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Archive for the ‘El gato en la atalaya’ Category

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«Castillo de Montearagón»: Archivo personal


No pararé, padre y rey mío, hasta que la ciudad sea nuestra”, cuentan que prometió, el 4 de junio de 1094, Pedro I ante el agonizante Sancho Ramírez, rey y comandante de los ejércitos aragoneses, herido de muerte por una aciaga flecha ante las poderosas murallas de la ciudad musulmana de Wasqa  Bolskan íbera y Osca romana, la urbe más al norte de todo Al-Ándalus, vasalla del rey hudí Al-Musta’in II de Saraqusta.

Sancho Ramírez, rey del todavía joven y poco extenso reino pirenaico de Aragón y de Pamplona, había puesto cerco a Wasqa, rico waliato  de unos cinco mil habitantes, con cuatrocientos años de gobierno árabe y pieza clave para la expansión del reino hacia el sur. Los aragoneses conocían bien el terreno que hollaban; durante años, habían mantenido excelentes relaciones con aquellos a quienes pretendían conquistar, unas veces como recolectores de las opimas cosechas de los campos que se extendían extramuros y, otras, como aliados en los conflictos que los gobernadores árabes mantenían con otros territorios. Pero la necesidad de ampliar su reino había llevado a Sancho a intentar hacerse con aquel enclave que, de ser conquistado, abriría las puertas a futuros logros.

En las cercanías de la fortificada Wasqa, en un monte pelado, había mandado levantar el rey aragonés un soberbio castillo-abadía que se alzaba, provocador y majestuoso, a escasos kilómetros del amurallado recinto musulmán de cien torres imponentes. Y a ese castillo, llamado de Montearagón, se trasladó el rey para dirigir el hostigamiento contra la deseada urbe que se extendía a sus pies. Al oeste de la ciudad cercada, en otro cerro estratégico conocido como El Pueyo de Sancho, mandó edificar un baluarte de vigilancia permanente entre Wasqa y la Taifa de Saraqusta.

Caído Sancho Ramírez junto a la anhelada ciudad, su hijo Pedro tomó el relevo con idéntico ímpetu. Diez años tardaría la musulmana Wasqa en abrirse, derrotados sus valedores, ante sus nuevos gobernantes.
El 19 de noviembre de 1096, los ejércitos aragoneses y navarros, enfrentados a las tropas árabes y castellanas que defendían Wasqa, vencieron a sangre y hierro en la pavorosa, y dicen que mágica, batalla de los llanos de Alcoraz, en los aledaños de la localidad sitiada, con el inestimable concurso del santo caballero Jorge y su corcel volador.


«…invocando al Rey el auxilio de Dios nuestro señor, apareció el glorioso cavallero y martir S. George, con armas blancas y resplandecientes, en un muy poderosos cavallo enjaeçado con paramentos plateados, con un cavallero en las ancas, y ambos a dos con Cruces rojas en los pechos y escudos, divisa de todos los que en aquel tiempo defendían y conquistavan la tierra Santa, que aora es la Cruz y habito de los cavalleros de Montesa. Espantaronse los enemigos de la fe viendo aquellos dos cavalleros cruçados, el uno a pie, y el otro a cavallo: y como Dios les perseguía empeçaron de huyr quien mas podía. Por el contrario los Christianos, aunque se maravillaron viendo la nueva divisa de la Cruz: pero en ser Cruz se alegraron, y cobraron esfuerço hiriendo en los Moros: y assi los arrancaron del campo y acabaron de vencer».

—Fragmento de la Crónica de la batalla de Alcoraz, escrita por Diego de Aynsa en 1619—.


Ocho días después, Wasqa abría sus siete puertas a los nuevos señores y se inclinaba ante el rey Pedro I, que ascendió, victorioso, por las empinadas callejuelas que llevaban hasta la mezquita mayor, conocida, popularmente, como Misleida. Huesca —con parte de su población musulmana emigrada y repoblada por aragoneses pirenaicos, mozárabes y francos—  entraba a formar parte del Reino de Aragón.





NOTAS

  • Una leyenda del siglo XIII atribuye a San Beturián el triunfo de las tropas aragonesas sobre las castellano-musulmanas. Cuéntase que el santo se apareció al mismísimo rey Pedro I antes de la refriega prometiéndole ayuda si acudían a la lucha portando las reliquias guardadas en el cenobio situado en la Peña Montañesa. La relación de San Jorge con la batalla de Alcoraz no se establecería hasta dos siglos después.
  • El Pueyo de Sancho, a cuyos pies tuvo lugar la batalla de Alcoraz, se conoce actualmente como cerro de San Jorge, uno de los pulmones verdes de la ciudad de Huesca. En su cima se halla la ermita de San Jorge. El santo es, además, desde el siglo XV, uno de los patronos de la ciudad —junto a San Lorenzo y San Vicente Mártir—.

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«Apartamento con vistas»: Archivo personal


Guarda el Barrio memoria de lo sobrevenido diecisiete años atrás, cuando se iniciaron las obras de la Urbanización que dinamitaron la buena convivencia y derivaron en actuaciones de la Guardia Civil y el estamento judicial que, a su vez, condujeron al rechazo de buena parte del vecindario hacia el Ayuntamiento en pleno, que había recalificado los terrenos, y, como consecuencia, a la formación de una Agrupación Electoral Independiente que, sin adscribirse a partido alguno, barrió en los siguientes comicios municipales y cuya primera medida consistió en declarar que todo el terreno circundante del núcleo rural mantendría la condición de no urbanizable y que las únicas construcciones legales serían las destinadas, en los huertos particulares, a casetas en las que los metros cuadrados máximos habrían de ser proporcionales a las hectáreas de cultivo efectivo de la parcela, no pudiendo destinarse, en ningún caso, a vivienda permanente. Así mismo, se dictó una norma por la cual las construcciones dentro de la localidad habrían de realizarse en los solares prefijados, con una alzada no superior a tres plantas y, en caso de levantarse en la zona alta, de fachada acorde con el entorno, teniendo preferencia la rehabilitación y reforma de las edificaciones en venta ya existentes.

Siguiendo esas pautas, hace dos semanas se concedió la correspondiente licencia para la reconversión de dos casas adyacentes y sus corrales  —situadas en el último tramo del acceso a la plaza—  en un solo edificio de viviendas de dos alturas con una mínima alzada abuhardillada en la parte superior y dos apartamentos por planta; los del entresuelo, algo más grandes, destinados a vivienda habitual de los propietarios y su hija con su familia y los otros dos para ponerlos en alquiler.

En los bajos del Ayuntamiento, la artífice del proyecto —la hija única del matrimonio propietario, que es arquitecta— mostró en una pantalla, a cuantas personas quisieron asistir, el diseño final en 3D, con cubierta asimétrica a dos aguas, frontispicio de piedra caliza, puerta exterior en madera maciza y ventanas de aluminio oscuro; la parte trasera del edificio, estucada en gris, con dos galerías abiertas en los apartamentos superiores, troneras redondeadas en el desván y, en los pisos inferiores, sendos accesos a un jardín de tamaño mediano rodeado de setos, con una zona de terrazo, cochera con entrada independiente y el anexo para la caldera.

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«Brotes de primavera»: Archivo personal


Días atrás, andaba María Blanca, la vecina, pesarosa porque las almendreras de la redolada llevaban florecidas desde mediados de febrero mientras la suya  —la plantada junto a la ventana de la cocina, donde Melitón, el canario, se cree libre enjaulado sobre el alféizar—  permanecía con sus ramas desnudas al aire. “Estará esperando por si hiela”, concluía el señor Paco, su marido. Llegó marzo y, de un día para otro, la almendrera del jardín se engalanó de blanco y amarillo pero María Blanca, incapaz de vaciar la mente de preocupaciones, empezó a pensar en los gatos que, gracias al árbol, tienen fácil acceso a la jaula de Melitón. “Ya puedo ir con ojo porque, en cuanto me dé media vuelta, me lo volverán a matar”, le decía ayer a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Y es que Melitón, el actual, no es sino el tercer canario, tan ambarino y canoro como sus predecesores, que ve pasar la vida desde la ventana de la cocina de María Blanca, “siempre en el punto de mira de los felinos o de los aguiluchos”.

A félidos y rapaces acusaba ella de haber acabado con los otros dos Melitones: Uno, del soponcio al ser baqueteada la jaula; otro, defenestrado con su canariera. Naturalmente, entre queja y queja, apuntaba con la vista hacia la casa de la veterinaria, donde, si a los morrongos residentes se añaden los visitantes asiduos, no bajan de diez. Y cuando la veterinaria, harta de alusiones, se rebelaba y argumentaba que en el alféizar de su propia cocina está la jaula de Camila, la cardelina, a la que, en cinco años, no han agredido los gatos pese a tenerla a medio salto, le replicaba María Blanca: “¿Pero tú te crees que los gatos, con lo astutos que son, van a escupir donde les dan de comer? Ni los gatos ni los perros”. Y se explayaba refiriendo que a finales de enero, cuatro o cinco veces seguidas, algún perro se dedicó a pasar por su jardín expresamente a cagarse. “¿A que tú no tenías en el tuyo mierda de perro? No me digas que sí porque miré yo y no había. Nosotros no tenemos perro; vosotros, dos”. El señor Paco, siempre discreto y poco interviniente, le hizo, entonces, un gesto implorante a la veterinaria para que no le contara a su mujer que los excrementos que ella achacaba a un perro eran del zorro que estuvo merodeando algunas noches entre los gallineros de ambas parcelas.

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«La gata en la olibera»: Archivo personal


Cuando años atrás se iniciaron las obras de la urbanización en la periferia del Barrio, quedó afectado un campo yermo, de propiedad ignota, que servía de paso viciado para acceder a las zonas de cultivo dispuestas en bancales. Sobre el terreno compacto se erguían, de manera caprichosa, seis viejos olivos que, al decir de las personas más añosas, podían tener cien o doscientos años. “Siempre han estado allí”, aseguraban. Eran como pilares artísticamente contorsionados en tierra de nadie, resistentes al paso del tiempo y al olvido, condenados por el Ayuntamiento y la constructora al desahucio y, quizás, a la muerte, hasta que el señor Juan, dueño de la parcela colindante, tomó la iniciativa de extraerlos cuidadosamente de su ubicación y trasplantarlos a lugares seguros. Cuatro de los árboles se llevaron a la parte ajardinada del recinto escolar y los dos restantes, subastados a beneficio de la Escuela, los compró el mismo señor Juan para regalárselos a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, en cuyo huerto, recién adquirido por aquellos días, se plantaron y arraigaron. Allí continúan, excelsos, desde entonces, cuidados y admirados por las llamativas formas de sus troncos y convertidos en atalayas de los gatos, que se frotan contra las rugosidades leñosas, lamen las hojas lanceoladas y se sienten instintivamente atraídos por la oleuropeína que de ellas emana [FOTO], además de regodearse con las abundantes, bien que diminutas, olivillas que cada temporada dan fe de la vitalidad de ambos árboles y cuyo alto contenido en ácido oleico es una fuente de salud y bienestar para los mininos así como preciado alimento para algunos pájaros y aves que rondan las cercanías.



NOTA

En aragonés, muchos árboles se nombran en género femenino. Un olivo es una olibera, con «b», porque la grafía «v» no se utiliza al ser su sonido igual al de la «b».

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«Niñeces»: Archivo personal


Cuando las Tejedoras [1] traían a la escuela el cuerpo entelado y relleno de paja y papel que se convertiría en don Perifollos, con los rasgos de la cara perfectamente pintados y un colorido penacho de tela de dacha imitando un bisoñé con la raya en medio, empezaba la cuenta atrás para la celebración del Carnaval Escolar.

Don Perifollos, de unos ciento cincuenta centímetros de alto, era el moñaco [2] dispuesto para el quemadero al que se vestía en la escuela con todo detalle, desde los calzoncillos y la camiseta interior de felpa, a los pantalones, la camisa, el chaleco y el fajín, sin olvidar unos peducos [3] dentro de las alpargatas de suela de esparto atadas con cintas a las pantorrillas, la boina bien encajada en la cabeza y el cachirulo al cuello. Una vez acicalado, presidía el vestíbulo escolar sentado en un sillón de mimbre junto a la pared donde doña Patarrona, la bruja de la Cuaresma dibujada en cartulina, mostraba sus siete piernas, cada una de ellas con un mandado diferente y de obligado cumplimiento diario para el alumnado: Un día había que acudir a clase con la ropa del revés; otro, con dos coloretes relucientes en los pómulos; al siguiente, con algún adorno en la cabeza…

Pasados los siete días de obediencia a doña Patarrona, llegaba la tarde carnavalera, cuando, entre la expectación y los vítores del vecindario, la Comparsa de criaturas y maestras salía a la calle luciendo el vistoso diseño grupal en el que habían estado trabajando cerca de un mes y que exhibían, en musical pasacalles precedido por una pancarta, por todos los rincones del Barrio hasta desembocar en la plaza. Allí, en el entarimado dispuesto, la Comparsa interpretaba, con coreografía incluida, la canción reivindicativa en la que, con ironía y buen humor, solicitaban al Ayuntamiento unas veces más radiadores auxiliares para las clases o renovar la puerta principal de la escuela; otras, el cambio de las ventanas, o pintar las aulas o crear un arenero en el recreo o subvencionar una excursión a la playa… “Pedir, ya saben pedir, ya. Bien enseñaus los tienen estas maestras”, se le oyó decir un año a Gonzalo, el alcalde de entonces.

Concluida la actuación, que solía tener algún bis a petición del público, y entregada al regidor municipal copia escrita del tema interpretado para que no olvidara los pedimentos, don Perifollos y doña Patarrona eran llevados en procesión hasta la hoguera instalada tras la Casa Abacial y, entre cánticos, se les prendía fuego para continuar el festejo en los bajos del Ayuntamiento, donde una bien surtida merendola, ofrecida por el municipio a la chiquillería y las maestras, cerraba la tarde lúdica.







NOTAS

[1] Nombre que reciben en el Barrio las miembros de la Asociación de Mujeres.
[2] En arag., muñeco.
[3] En arag., calcetines de lana gruesa.

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«A mantel puesto»: Archivo personal


El Mia-te tú está al completo. Suenan las voces de los primeros tiempos de Mocedades mientras Mariángel sirve el timbal de puré de patatas, borrajas y jamón entre los comensales que, por lo bajo, canturrean el Más allá, apenas audible en los altavoces del comedor. Alguien pide que se suba el volumen cuando se inician los compases de La guerra cruel y las catorce personas que copan el pequeño restaurante van dando cuenta del primer plato en un silencio más propio de un auditorio que de un gastrobar.

En la mesa más cercana a la cristalera que da al jardín, Mª Ríos, la chef, —poniendo en práctica el cartel «Aquí se chapurrea cualquier idioma», expuesto en una columna de atrezzo— les aclara a una pareja de señoras alemanas de edad madura que los brotes de borrajas del timbal son las borretsch que sirven de base a la salsa verde de Frankfurt. Las mujeres reparten su atención entre las explicaciones de la restauradora, que se dirige a ellas en una divertida mezcla de francés e inglés, y las miradas, no exentas de asombro, que lanzan a sus compañeros de condumio, que unen sus voces a las del grupo vasco en el Pange Lingua.

Cuando esas dos regresen a Alemania, dirán que han comido en un restaurante donde se juntan todos los dementes de los alrededores”, dice Marís. “Con lo secos y serios que son allí…”. “Pues no parece disgustarles lo que se cuece en estos lares porque me ha dicho Conchita, la de la Casa de Turismo Rural, que han apalabrado dos días más para subir a ver la carrasca milenaria”, explica Mariángel en tanto reparte las raciones de anchoas en salsa de ajilimojili [FOTO].

A los postres, cuando Mocedades están a punto de terminar el estribillo de La música, ya han logrado Emil y Yolanda que las dos turistas acerquen sus sillas al grupo de ocho jacarandosos comensales sobre cuya mesa van depositando Mariángel y Mª Ríos los cafés y licores.

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«La Escorrentía»: Archivo personal


Los grupos de mochileros y senderistas que acceden al Barrio, desde las diferentes rutas de la sierra, por el camino de la Escorrentía no ignoran —si acaso se fijan en el cartel advirtiendo sobre la peligrosidad de transitar por ese lugar cuando se avecinan tormentas— que ese singular sendero de fina pedriza y sinuoso trazado es, en realidad, un barranco —seco desde hace un siglo—  que, en algún momento geológico, formó parte del río que, a pocos metros de desnivel, corre paralelo durante cerca de tres kilómetros.

En ese lecho de guijarros y hierba, bordeado de una inigualable muestra de flora silvestre conquistada por las picarazas, pereció ahogado, allá por 1907, el repatán [*] que cuidaba los cordericos de Casa Casimiro  —casona ya inexistente cuya ubicación ocupan actualmente los establos de la yeguada de monte de Casa Foncillas—. Una fuerte tormenta abrileña sorprendió a Vicentito  —que así se llamaba el repatán, de ocho años—  de regreso al Barrio y, según se cree, intentó atajar por la Escorrentía, que apenas llevaba tres palmos de agua, con tan desgraciada suerte que, en segundos, cayó tal tromba que arrastró a pastorcillo y corderos barranco adelante; dos días después encontraron el cuerpecito del niño flotando en el río, en la poza del molino, y, junto al pobre muchacho, algunos de los animales que pastoreaba. En una fotografía realizada en 1908 por el reconocido pireneísta francés Lucien Briet desde el altozano del derrubio, se aprecia, junto a la magnificencia acuosa del río, un tramo del barranco de la Escorrentía rebosante de agua, como documento gráfico de lo que un día fue el ahora transitado y seco sendero.

En 1945, cuando hacía años que la Escorrentía no era sino un pedregal olvidado por el agua, el barranco se convirtió, al abrigo de la vegetación, en el lugar donde el entonces joven señor Anselmo, enlace de los guerrilleros de la partida de Villacampa, depositaba  —en diversos escondrijos—  comida, munición y mensajes para los maquis que operaban en la Sierra de Guara. En una de aquellas peligrosas idas y venidas fue interceptado por una pareja de la Guardia Civil, obligando a uno de los guerrilleros a salir de su escondite y encañonar a los civiles, a los que desarmó dando tiempo a que el señor Anselmo, que conocía a los guardias y pidió que no se les hiciera daño alguno, huyera de allí para terminar echándose al monte, donde permaneció tres años y medio; vana fuga porque, aunque el joven Anselmo no lo supo hasta mucho tiempo después, aquellos guardias imberbes silenciaron, por miedo o vergüenza, el incidente ante sus superiores y nunca se le persiguió.







NOTA

[*] En arag., niño o joven que ayudaba al pastor adulto.

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«La impasibilidad del ánade»: Archivo personal


Ha regresado al azud  —que cuenta desde el pasado septiembre con riberas ampliadas—  la primera avanzadilla de aves estacionales, indiferentes a la gelidez del agua estancada y al rebullicio de Moisés y Ludivina, que voznan improperios intraducibles en la orilla soleada donde se levanta la Casita de los Patos, bastión reconocido y bien guardado por los cisnes negros que, antes de transigir frente a los ánades reales intrusos que usan el humedal como hábitat transitorio, escenifican su disgusto a graznidos con alguna arremetida de Ludivina, la hembra, que apenas logra una breve retirada de los visitantes hacia la orilla contraria. Como cada temporada se representa el mismo teatrillo, aumenta la presencia humana que, además de realizar un conteo de individuos y especies, no se priva de contemplar los esfuerzos de la pareja de cisnes negros y sus dos descendientes, Obarra y Telmo, moradores permanentes del azud, para mostrar su poderío. “Bah, en cuatro días estarán cisnes y patos a partir un piñón”, dice Lurditas, la alguacila, que ayuda a la veterinaria a comprobar los anillamientos y a mantener el espacio aviar en inmejorables condiciones para los ejemplares allí hospedados.

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«El solitario banco del solanar»: Archivo personal


En el solanar cercado de aligustres que hay junto a la panadería de Otilia se levantaba, años ha, Casa Coscullano, llamada de los Zabazequias, por ser sus moradores, en régimen hereditario, los que, desde tiempos lejanos, controlaban el uso de las acequias comunales y regían los turnos de riego.

El último zabazequias de la casa ya desaparecida fue Tomasito, que ejerció el cargo cerca de cincuenta años. Dicen quienes lo trataron que era un hombre cabal pero tan bajo y esmirriado que, amén de no apearle del diminutivo del nombre ni en la lápida del nicho donde reposa desde mil novecientos setenta y uno, en las localidades vecinas  que acusaban injustamente al zabazequias de favorecer a sus convecinos del Barrio  lo apodaban O pedugo [1] Coscullano.

Tomasito era hijo entenado del anterior zabazequias, un hombretón que matrimonió, ya entrado en años, con una muchacha canaria, madre soltera, que servía en la casa de los Artero, los más ricos del Barrio. Cuentan que el zabazequias viejo quiso a Tomasito como si fuera de su propia sangre y se hacía acompañar por él en sus recorridos por los canales de riego para que aprendiera bien los quehaceres del cargo.

A la muerte de Tomasito, que no se casó ni tuvo descendencia, el Ayuntamiento convirtió en acequiero  que no en zabazequias, como así consta en el pliego correspondiente—  a un empleado municipal y el primitivo vocablo de origen árabe [2] cayó en desuso. Solo la casa  hoy un arbolado en la calle del Zierzo—  se mantuvo fiel a la antigua denominación: Casa de los Zabazequias.







NOTAS

[1] En aragonés, persona de corta estatura.
[2] Sahib al-saqiya, que significa guardián de la acequia.

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«Almacenes Simeón (Huesca), diciembre de 1969»: Foto cedida


En la década de los sesenta, cuando todavía los aparatos de radiodifusión ocupaban el lugar de honor en los hogares, Radio Zaragoza emitía un programa navideño, patrocinado por el Bazar X de la capital aragonesa, que tenía como protagonista al Pájaro Pinzón; se trataba de una avecilla que ejercía de corresponsal de los Reyes Magos en Aragón, observando el comportamiento de la grey infantil y trasladando sus conclusiones semanales a Radio Zaragoza, donde, entre trinos que, naturalmente, sólo podía comprender Pilar Ibáñez, la locutora, daba cuenta de las buenas acciones de Fulanito y las barrabasadas de Menganita, cuyos nombres terminaban inscribiéndose en sendos libros: el Libro de Oro y el Libro Negro del Carbón.

En el Barrio, la chiquillería escuchaba, no sin cierta aprensión, la retahíla de nombres intercalados en uno u otro libro; en ocasiones, la rabia y la vergüenza se apoderaban de quien se reconocía como el niño que se hacía pipí en la cama o la niña que no ayudaba a su abuela a recoger leña para la estufa; en otras, un niño obediente o una niña estudiosa escuchaban, emocionados, cómo Pinzón, traducido por la presentadora, gorjeaba sus filiaciones escritas en el anhelado Libro de Oro. Ni unos ni otras sabían que era Agustín del Correo, conchabado con las familias, quien ejercía, mediante cartas semanales, de chambelán voluntario de aquel pajarito acusica al que nada se le escapaba. Y, aunque el programa dejó de emitirse, Agustín del Correo mantuvo en activo a Pinzón, atribuyéndole, además, la capacidad de transformarse en cualquier ave que revoloteara o viviera en el Barrio, ya fuera la querida Bascués  la cigüeña vieja, el búho de Casa Berches o cualquiera de los patos que la señora Camila paseaba entre las hierbas del arcén para que se alimentaran de caracolas de tierra.


…y aún sigue Pinzón —sobreviviente al inolvidable Agustín del Correo (1937-2010)—  instalado en cualquier parte, oteando, desde el primer día de diciembre, a su tercera generación de insaciables pedigüeños infantiles del Barrio.


NOTA

Edición revisada y ampliada de un artículo publicado en esta bitácora el día 18 de diciembre de 2015.

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