«Yaiza, II»: Archivo personal
Los tres mastines del Pirineo que guardan los establos de la yeguada de [Casa] Foncillas apenas se envaran cuando ven acercarse a la veterinaria y a la perrilla. Las contemplan, muy quietos, durante unos segundos y olisquean al aire cuando ambas traspasan la puerta de la valla metálica. Yaiza, en cambio, se acerca a ellos, altanera, con la acaracolada cola tiesa y una sucesión de gruñidos que los grandes canes ni se molestan en tomar en consideración. Después, la perrilla se acerca, ya distendida, lanza varios ladridos y, con el rabito en inquieto balanceo, brinca ante los hocicos de los molosos y se deja lamer por dos de ellos mientras Mayoral, el más viejo, se tiende, displicente, junto al abrevadero de madera, cierra los ojos y se evade de las evoluciones de la pequeña intrusa de cuatro patas. Cuando las manos de la veterinaria, acuclillada junto a él, le acarician el lomo, Mayoral se estira, lánguido y meloso, vuelve la cabeza un instante y reacomoda su robusto cuerpo en el suelo de tierra salpicado de humildes hierbas.
Desde el establo llama, impaciente, Caminera, la yegua, con un relincho largo que obliga a la veterinaria a erguirse y traspasar, seguida por Yaiza, el vano sin puerta donde el equino, en fase de recuperación de un molesto cólico, espera para su terapéutico paseo matutino.