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Archive for febrero 2019

«Ludivina en el azud»: Archivo personal


Al final del declive que desciende desde la antigua represa en desuso, donde los chopos blancos se inclinan hacia las varas invernales de los cornejos, tintadas de amarillo y verde, se levanta —camuflada entre arbustos desnudos, con su tejadillo agrisado y sus paredes ocres— la Casita de los Patos, convertida, desde hace cinco años, en morada de Moisés y Ludivina, la pareja de cisnes negros de Casa Urraca que se desplazan, entre siseos y ufanos gruñidos, por las frías aguas del azud compartidas en verano, no sin recelo, con las dos o tres bañistas que se sumergen, desnudas y al alba, en el oculto remanso.

La primitiva Casita de los Patos partió de un proyecto escolar dirigido por la señorita Valvanera hará unos treinta años; se construyó en la escuela del Barrio, con madera de conglomerado y tejado de pizarra —como una cabaña a escala— y el montaje final en la que sería su ubicación costó un esfuerzo físico considerable, por las dificultades de acceso, y un tobillo roto a la maestra, que perdió pie al inicio del talud. Durante varios años las tareas de mantenimiento de la Casita fueron llevadas a cabo, voluntariamente, por quienes participaron en su construcción hasta que, a raíz de instalarse Moisés y Ludivina en el azud, la dueña de las aves empezó a ocuparse, también, del pequeño refugio anexo.

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«Pared»: Archivo personal


«[…]los de izquierdas son expertos en crear anarquía, vicio, perversión, paro y gente rara y de mal vivir…».- Extracto de un comentario leído en un periódico digital.


A imitación de los cristianos viejos de antaño, ha florecido en España una nueva categoría de nacionales con pedigrí denominados «Españoles de bien«, a quienes emplazan, cual latiguillo patriótico, los nuevos cabecillas del PP y, con especial fervor, su filial de la ultraderecha. Curiosamente, el personaje cuyos huesos tanto protegen los citados de cualquier itinerancia, adquirió la costumbre de empezar sus alocuciones a la nación con un “Españoles todos”, fórmula en la que al parecer tenían cabida los buenos, los regulares, los silenciados, los que esperaban en capilla la pena capital —o el indulto, pobres ilusos— y hasta los que alentaban la conspiración judeo-masónica internacional que, en última instancia, eran los principales destinatarios, in absentia, de aquellas nutridas concentraciones en la plaza de Oriente para las que, se decía, el régimen fletaba autobuses y las gráciles y recatadas señoritas de la Sección Femenina del Movimiento preparaban bocadillos de mortadela.

Pero esa obsesiva referencia a los «Españoles de bien» —se supone que en contraposición a los españoles a secas e inmunes a tanta cancamusa— de la que abusan estos salvadores de la Celtiberia falsamente amenazada, no es novedosa; el profesor Antonio Domínguez, en un artículo publicado hace doce años en El Periódico de Aragón, ya escribía que los portavoces mediáticos habituales “reservan la frasecita de marras para aquellos ciudadanos que comulgan con sus peculiares y preocupantes valores” y que para ser un digno integrante de ese exclusivo club de españolidad sin mácula hay que “ponerse en posición de saludo y acatar sin vacilación alguna los tenebrosos sueños y dictados de unos cuantos iluminados que se consideran exclusivos detentadores de los valores patrios“.

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«Les feuilles rouges»: Archivo personal


Iliane entra, vocinglera, en la Biblioteca: “¿Pero a qué alma de cántaro se le ha ocurrido colocar a mi Canek junto al Che Guevara?”. Remarca ese «mi» con cierta fiereza posesiva, acentuando exageradamente la vocal mientras arranca, mas que coge, los dos libros de la estantería y los traslada al otro lado de la sala. “Mi Canek va en la zona de los anarquistas. A ver si nos vamos enterando”. Y sitúa 33 revoluciones y el primer volumen de Diario sin motocicleta entre un ajado libro de Emmett Grogan y El arroyo de Élisée Reclus. “Aquí están mejor”, dice. “Luego me ocuparé de colgar su fotografía”.

Canek Sánchez Guevara, peregrino existencial y disidente de realidades impostadas, huyó de ese Olimpo de Privilegiados donde la Cuba castrista acomodaba a los descendientes de sus Gloriosos Revolucionarios.
Nació en La Habana, el 22 de mayo de 1974, hijo de Hilda Guevara Gadea —hija, a su vez, de Ernesto «Che» Guevara y su primera esposa— y de Alberto Sánchez Hernández que, en 1972, formó parte del comando de la Liga de Comunistas Armados de Monterrey que secuestró y desvió a Cuba el vuelo 705 de Mexicana de Aviación. Alejado del fervor revolucionario de su padre y su famoso abuelo, empeñó sus energías en luchar contra cualquier imposición. En Cuba, formó parte de un grupo de punk-rock cuyos miembros eran considerados por las autoridades “jóvenes alienados por el imperialismo que querían destruir las instituciones de la isla”. Plasmó sus observaciones de esa época en la novela 33 revoluciones, que su padre se encargó de publicar como homenaje póstumo.

A los veintidós años, tras la muerte de su madre, Canek se marchó de Cuba. Aferrado a su mochila, su ordenador y su curiosidad, fue un errabundo militante y con sentimientos apátridas, amén de lector y escritor compulsivo que rellenaba cuartillas y más cuartillas con sus impresiones —que, a modo de crónicas, se fueron publicando en los diarios Milenio y Le Nouvel Observateur— ante el espectáculo de la vida que observaba en cada rincón que se convertía, momentáneamente, en su hogar. Sus experiencias viajeras por Europa y América se recogieron posteriormente en cuatro volúmenes, editados en España por Pepitas de Calabaza, bajo el título Diario sin motocicleta, juego de palabras que hace referencia al libro de viajes de su abuelo llevado a la pantalla grande como Diarios de motocicleta

El 21 de enero de 2015 la vida de Canek Sánchez Guevara se extinguió en la mesa de operaciones de un hospital de Ciudad de México, mientras se le sometía a una cirugía cardíaca. Tenía cuarenta años.

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