña sorprendió a Vicentito  —que así se llamaba el repatán, de ocho años—  de regreso al Barrio y, según se cree, intentó atajar por la Escorrentía, que apenas llevaba tres palmos de agua, con tan desgraciada suerte que, en segundos, cayó tal tromba que arrastró a pastorcillo y corderos barranco adelante; dos días después encontraron el cuerpecito del niño flotando en el río, en la poza del molino, y, junto al pobre muchacho, algunos de los animales que pastoreaba. En una fotografía realizada en 1908 por el reconocido pireneísta francés Lucien Briet desde el altozano del derrubio, se aprecia, junto a la magnificencia acuosa del río, un tramo del barranco de la Escorrentía rebosante de agua, como documento gráfico de lo que un día fue el ahora transitado y seco sendero.

En 1945, cuando hacía años que la Escorrentía no era sino un pedregal olvidado por el agua, el barranco se convirtió, al abrigo de la vegetación, en el lugar donde el entonces joven señor Anselmo, enlace de los guerrilleros de la partida de Villacampa, depositaba  —en diversos escondrijos—  comida, munición y mensajes para los maquis que operaban en la Sierra de Guara. En una de aquellas peligrosas idas y venidas fue interceptado por una pareja de la Guardia Civil, obligando a uno de los guerrilleros a salir de su escondite y encañonar a los civiles, a los que desarmó dando tiempo a que el señor Anselmo, que conocía a los guardias y pidió que no se les hiciera daño alguno, huyera de allí para terminar echándose al monte, donde permaneció tres años y medio; vana fuga porque, aunque el joven Anselmo no lo supo hasta mucho tiempo después, aquellos guardias imberbes silenciaron, por miedo o vergüenza, el incidente ante sus superiores y nunca se le persiguió.







NOTA

[*] En arag., niño o joven que ayudaba al pastor adulto.

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«La Sierra Niña»: Archivo personal


Traspasa el cierzo helador los desgastados burletes de los ventanales de la veranda que se encara a la sierra nívea y soleada. A los pies, la ciudad, aún con la resaca de la fiesta y el humo de la hoguera de San Vicente prendido en los ropas de sus habitantes, con el sabor de patatas y longaniza en el cielo del paladar y el recuerdo del frío nocturno humedeciéndoles la nariz y raspándoles la garganta.

Aguarda Benito Pérez Galdós (1843-1920) en el cálido interior de la vivienda, en la mesa plegable, entre la cafetera de aluminio y las tazas desparejadas de loza y cristal, mientras la señorita Valvanera va sugiriendo los nombres del elenco actoral del Barrio que podría interpretar los papeles principales de Los condenados, la obra galdosiana que se desarrolla en la villa de Ansó y ha sido adaptada por Mercedes para ser representada el 23 de abril. “Galdós no quiso dejar nada al azar”, explica la directora del Grupo de Teatro blandiendo las Memorias de un desmemoriado que ha recogido de la mesa. “En julio de 1894 llegó en tren a Jaca para viajar desde allí hacia Ansó”.


«Salimos de Jaca mi amigo y yo una mañana en carretela tirada por cuatro caballos y recorriendo un país de lozana vegetación, pasamos muy cerca de San Juan de la Peña, cuna de la nacionalidad aragonesa, y después de mediodía llegamos a un lugar llamado Biniés, donde mi amigo mandó hacer alto para que yo admirase un soberbio nogal, que era sin disputa el más colosal que en España existía […]. Hubiera yo deseado permanecer allí largo rato gozando en la contemplación de aquella maravilla; pero el descanso para los viajeros y para las caballerías había de ser más adelante, en un sitio llamado La Pardina, donde nos tenían preparada la comida para nosotros y el pienso para el ganado. Emprendimos la marcha por la empinada carretera que culebrea a la orilla derecha del Veral. Reposamos una hora, y luego seguimos nuestro camino, extasiados ante el magnífico espectáculo que por todas partes se nos ofrecía. Aquí, espesas masas de vegetación, allá ingentes rocas, en el fondo del río, a trechos turbado por cascadas espumosas, a trechos manso, permitiendo ver en su cristal las plateadas truchas. A medida que avanzábamos, el paisaje era más grandioso y los picachos más imponentes por su extraña forma y aterradora grandeza. Tras larga caminata, llegamos a un sitio donde termina la carretera». [*]


Recorridos a pie los últimos kilómetros, Galdós y su amigo jacetano arribaron a la villa de Ansó, alojándose en una de las mejores casas y dando frecuentes paseos por la localidad, conociendo a sus gentes y sus tradiciones y embebiéndose de los extraordinarios paisajes circundantes y sus leyendas.


«Pasados no sé cuántos días en aquella deliciosa ociosidad, partí para volverme a Madrid. Mi amigo me llevó en su coche desde Ansó a Canal de Berdún, donde tomé la diligencia que diariamente hacía el trayecto desde Jaca a Pamplona. Llevaba yo un recuerdo gratísimo del vecindario ansotano, y singularmente de la generosa familia que me había dado hospitalidad, colmándome de finas atenciones. En el largo camino no cesaba de pensar en mis Condenados, entreteniéndome en modelar las figuras de Salomé, Santamona, José León y Paternoy. Y eso lo imaginaba sin perder el compás de la rondalla que el mayoral cantaba con voz clara y perfecta entonación. De tal modo se fundían y compenetraban mis Condenados y la rondalla, que, cuando estrené la obra en Madrid, la música y mi drama reaparecieron en dulce maridaje». [*]


El 11 de diciembre de 1894 se estrenaría la obra ansotana de Galdós en el madrileño Teatro de la Comedia sin el menor éxito. No fue hasta su reestreno en el Teatro Español, en abril de 1915, cuando Los condenados obtendría el aplauso y el reconocimiento del público y la crítica. “En nuestro caso”, interviene Mercedes, “solo tendremos una oportunidad de quedar bien”.







NOTA

[*] Fragmento de Memorias de un desmemoriado, de Benito Pérez Galdós.

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«Boira»: Archivo personal


Que viene la niebla.
Que viene y me toca.
Ay, que viene, que viene…
Que viene y me envuelve.
Me besa.
Me moja.
(Retahíla)


Emborronado el sendero que discurre en pendiente, se ocultan los árboles de la otra orilla bajo siete velos. A través de un caprichoso descosido en la ceguera blanca que sitia a los andarines, las siluetas distorsionadas de los farallones, apenas esbozados en la lejanía, señalan la frontera entre la trocha y las aguas calmas que fluyen, ribeteadas por fantasmagóricos gigantes pétreos, hacia el sur.

Caminan a tientas por la cornisa resbalosa de la cortada, braceando entre etéreas colgaduras que les engullen los cuerpos y los revisten de tonalidades plomizas. Conforme se acercan, o así lo estiman, a su destino, se desplazan, burlonas, las casas niebla adentro y la hora que, calculan, resta para avistar los contornos consabidos de las chimeneas de la calle Baja, se torna en dos.

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«Océano de nubes»: Archivo personal


Alcanzan la irregular meseta que corona el monte, jadeantes y ateridos, con la salvaguarda de la ropa térmica aniquilada por el brío de la ascensión, tan rígidos los pies que cada esquirla hollada por las suelas de las botas despierta en las magulladas nerviaciones plantares centellas de dolor que remontan los músculos de las piernas y revierten en las vértebras hasta alcanzarles la nuca.

Y allí, en ese fin de trayecto, calados por la aguanieve, con los pómulos tensados y enrojecidos y los orificios nasales desbordados de oxígeno, acopian en los ojos y el cerebro la infinitud y ríen hasta acalorarse y sobrarles cada prenda protectora, mientras se apresuran, con garbo renacido, hacia el borde del abismo y se extasían ante el piélago de nubes que sumerge, en ceniciento oleaje, simas y barrancos, ríos, pueblos y colinas.

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«Nubes sobre el cementerio»: Archivo personal


Hay en el hayedo que linda con la parte trasera del cementerio y la ermita de la Virgen de los Morros de Cebollón, un sendero  actualmente desdibujado y apenas transitable—  que desciende hasta casi rozar el río y culebrea entre los huertos de la zona baja para ascender de nuevo hacia el viejo molino y unirse al camino meridional que desemboca en el Barrio. Esa senda mortificante es conocida como la Trocha de las Almetas [1]. Según la tradición, por ella vagan, confundidos, los espiritus de aquellos difuntos cuya muerte repentina y/o violenta dejó en suspenso eterno sus rutinas y ocupaciones. Pugnan por regresar al Barrio, se dice, para cumplir con sus tareas inacabadas; como la abuela María de [Casa] Puimedón, fallecida a finales de los años cuarenta, que estuvo cerca de cuatro años recorriendo la trocha, desde el cementerio a su casa, hasta que Severina, la entendedera [2]  madre de la señora Benita—  descubrió el motivo del pesar de la almeta de María y los familiares de la difunta pusieron remedio.

Se cuenta que María de [Casa] Puimedón recogía su pelo encanecido  que le sobrepasaba la cintura  en un moño que ella misma trenzaba y amoldaba en la nuca. Cada quince días, se descomponía el rodete, peinaba su pelo, lo pringaba con una especie de brillantina y rehacía hábilmente su moño. Para ese menester utilizaba un viejo peine, con algunas púas rotas, que dejaba en una oquedad del patio de la casa.

Aconteció que, regresando un día del huerto, la abuela María sufrió un vahído y cayó en la acequia donde, aunque apenas corría un hilillo de agua, se ahogó. Esa misma noche, mientras velaban el cadáver, empezaron los ruidos en Casa Puimedón. Los siguientes cuatro años las noches se convirtieron en un macabro concierto de golpes, puertas que rechinaban y, en ocasiones, ayes que sobrecogían a la familia. Finalmente, la nuera de la abuela María recurrió a Severina que, tras hacer recordar a los familiares todo lo que había sucedido el día de la muerte de la abuela, averiguó que la intención de la anciana al regresar del huerto era peinar sus guedejas. «¿Y el peine? ¿Dónde está el peine?», preguntó la entendedera. Entonces la nuera recordó que antes de adecentar a la difunta para el velatorio, había retirado el peine del lugar donde lo dejaba la abuela, guardándolo en el fondo de un cajón. Y no, no había peinado a la difunta; se había limitado a pasarle los dedos por la cabeza y a apretarle el moño.

Severina, que, dicen, era experta en almetas, pidió que volvieran a colocar el peine de la abuela María en la oquedad del patio. Y esa misma noche dejaron de escucharse los fantasmales sonidos.

Señalan las malas lenguas que los habitantes de Casa Puimedón quedaron tan escarmentados por lo acaecido con la abuela María que, desde entonces, cuando hay una muerte en la familia, entierran al deudo descalzo, para dificultar su regreso por la Trocha de las Almetas.









NOTAS

[1] En arag., almas, ánimas. Espiritus errantes de los difuntos.
[2] Id, mujer sabia. Bruja.

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«Pasajul Victoriei (Bucarest)»: Archivo personal


Bajaba, renqueante, el señor Pedro de [Casa] Berches por el Pinar de la Fontaneta, apoyada la mano izquierda en su bastón de boj y la derecha en un viejísimo paraguas de pastor que, tiempos atrás, trocó su negritud original por un gris apelmazado y con manchurrones de óxido. “¿Qué, siño Pedro, lloverá…?”, le preguntaba, con indisimulada chanza, el paseante mañanero. “San Úrbez te oiga”, respondía el viejo mentando al santo de Nocito cuya momia, quemada por exaltados republicanos al inicio de la guerra (in)civil, fue, durante once siglos, reclamo de lluvias y opíparas cosechas y del que las gentes de la sierra siguen siendo devotas y pedigüeñas del icor celestial, ampliando las suplicaciones —por si un solo santo no fuera suficiente— al venerable titular de la ermita románica de San Martín de la Choca, de quien se cuenta que, hace años, hartos en Lecina de hacerle rogativas en vano, lo castigaron arrojando su talla al camino por donde la procesionaban, cayendo a los pocos minutos una tromba de agua fenomenal, con el subsiguiente desagravio al pobre santo embarrado, que recogieron, limpiaron y depositaron de nuevo en la ermita como si nada hubiera sucedido.


El señor Pedro —cuya casa es la actual depositaria de la arqueta que contiene un trozo de la rodilla de San Úrbez que un pastor le arrancó al cuerpo incorrupto del santo de un mordisco— tiene, como la mayoría de las personas añosas de la sierra de Guara, una religiosidad trufada de supercherías a la que añade el rito de portar, cuando arrecia la sequía, un destartalado paraguas por la circunvalación de los huertos y campos de cultivo, tal vez convencido de la atracción que puede llegar a ejercer el artilugio en las impolutas masas atmosféricas bañadas por la luminosidad solar.


¿No hay miedo, pues, a que me chipie [*], siño Pedro?”, le insistía, jocoso, el caminante. Y sonreía el viejo alejándose despacio en dirección al Barrio.








NOTA

[*] En aragonés, el verbo chipiar(se) significa mojarse, calarse.

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IEra de Escartín

«El patio de recreo»: Archivo personal


Apenas un cuarto de arco iris se proyecta sobre el lecho herbáceo de la antigua pardina Gabarre, allí donde la memoria colectiva evoca a mosén Demetrio —el pastor de almas del Barrio en las tres primeras décadas del siglo pasado— arrodillado en el desaparecido esconjuradero, con o forniello —una cruz procesionaria ennegrecida— a la derecha y elevando la voz hasta la afonía —al son del bandeo de las campanas de todas las localidades de la redolada— con la rogativa a las santas Nunilo y Alodia, suplicando protección contra la furia meteorológica para finalizar, puesto en pie, con una letanía de imprecaciones hacia los entes maléficos y el invariable imperativo tres veces repetido: “Au d’astí, au d’astí, au d’astí![1], preludio, tal vez, de una calma anhelada tras las durísimas embestidas de los fenómenos atmosféricos.

En una única piedra grisácea —resto, se dice, de aquel mágico templete desmoronado sesenta o setenta años atrás y que resiste a modo de islote irregular perdido entre un mar de tallos flexibles que aromatizan el terreno cercano a la paridera— se hallan acumulados los vestigios de tormentas, rayos, culebrinas, ventiscas, vendavales y pedregadas [2] que bruxas y diaples [3], disfrazados de nubarrones temibles, descargaron sobre los campos y pueblos montañeses en constante pulso entre las fuerzas del Mal y las fuerzas humanas, aunadas estas últimas con las santas protectoras en la sencilla construcción desde donde las palabras del cura rural acuchillaban las sombras para que, a través de la herida, entraran los rayos del Sol y distribuyeran sus serenas caricias.

Au d’astí, au d’astí, au d’astí!


Meterete, la cigüeña residente, camina, señorial, por la pardina humedecida en la que pasta el vacuno, atenta al devenir de las bêtes sur l’herbe y los ratones de campo que asoman sus ojuelos a la gozosa claridad de la mañana.







NOTAS

[1] En aragonés, ¡Fuera de aquí, fuera de aquí, fuera de aquí!.
[2] Id., granizadas.
[3] Id., brujas y diablos.

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«Mascarada»: Archivo personal


Duerme l’Ome Grandizo [1] el sueño riscoso de los dioses pirenaicos, mutado en sierra, la de Guara —la Sierra Niña, que decía Ramón J. Sender, enamorado de sus paisajes y leyendas—, con su humanoide mole yacente perfilada entre la peña de Amán (los pies) y el picón del Mediodía (la cabeza con su picuda nariz).

Duerme el sueño eterno el gigante, aquel que la tradición y el mito hicieron vagar, armado con un astral [2] de piedra y en compañía de un oso, por las fantásticas trochas de ese paisaje fragoso y hechizante de la Bal d’Onsera [3].

Duerme el que fuera celador de la virginidad de las mozas serranas, encriptado en la Naturaleza, con el rostro, en granítica cresta, saludando al viento que, soplando sin interrupción desde los dos inmensos peñascos que forman la Puerta del Cierzo, le canta, provocativamente socarrón:

Junto a l’augua d’abaixo
n’a Bal d’Onsera
a mozeta ha perdiu
o que teneba [4].


Desde el tozal abierto a la laja donde se deposita la comida para los quebrantahuesos, se divisa el ecosistema rupícola de la Bal d’Onsera, con sus agrupaciones de pinos silvestres, sabinas, carrascas y buxos [5], en caprichosa distribución, y el cauce del barranco principal y sus ramales, que serpentean, se unen y se bifurcan, en fascinador congosto, entre matorrales que parecen lanzar sus ramas de una pared rocosa a otra para resguardar el suelo pedregoso de los rayos solares.

Y al fondo de la rambla que las aguas erosionaron, excavada en la roca que se eleva en murallón vertical, la ermita de San Martín, medieval y mágica presencia pétrea protegida por el roquedal del que mana el agua milagrosa y fertilizante, pócima cuasi divina que avivó los vientres secos de reinas, damas, siervas y campesinas durante siglos, en dificultosa romería pedestre entre guijarros resbaladizos, quebradas y riscos.

Cuéntase que, antaño, la bal fue territorio de osos, que encontraban en sus vericuetos idílicos covachos y abrigos para la hibernación. Los sueños úrsidos en la bal eran preludio de nieve y heladas en la Sierra de Guara, que únicamente se atemperaban cuando l’Onso  —el macho más fuerte—  despertaba y reanudaba su actividad. El rito de los habitantes de la Sierra para hacer que el invierno finalizara consistía, pues, en incitar a l’Onso  —mediante gritos, cánticos y repiques de esquillas [6]— a salir de su madriguera para adelantar la llegada del tiempo benigno y calmar, así, la brutalidad de la Naturaleza.


Extinguiéronse los osos de la Bal d’Onsera —o acaso no los hubo jamás, quién sabe— y la pueril argucia de los montañeses para combatir a las fuerzas de la Naturaleza trocóse en lúdicas Carnestolendas que todavía conservan dos elementos del antiguo ritual: El incesante ruido de las esquillas y la degustación colectiva de los crespillos, deliciosos postres hechos con hojas tiernas de borraja bañadas en leche y huevo batido y rebozadas con harina, que se fríen en aceite de oliva y se sirven ligeramente espolvoreadas con azúcar.







NOTAS

[1] En aragonés, gigante.
[2] Id., hacha.
[3] Id., Valle de la Osera.
[4] Id., «Junto al agua de abajo / en el Valle de la Osera, / la muchacha ha perdido / lo que tenía».
[5] Id., bojes.
[6] Id., esquilas, cencerros.

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«La memoria de las piedras»: Archivo personal


…y un día Bastarás quedó cercado, aislado su abandono de la mirada del caminante, convertido en propiedad privada, en coto de depredadores cinegéticos ciegos a las joyas que a modo de roquedales, covachas, hondonadas y barrancos, suavemente musicados sus afloramientos calcáreos por los ríos Formiga y Mascún, conforman el orgulloso territorrio kárstico del Parque Natural de la Sierra y los Cañones de Guara.

Llegó la mortal necedad hasta la sierra. Llegó la mortal necedad armada y camuflada. Llegó la mortal necedad a acomodarse, fullera y retadora, sobre las huellas humildes de pretéritas gentes que amarraron sus sueños a los riscos y el humus y alimentaron la tierra con su sangre. Llegó la mortal necedad y pateó los restos desprotegidos para plantar sus bombers, sus benellis y sus sauers.


En el año 2008, un doliente y apesadumbrado Vicente Baldellou Martínez, director del Museo de Huesca y arqueólogo que descubrió y trabajó en ese espectacular yacimiento del Neolítico que fue la Cueva de Chaves, en Bastarás, declaraba: «Ha sido uno de los disgustos mayores de mi vida. Fui allí a enseñar el yacimiento a un catedrático de Valencia y nos encontramos que habían vaciado el depósito, hasta llegar al suelo firme. Las piedras que habían caído del techo, las habían sacado para hacer una represa para que beban los animales. En la cueva, a la que ahora puede entrar un coche sin problemas, han puesto un abrevadero de madera».

Del arrasamiento irreversible de ese emplazamiento único del patrimonio prehistórico aragonés, declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, se hizo responsable al factótum de la empresa propietaria del coto de caza, Victorino Alonso García, al que se encausó y juzgó en 2016, siendo condenado a dos años de prisión y al pago de 25 millones de euros de indemnización por un delito contra el patrimonio. Merced al artículo 80.1 del Código Penal, que prevé la posibilidad de dejar en suspenso la ejecución de las penas privativas de libertad no superiores a dos años, consiguió eludir la cárcel, declarándose, a la par, insolvente, situación que, de pronto, seis años después del juicio y quince de la destrucción del yacimiento, ha dado la vuelta a raíz de descubrirse la trama de los Papeles de Pandora, donde el presunto paupérrimo Victorino Alonso aparece como uno de los seiscientos españoles integrantes de sociedades opacas en paraísos fiscales, con una cuenta bancaria de millones de euros de la que el empresario leonés, artífice de la devastación de la Cueva de Chaves, tiene la potestad de administración, gestión y extracción de fondos. Y a esto último se han remitido los ejercientes de la acusación popular, la Asociación Apudepa, para solicitar al Juzgado de lo Penal número 1 de Huesca el inmediato ingreso en prisión del potentado, por haberse servido de inexactitudes y falsedades al objeto de incumplir la sentencia dictada en su día.




A Vicente Baldellou (1947-2014), catalán de nacimiento y altoaragonés de corazón, a cuya pasión arqueológica se deben las actuales Rutas Prehistóricas de la Sierra de Guara.
IN MEMORIAM.

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