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Archive for noviembre 2011

«Photoart #006»: Teddynash


Como si el panorama judicial anduviera escaso de arbitrariedades, el presidente en funciones y sus postreros ministros han decidido gratificar a Emilio Botín  -un caballero de la banca que olvidó declarar a la Hacienda Pública hispana unos eurillos que le rentaban copiosamente en una macroentidad suiza– con el indulto para su hombre de confianza, Alfredo Sáenz, imputado por una bagatela, la presentación, cuando presidía el Banesto, de una querella contra tres empresarios por estafa y alzamiento de bienes, siendo conocedor  -el después condenado e indultado-  de la falsedad de la denuncia, que no tenía más objeto que el (ab)uso de los mecanismos judiciales para ejercer presión contra los querellados y conseguir que hicieran efectiva una deuda de 639 millones que debían sus empresas.

Don Alfredo, a quien el Tribunal Supremo condenó a tres meses de prisión y de inhabilitación para el ejercicio bancario por un delito de acusación falsa, ha vuelto al redil del Santander ocupando su antiguo puesto como consejero delegado, se cree que irradiando gratitud hacia su jefe, don Emilio, experto hacedor de surrealistas cucamonas.

Estás haciendo un gran trabajo en Economía. […]Soy optimista respecto a la economía española a corto y a largo plazo”, le decía el banquero cántabro a un aletargado Rodríguez Zapatero el pasado septiembre, en plena debacle generalizada. El todavía presidente, ajeno al ¿sarcasmo?, y quizás arrobado por la palabrería de quien en junio se había visto obligado a ingresar en las arcas del estado doscientos millones de euros a cuenta del affaire suizo, correspondía asegurándole que “el éxito del Santander es el éxito de España…  Tienes mi apoyo, el de mi Gobierno y, lo sabes, el de toda la población”.

Y no, el festival de zalamerías no tuvo lugar en el teatro Calderón de Madrid, donde se graba El Club de la Comedia, sino en la sede del Banco de Santander, en la Ciudad Financiera de Boadilla del Monte.

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La busca

«Sea Rose»: Meredith Bricken Mills


Allá donde la íntima pena buscaba las tinieblas abisales descubrió un Edén invertido, limpio, luminoso, calmo.
Y la Voz  -aquella Voz-   en los tímpanos permanentemente atesorada, címbalo de pueriles primaveras y veranos pubescentes.

[…]

…y así, todavía con el aroma floral suspendido en la consciencia, dejó que los pétalos de la rosa impulsaran su cuerpo desmadejado a la oxigenada superficie para seguir restándole segundos al olvido.

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Apenas cuarenta minutos después de comenzar el servicio de comidas, Josefo, el encargado del bar del Salón Social del Barrio, borra  -de la pizarra donde se anuncia el menú del día-  el plato estrella de la jornada, canelones de setas y jamón. “Todas las raciones posibles, ya están pedidas”, dice. Rafael de [Casa] Artero refunfuña: “Luego dirán que hay crisis… Medio pueblo comiendo en el bar en día laborable… Aquí no hay puta pobre”. Olarieta, la madre de Josefo, que sale de la cocina con una humeante fuente de borrajas con gambas, se le encara: “¿Otra vez de mal toque, Rafael…?”. Las risas indisimuladas de los comensales acompañan al hombre hasta la barra desde donde, acodado, finge contemplar el paisaje enmarcado en la galería acristalada que mira a la hondonada del río.

A Rafael   -viudo y atildado sesentón-  le dejó su padre, el señor Hipólito, un envidiable patrimonio que fue mermando hasta resultar insignificante. “Muerto el abuelo, todos morriaban y ninguno pencaba”, se dice en el Barrio, donde los Artero han contado, tradicionalmente, con escasos valedores; solamente del señor Hipólito  -que entró a formar parte de Casa Artero por vía matrimonial y que falleció a principios de los setenta-  se guarda unánime y respetuoso recuerdo.

Cuando el comedor se despeja y los manteles azulados son sustituidos por tapetes de guiñote, Olarieta se sienta junto a la señorita Valvanera, la antigua maestra del Barrio, que toma una infusión en la sala de lectura. “¿Querrá creer, Valvanera, que en el fondo me da pena ese hombre…?”.


La tarde  -sol y viento-  se instala, con luminosa coquetería, en el mirador mientras la calidez de la estancia decora, con desiguales pinceladas blancas, las aristas cristalinas.

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