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Archive for julio 2013

«Tiempo de vivir, 1930»: Fotografía cedida


PROEMIO

Despierta el anciano de un sueño de segundos. Ladea la cabeza y sus ojos apagados se posan en el rostro ansioso que se inclina a depositar un beso, silencioso, tierno, en sus pómulos macilentos. “Hija…”, dice él. “Hija…”. Suspira, cierra los ojos, arrastra lentamente un brazo sobre la colcha, coge, tembloroso, la mano de ella y se deja llevar por el sopor de la morfina.


En el vestíbulo de la residencia se detiene ella a saludar a la vieja Esther, que charla con un hombre mayor no residente a quien presenta: “Es mi hermano Roentgen”. Esther y Roentgen Beltrán Bescós son hijos de L’Esquinazau y Teodora, la esposa represaliada que, junto a sus dos pequeños, sufrió prisión en el Seminario de Jaca, el fuerte Rapitán, el penal de Ondarreta y el Asilo de San José de San Sebastián, en una trashumancia carcelaria que duró hasta el 24 de junio de 1939.

¿Está mejor tu padre?”, se interesa Esther. Ella hace un gesto indefinible y, excusándose, se dirige, los ojos acuosos, al aparcamiento.


I

Desciende el viento, ligeramente fresco, por el perfil mágico de Peña Oroel y le retira a ella del rostro las tristezas húmedas. “Este paisaje reconforta”, comenta alguien a su lado.

Desfilan por el tanatorio viento y pésames vigilados por la pétrea mole ornamentada de verdes.


II

Bajo diez siglos de historia, entre pilastras cilíndricas agrisadas, arcos cruciformes y la bóveda de media esfera, la cristiana despedida.

Concéntranse deudos y allegados junto al yacente, en respetuoso silencio que se rompe a la salida del templo, bajo el crismón real custodiado por dos leones. Abrazos, condolencias, roces, despedidas.

Mira ella, serena, las figuras detenidas junto a la forja del pórtico y se lleva la mano al corazón. “Gracias por estar ahí”, musita.

Inicia el coche fúnebre el camino a la necrópolis que guarda los restos de ausencias entre rosales, mármoles, laudes y parterres.


III

Zigzaguea el viento desde la cresta somital de Peña Oroel en silente toque de difuntos.



José-Luis (1925-2013). In memoriam.

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«El señor e las msocas»: Archivo personal


«Es en las elecciones democráticas donde los pueblos legitiman a sus representantes«, proclama Mariano Rajoy Brey, crecido y peleón, mientras la policía blande las porras ante, sobre y tras el irreductible inconformismo que deambula —todavía, aunque tediosamente mermado— por plazas, callejones y avenidas.

Diez millones ochocientos sesenta y seis mil quinientos sesenta y seis votos apadrinan a quien, según su ministro de Exteriores y Cooperación, ha renunciado a la riqueza “por entregar su vida en servicio de España y en servicio de los demás”.

Diez millones ochocientos sesenta y seis mil quinientos sesenta y seis justificantes para mentir, alterar su propio programa electoral, sanear la pésima gestión bancaria, privatizar y/o demoler los servicios públicos, desasistir y empobrecer a la ciudadanía y desentenderse de los desmanes urdidos en los despachos de la sede de su partido.

La piovra[*].


Sestea la ira tras las persianas bajas mientras el registrador de la propiedad, en excedencia, departe, servil, con el empresariado patrio.



NOTA

[*] Palabra italiana que significa, en sentido literal, «pulpo», pero que, figuradamente, puede traducirse como parásito y/o mafia, en referencia a aquellos grupos de poder cuyos tentáculos copan y controlan la política y la socioeconomía.

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«El vigía»: Archivo personal


Pasado el bosquete de hayas, ya murmura el río encajonado entre las peñas que forman el pequeño congosto. Por el estrecho sendero de arenisca que circunvala, a modo de alféizar, la mole pelada y rocosa, se escuchan los pasos, firmes y espaciados, de las caminantes. Una gruesa soga deshilachada frágil y vestusto asidero separa los cuerpos andantes de la cortada que se precipita hasta el vaivén de las aguas. Al final de la travesía unos peldaños metálicos anclados en la roca devuelven a las aventureras al circuito oficialmente señalizado que termina  o se inicia, según se mire—   en las inmediaciones del azud. Y allí, en equilibrio sobre la barbacana, como aguardándolas, el gato.

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«Huellas»: Archivo personal


…y los domingos, los habitantes de los alrededores se engalanaban y se acercaban al campo. Pagaban cinco o seis francos para ver a los desgraciados españoles que malvivían en este lugar, más como prisioneros que como refugiados. Era como ir a un zoológico. Los guardias del campo hacían negocio hasta con las heces de los internos… Se las vendían a los campesinos como abono”, explica Emmeline Dejeihl delante del Memorial del Campo de Bram, campo de refugiados cuya construcción, en febrero de 1939, no llevó más de tres semanas.

Entre quince y dieciséis mil exiliados españoles de todas las edades pasaron por ese campo de internamiento que, en principio, estaba destinado exclusivamente a los ancianos. Las enfermedades, los piojos y la desnutrición se cebaron con aquellos seres huidos de la guerra de España y las represalias de los vencedores; muchos perecieron allí, detrás de la doble alambrada de dos metros y medio de altura constantemente vigilada, y fueron enterrados provisionalmente en una parcela denominada Bajouli y trasladados, en los años cincuenta, al cementerio de la vecina localidad de Montréal.

Del desaparecido Campo de Bram, siempre recordado por la pequeña ciudad de la Ruta Cátara, dio testimonio, con cerca de 600 imágenes, Agustí Centelles, fotoperiodista concienzudo y avezado, que, además, llevó un diario de su propio internamiento  desde el 1 de marzo al 13 de septiembre de 1939—  donde denunció el miserable comportamiento de las autoridades francesas con aquellas gentes exiliadas que, pese a todo, no dudarían en poner sus mermadas fuerzas y su irreductible voluntad para ayudar a liberar Francia del avasallador Tercer Reich.

Agustí Centelles, que, una vez autorizado a dejar el campo de internamiento, se instaló en Carcassonne, a pocos kilómetros de Bram, poseía entre sus pertenencias más preciadas, una vieja maleta donde guardaba más de 10.000 fotografías y negativos que componían la historia visual de la guerra (in)civil española. Aquel material lo había acompañado desde su salida de Barcelona, el 24 de enero de 1939, y había sorteado, junto con su querida Leica IIIa de 1935, aduanas, registros y confrontaciones.

Centelles, que trabajó como fotógrafo para la Resistencia, regresó a España en 1944 dejando su maleta con sus valiosos archivos en la buhardilla de la familia Dejeihl, en el número 5 de la rue Orliac de Carcassonne, donde permaneció escondida durante treinta y dos años hasta que el propio fotógrafo la recuperó en 1976.

En el año 2009 los hijos y herederos de Agustí Centelles, fallecido en 1985, vendieron el archivo del fotoperiodista al Ministerio de Cultura.

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«Yaiza»: Archivo personal


A la tía Chele, la vieja gitana amiga de la señorita Valvanera, la acerca al Barrio Sarita, la cartera, a primera hora de la mañana. “Venimos de paquetes Yaiza y yo”, le explica, jocosa, a Josefo, el camarero del bar del Salón Social, que le pone un descafeinado con leche desnatada y una tostada integral. “Las señoras todavía no han regresado del paseo, pero estarán al llegar”, le dice Josefo, que se acerca a la entrada para acariciar a Yaiza, la perrita de la tía Chele.


Yaiza, nacida en la Protectora de Animales, e hija de una hembra de Cotón de Tulear cruzada con un perro de raza indefinida, fue un regalo de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Tenga, para que se cuiden la una a la otra”, le dijo, riendo, cuando se la entregó. “Pero si es pequeñita y me va a hacer caer”, protestó la tía Chele. “Ande, ande, quejica, que de aquí a cinco minutos ya se le empezará a caer la baba con este tesoro que le he traído. Fíjese qué ojitos… Parece que digan “te quiero, yaya Chele”. ¿Ve…?”.

La tía Chele, viuda desde hace más de tres décadas, vive sola en la localidad vecina. Su hijo pequeño, Rubén, reside, con su mujer y sus tres hijas, en San Sebastián; el mayor, Antoñito, falleció, de adolescente, en un accidente de tráfico. Durante años, la tía Chele se dedicó a realizar faenas domésticas en dos o tres casas de su pueblo, a limpiar la escuela y el consultorio médico. Como, pese a todo, no había cotizado el tiempo suficiente, la señorita Valvanera la contrató como empleada de hogar hasta que pudo jubilarse un tiempo después. “Es mi hermana”, dice la tía Chele de la señorita Valvanera, que le corresponde con idéntico aprecio forjado en casi cincuenta años de conocimiento y confidencias.


A las nueve y doce llegan al bar del Salón Social, hambrientas y sudorosas, las caminantes. Ladra y salta, juguetona, Yaiza; suspira y sonríe la tía Chele.




Dicebamus hesterna die…

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La solana

«Patio, III»: Archivo personal


Se llena la tarde de moscas y bostezos.


Cabecea la araña, amodorrada, en la yema más alta de la aucuba y se entierran los caracoles en la húmeda morada del rododendro.

En la raya de sombra que proyecta la vieja pared que separa el patio de la calleja angosta que discurre paralela al barranco, duermen, quietos y estirados, dos gatos gorrones, a pocos centímetros del veteado caparazón gris y ajado de la tímida tortuga sexagenaria incrustada junto al tronco de la hiedra.
Una minúscula abeja vuela, confusa, de la parra a los geranios. En el suelo, junto a la jardinera donde se agrupan las begonias, deambulan las moscas sobre los restos de una baya estampada contra el suelo.


Se llena la tarde ardiente de moscas y sesteos.

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