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Humana apariencia

«De humani corporis fabrica»: Archivo personal


En el Archivo Histórico Nacional, entre los expedientes ejecutados por el Santo Oficio, se halla el legajo 234 (exp. 24), en el que se reflejan, de manera harto prolija, las acusaciones, declaraciones y disposiciones judiciales que el Tribunal de la Inquisición de Toledo, presidido por Lope de Mendoza, incoó y ejecutó contra María del Caño y Elena de Céspedes, ambas acusadas de sodomía y profanación del sagrado vínculo matrimonial y, la segunda encausada, además, de usurpación de vestimenta masculina, bigamia, herejía, apostasía y hechicería, cargos que a la rea Elena de Céspedes le acarrearon, en el Año del Señor de 1588, la confiscación de bienes, diez años de trabajo hospitalario sin retribución y doscientos azotes que recibiría, en públicos Autos de Fe, en dos tandas de cien, en las localidades de Yepes y Ciempozuelos. María del Caño, merced a los esfuerzos de Elena para probar su inocencia y desconocimiento, obtuvo, indemne, la libertad, con la prohibición expresa de mantener cualquier tipo de contacto con la condenada.

La extraordinaria y novelesca historia de Elena de Céspedes —mulata y esclava herrada en ambas mejillas, que halló la libertad y el amor transformada en hombre y cuyo empecinamiento vital estuvo a punto de costarle la vida— es la historia de la lucha de un ser humano por vivir y sentir de acuerdo a sus propias convicciones, en una sociedad donde el papel de la mujer carecía de relevancia y su supeditación a los dictados masculinos no se cuestionaba.


Elena, nacida mujer en 1545, pobre y libre —aunque herrada en la adolescencia en el rostro, cual esclava—, originaria y con residencia en tierras granadinas, hija de la esclava africana Francisca y del bien situado comerciante Benito de Medina, en cuya casa laboró como criada hasta matrimoniar obligada con un albañil, Cristóbal Lombarda, que la abandonó, embarazada, a los tres meses de la boda, juró ante el Tribunal de la Inquisición que su condición física de mujer se vio extrañamente mermada tras el nacimiento de su hijo —al que, por no poder alimentar, hubo de dejar con unos panaderos—, advirtiendo, tras el parto, que en sus partes femeninas le habían nacido unas excrecencias similares a las que poseen los hombres en las suyas, aunque de tamaño más discreto y que, un tiempo después, notó cómo aquello que podía ser un pene aumentaba de volumen cuando se hallaba junto a mujeres de su gusto, por lo que entendió que podía ser hombre como antes había sido mujer.

Tras una reyerta pública, en la que laceró con un cuchillo a un hombre que se propasó con ella —acción por la que fue condenada a pasar un tiempo en la cárcel—, Elena decidió fajarse los pechos y vestir de hombre —haciéndose llamar Eleno de Céspedes—, entendiendo que era la única solución para moverse libremente y establecerse como cirujano, oficio que desempeñó —tras haber sido criada, sastre, calcetera…— el resto de su vida y en el que tuvo ocasión de ejercitarse en la Revuelta de las Alpujarras, donde sirvió diligentemente como soldado y sanador bajo las órdenes de Luis Cristóbal Ponce de León. Por esa época, Elena —ya como Eleno— había tenido contactos carnales satisfactorios con mujeres que, en ningún caso, dudaron de su masculinidad.

El día que Eleno de Céspedes conoció a la joven María del Caño y se enamoró de ella, comenzó la cuenta atrás que daría con sus huesos en la prisión inquisitorial de Ocaña, reo de cargos susceptibles de transportarlo a las hogueras donde se quemaba a quienes se rebelaban contra los sacrosantos preceptos establecidos. Porque Eleno de Céspedes no sólo se enamoró de María del Caño, sino que decidió casarse con ella, circunstancia que llevaba aparejada una obligatoria revisión médica para comprobar que el futuro desposado estaba en posesión de los atributos necesarios para la generación. En el caso de Eleno, el médico que comprobó su masculinidad fue don Francisco Díaz, médico personal de Felipe II, que no encontró impedimento alguno para que se llevara a cabo el matrimonio canónico, a celebrar en Yepes.

Casados Eleno y María en 1586, parecía que la felicidad sería vitalicia, mas no duró sino un año. El 17 de julio de 1587, un hombre —se cree que el mismo al que había acuchillado años atrás en Granada— la reconoció y la denunció a las autoridades civiles bajo la acusación de “mujer que iba vestida de hombre y convivía en aparente matrimonio con otra mujer”, delito que atrajo al Santo Oficio toledano, que encarceló al matrimonio, hizo revisar a Eleno por el galeno real y otros doctores designados, que confirmaron —retractándose esta vez don Francisco Díaz de su primigenia opinión— que se trataba de una fémina, y enjuició a ambas dictando la ya conocida sentencia.

En su descargo, Elena alegó que aquellos atributos que el médico de Felipe II había confirmado, en la primera revisión, como masculinos, los había ido perdiendo a trozos putrefactos debido a un cáncer, raspándose ella misma, por sus conocimientos de cirujano, los restos adheridos a la carne y sin conocimiento de su esposa María de Caño, con la que hacía unos meses que no intimaba.


En 1589, se pierde para siempre la pista de Elena/Eleno de Céspedes y de su amada María del Caño, aunque se cree que los servicios hospitalarios a los que fue condenada atrajeron infinidad de pacientes pobres, dada su generosidad y buen hacer. O eso asegura el catedrático y escritor Agustín Sánchez Vidal en su espléndida novela Esclava de nadie, ganadora, en 2011, del Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, en la que, con la minuciosidad acostumbrada, el autor recrea la vida de la impetuosa alhameña Elena de Céspedes a partir de la documentación archivada sobre su juicio y condena.




ANEXO

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NOTA

Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 14 de septiembre de 2019.

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«El teatro Olimpia en los años 30»: Archivo de fotos antiguas


En el Coso Alto —que, con el Coso Bajo, conforma la vía peatonal que discurre por el centro de Huesca—  se levanta la fachada neoclásica del teatro Olimpia, construido por iniciativa privada e inaugurado el 9 de junio de 1925. Cerrado para su reforma y rehabilitación en 2003,  volvió a abrir sus puertas en 2008 [FOTO], regresando a la vida de una ciudad que, pese a su poca extensión y número de habitantes, goza de variadas propuestas socioculturales de las que el Olimpia ha sido, muchas veces, el anfitrión, como en el caso del Festival Internacional de Cine que, cada mes de junio, convierte Huesca en la capital de cortometrajes y documentales, habiendo adquirido tal relevancia que la preselección de los cortos que optan al Óscar y al Goya se realiza partiendo de los premios recibidos en la Sección de Concurso del Festival de Huesca.

Imposible dejar en el tintero, a propósito del Festival de Cine, el premio «Francisco García de Paso», con galardón pero sin dotación económica, que distingue al cortometraje que más destaca por resaltar los valores humanos. Paco García de Paso (1948-1994), que da nombre al premio, fue profesor de quien esto escribe; hombre talentoso y persona bondadosa, dejó su marchamo humanista en los muchachos y muchachas que tuvieron el privilegio de asistir a sus seminarios en el instituto Ramón y Cajal y al que, pese al tiempo transcurrido, mantienen en el recuerdo.

Fue el inolvidable Paco quien, en cierta ocasión, en una charla informal sobre el anarquismo, habló a las chicas y chicos del mitin multitudinario que la CNT celebró en el teatro Olimpia aquel domingo, 26 de enero de 1936. Lo organizó y presidió el admirado Ramón Acín Aquilué (1888-1936) que, en su alocución inaugural, resaltó la importancia de las mujeres, dueñas de su destino y compañeras de los hombres, siempre a su misma altura,  en su lucha para conquistar la libertad y la emancipación. Al discurso de Acín siguieron los de otros conocidos anarquistas: los aragoneses Miguel Chueca Cuartero (1901-1966) y Miguel Abós Serena (1889-1940) y el escritor y periodista gaditano, representante de los sindicalistas andaluces, Vicente Ballester Tinoco (1903-1936).

El tema central de las disertaciones fueron las elecciones generales que iban a celebrarse aquel 1936, resaltándose los recelos de la CNT por la pusilanimidad de los partidos de izquierda concurrentes e insistiéndose —con independencia de decidirse por votar o abstenerse— en la necesidad de mantenerse alertas ante el fascismo para no ceder en la conquista de las libertades. Ninguno de aquellos hombres de convicciones firmes ni el público asistente podían prever que, seis meses después, un golpe militar daría lugar a una guerra que destrozaría vidas y anhelos de muchos españoles; incluidos los presentes en aquel histórico mitin.

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«Una tronera abierta a la historia»: Archivo personal


Aprovechando el Día de Aragón y de camino al Observatorio de Aves Mas de Bunyol, recalan los viajeros en un emplazamiento bajoaragonés de belleza sublime. Arriba, coronando el cerro donde se asienta la localidad, el castillo palacio [FOTO], rescatado del abandono y espléndidamente rehabilitado en los años ochenta del siglo XX; abajo, el río Matarranya/Matarraña, lamiendo con su caudal irregular los tajamares del excepcional puente de piedra [FOTO] que, por una puerta de sillería con torreón almenado y una hornacina con la imagen del santo Roque —protector contra las epidemias— conduce a los visitantes a Valderrobres, villa de extraordinarias arquitecturas que combinan y aúnan el arte gótico, el renacentista y el manierismo en un conjunto monumental bellísimo que jalona, de uno y otro lado, las pendientes empedradas de sus medievales callejas hasta la cima, donde, allá por el siglo XIV, un humilde torreón, quizás musulmán, terminó convertido en un señorial palacio  —intercomunicado con la iglesia de Santa María la Mayor—  que fue residencia de sucesivos arzobispos de Zaragoza —señores feudales y amos de estas tierras— merced a la donación que, en el siglo XII, había hecho de ellas Alfonso II de Aragón al cabildo zaragozano, tras conquistar este territorio para la Corona.

Tres siglos después de la concesión, el arzobispo García Fernández de Heredia —quien más empeño puso en engalanar el que, en principio, solo iba a ser un castillo defensivo, además de ordenar el amurallamiento de la villa y la construcción del puente—  fue asesinado en ruta a su feudo valderrobrense, cuando regresaba de las Cortes de Calatayud, tras dirimirse qué candidato al trono aragonés era el más idóneo para sustituir al monarca Martín I, muerto sin descendencia. Las luchas e intrigas entre las distintas facciones por hacerse con la titularidad de la Corona de Aragón, llevaron a Jaime II de Urgel, que se postulaba como futuro rey, a encargar el asesinato del arzobispo, valedor, en última instancia, del infante castellano Fernando de Antequera, que terminaría ocupando el trono como Fernando I de Aragón.

El señorío arzobispal de Valderrobres se mantuvo ligado a la nobleza eclesiástica hasta la desamortización de Mendizábal, pasando después a manos del Estado y quedando el castillo palacio y su portentosa iglesia en semiabandono durante muchos —demasiados— años.

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«Rojos»: Archivo personal


Un Ramón J. Sender (1901-1982) absorto, levemente hosco, con el sombrero borsalino colocado distraídamente sobre la noble cabeza encanecida, resalta entre la amalgama de ocres y naranjas, con tenues trazos rojizos, de la pared que comparte con su amigo Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) y su compañero epistolar Joaquín Maurín (1896-1973). Cerca, sonriente y juvenil, Ana María Navales (1939-2009) contempla al circunspecto Miguel Labordeta (1921-1969) levemente girado hacia un pensativo Francisco Carrasquer (1915-2012).


Sobre el atril, Siete domingos rojos, la novela elegida por la señorita Valvanera para el libro-fórum.

La mejor. La del Sender más ágil. Su primera mirada crítica hacia el modus operandi anarquista de la etapa republicana, antes de buscar su sitio en el comunismo, al que terminó detestando para crear su propia rebeldía, siempre con los retales de sus desgraciados recuerdos.


Silencios. Los mismos silencios del Ramón doliente, jamás recuperado del asesinato del hermano, Manuel Sender Garcés, y la esposa, Amparo Barayón.

A Manuel Sender Garcés, el amado hermano, abogado de 31 años, miembro de Izquierda Republicana, que había sido alcalde de Huesca en dos ocasiones, lo fusilaron los fascistas el 13 de agosto de 1936, junto a Mariano Carderera, alcalde en ejercicio, Mariano Santamaria, teniente de alcalde y Miguel Saura Serveto, cenetista benasqués. Una lápida [FOTO], colocada el 14 de abril de 2003 sobre la fosa compartida en el cementerio oscense, los recuerda.


Silencios. Exilio. Recuerdos rotos de aquella Amparo, exultante, de los años treinta, trabajadora de Telefónica, experta mecanógrafa y ágil pianista a la que ronda Ramón en 1931 y que le sería arrebatada el 11 de octubre de 1936, asesinada en Zamora por ser la esposa del escritor aragonés.


Silencios. Exilio. Crepita el dolor en las entrañas. Se inflama. Arde. Se eternizan las llamas. Se suceden los libros. Dolor. Charlas. Amargura. Libros. Conferencias. Dolor. Dolor.


Y entonces dijeron que venía. Venía a España. Venía a Huesca. ¡Venía a Huesca! Sender regresaba a su tierra. Daría una conferencia en el Centro Cultural Genaro Poza.

Ramón José Sender había previsto viajar a Huesca en domingo, el 2 de junio de 1974, pero impuso una condición: que se depositara un ramo de flores sobre la fosa donde se sabía que reposaban los restos de su hermano Manuel. Idas y venidas de los organizadores. Miedo. Sender, firme: Solo irá a Huesca cuando la tumba de su hermano sea señalada con un ramo de flores. Miedo. Cuchicheos. Llamadas al Gobierno Civil. Murmullos. Las autoridades franquistas ceden y Manuel Sender Garcés, vilipendiado, asesinado y sepultado en el obligado olvido, obtuvo su ofrenda floral. Entonces, y solo entonces, Ramón José Sender se asomó a la ciudad que tanto le dolía y desgranó sus recuerdos de un verano  —de hace tanto, tanto, tanto tiempo—   pasado en el Pirineo.


Mora Sender entre los cromáticos muros del ala aragonesa de la Biblioteca del Barrio, donde sisean las hojas y susurran los seres retratados. Sobre el atril, el libro. Y un grupo de sombras que, en silencio, caminan hacia la puerta dejando tras de sí recuerdos y penumbra.

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«Castillo de Montearagón»: Archivo personal


No pararé, padre y rey mío, hasta que la ciudad sea nuestra”, cuentan que prometió, el 4 de junio de 1094, Pedro I ante el agonizante Sancho Ramírez, rey y comandante de los ejércitos aragoneses, herido de muerte por una aciaga flecha ante las poderosas murallas de la ciudad musulmana de Wasqa  Bolskan íbera y Osca romana, la urbe más al norte de todo Al-Ándalus, vasalla del rey hudí Al-Musta’in II de Saraqusta.

Sancho Ramírez, rey del todavía joven y poco extenso reino pirenaico de Aragón y de Pamplona, había puesto cerco a Wasqa, rico waliato  de unos cinco mil habitantes, con cuatrocientos años de gobierno árabe y pieza clave para la expansión del reino hacia el sur. Los aragoneses conocían bien el terreno que hollaban; durante años, habían mantenido excelentes relaciones con aquellos a quienes pretendían conquistar, unas veces como recolectores de las opimas cosechas de los campos que se extendían extramuros y, otras, como aliados en los conflictos que los gobernadores árabes mantenían con otros territorios. Pero la necesidad de ampliar su reino había llevado a Sancho a intentar hacerse con aquel enclave que, de ser conquistado, abriría las puertas a futuros logros.

En las cercanías de la fortificada Wasqa, en un monte pelado, había mandado levantar el rey aragonés un soberbio castillo-abadía que se alzaba, provocador y majestuoso, a escasos kilómetros del amurallado recinto musulmán de cien torres imponentes. Y a ese castillo, llamado de Montearagón, se trasladó el rey para dirigir el hostigamiento contra la deseada urbe que se extendía a sus pies. Al oeste de la ciudad cercada, en otro cerro estratégico conocido como El Pueyo de Sancho, mandó edificar un baluarte de vigilancia permanente entre Wasqa y la Taifa de Saraqusta.

Caído Sancho Ramírez junto a la anhelada ciudad, su hijo Pedro tomó el relevo con idéntico ímpetu. Diez años tardaría la musulmana Wasqa en abrirse, derrotados sus valedores, ante sus nuevos gobernantes.
El 19 de noviembre de 1096, los ejércitos aragoneses y navarros, enfrentados a las tropas árabes y castellanas que defendían Wasqa, vencieron a sangre y hierro en la pavorosa, y dicen que mágica, batalla de los llanos de Alcoraz, en los aledaños de la localidad sitiada, con el inestimable concurso del santo caballero Jorge y su corcel volador.


«…invocando al Rey el auxilio de Dios nuestro señor, apareció el glorioso cavallero y martir S. George, con armas blancas y resplandecientes, en un muy poderosos cavallo enjaeçado con paramentos plateados, con un cavallero en las ancas, y ambos a dos con Cruces rojas en los pechos y escudos, divisa de todos los que en aquel tiempo defendían y conquistavan la tierra Santa, que aora es la Cruz y habito de los cavalleros de Montesa. Espantaronse los enemigos de la fe viendo aquellos dos cavalleros cruçados, el uno a pie, y el otro a cavallo: y como Dios les perseguía empeçaron de huyr quien mas podía. Por el contrario los Christianos, aunque se maravillaron viendo la nueva divisa de la Cruz: pero en ser Cruz se alegraron, y cobraron esfuerço hiriendo en los Moros: y assi los arrancaron del campo y acabaron de vencer».

—Fragmento de la Crónica de la batalla de Alcoraz, escrita por Diego de Aynsa en 1619—.


Ocho días después, Wasqa abría sus siete puertas a los nuevos señores y se inclinaba ante el rey Pedro I, que ascendió, victorioso, por las empinadas callejuelas que llevaban hasta la mezquita mayor, conocida, popularmente, como Misleida. Huesca —con parte de su población musulmana emigrada y repoblada por aragoneses pirenaicos, mozárabes y francos—  entraba a formar parte del Reino de Aragón.





NOTAS

  • Una leyenda del siglo XIII atribuye a San Beturián el triunfo de las tropas aragonesas sobre las castellano-musulmanas. Cuéntase que el santo se apareció al mismísimo rey Pedro I antes de la refriega prometiéndole ayuda si acudían a la lucha portando las reliquias guardadas en el cenobio situado en la Peña Montañesa. La relación de San Jorge con la batalla de Alcoraz no se establecería hasta dos siglos después.
  • El Pueyo de Sancho, a cuyos pies tuvo lugar la batalla de Alcoraz, se conoce actualmente como cerro de San Jorge, uno de los pulmones verdes de la ciudad de Huesca. En su cima se halla la ermita de San Jorge. El santo es, además, desde el siglo XV, uno de los patronos de la ciudad —junto a San Lorenzo y San Vicente Mártir—.

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«Puente medieval sobre el río Fluviá»: Archivo personal


¿Ves, yaya…? Esa fue la bandera de la Corona de Aragón, cuando éramos un imperio. Cuatribarrada, la llamamos”, indica Jenabou señalando la enseña ondeante mientras recorren, en este sábado casi veraniego, los ciento cincuenta metros del puente fortificado de diseño angular sobre el rio Fluviá, arañándole a la tarde los últimos momentos con maman Malika, recién salidos los cinco del restaurante donde tristeza y suspiros planearon del primer plato al postre en tanto Pieguí, hermano de la veterinaria e hijo de maman Malika —a la que había ido a buscar para llevarla a Béziers—, encadenaba anécdotas de venturosas niñeces en la casa materna y les mostraba fotos recientes de sus hijas, tan pequeñas todavía, pero, afirmaba, “con aires de futuras gitanas guerreras”.


Unos y otro habían arribado a Besalú casi a la vez. Fue Jenabou la primera en avistar a Pieguí, fotografiando un edificio gótico-renacentista, elevado sobre soportales [FOTO], en la calle Comte Tarrafello, cerca del restaurante en el que habían reservado sitio para la despedida a maman Malika. “Pensé que, con un poco de suerte, igual te habías perdido y la yaya se quedaba con nosotros unos días más”, le espetó la niña a su tío en cuanto se reunieron. Fue ella, también,  la que, buscando retener a su abuela el máximo tiempo posible, se obstinó en alargar la vuelta por la localidad medieval, lentificando a conciencia los pasos del grupo en tanto se detenía una y otra vez ante las bien conservadas edificaciones [FOTO] de la Judería, fingiendo ensimismarse en cada detalle y demorándose en las tiendas de souvenirs para, justificaba, comprar postales y “mirar algún recuerdo para regalarle a yaya”, lo que obligó a Étienne a telefonear al restaurante para avisar que llegarían más tarde de lo previsto.

La aparente vitalidad de Jenabou y la promesa hecha el día anterior a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio —“No haré difícil la despedida, de verdad, mamá”— fenecieron durante la comida, entre bocado y desgana, lágrimas refrenadas con dificultad y un mutismo al que solo puso fin cuando se encaminaban a los vehículos y se empecinó en aquel último paseo por el puente, antes de que maman Malika y ella se separaran para tomar direcciones opuestas.

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«Calle Redín»: Archivo personal


Dejan los Limones negros de Javier Valenzuela el Tánger nocturno desde el que se avistan las luces de Tarifa para recorrer   —livianos, en un bolsillo lateral de la mochila—  el viejo bastión pamplonés del Redín, la parte más antigua de la muralla abaluartada de la ciudad.

Celebra, sonoro, el empedrado el ascenso por la calle donde los cordeleros domaban el esparto y transformaban el cáñamo en cuerdas de distintos grosores al son del trajín de los peregrinos en ruta a Compostela que accedían a la villa fortificada por el portal de Francia [FOTO] para recalar en los chacolines, las tabernas de mesas lacradas por el vino agrio derramado en los innumerables trasiegos.

Se acomodan los paseantes actuales en el mirador [FOTO], allí donde el frío sigue batallando sobre la soledad de la terraza del mesón del Caballo Blanco [FOTO], falso enclave medieval construido en 1961 con los restos del derribo del palacio de Aguerre y la bóveda gótica de la que fuera la famosa taberna de Culoancho, guardando en sus hechuras la esencia de aquella Pamplona guerrera y defensiva, pero acogedora, del siglo XVI.


Y, entonces, la casa natal del tío Sabas, que me habéis dicho, ¿está por aquí?”, pregunta Pilar-Carmen, impaciente, rompiendo el hechizo. “¿De Sabicas? Está cerca, detrás de la catedral. Ahora mismo vamos”, dice la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Deshacen el camino andado. En el banco del mirador, los Limones negros de Javier Valenzuela —concienzudamente olvidados—  aguardan que algún otro amante de los libros los haga suyos.

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«Los pedigüeños de la playa»: Archivo personal


La vieja Tarraco yergue sus preservadas y majestuosas ruinas ante las que se rinden, admirados, los visitantes este sábado luminoso y nada invernal, con el horario muy ajustado para comenzar la media maratón histórica y sin perder de vista el apacible Mediterráneo que, como en la antigüedad, acaricia la suave arenisca de la urbe que dio nombre a una de las más extensas provincias de la Hispania romana.

Aquí, en la cabecera de la Hispania Citerior Tarraconensis, con los ojos fijos en el graderío tallado en la roca y el olor a mar penetrando en los poros, uno imagina el Anfiteatro [FOTO] rebosante de público asistiendo al cruento espectáculo del martirio del obispo Fructuoso y los diáconos Eulogio y Augurio que, según la audioguía, fueron quemados vivos en la arena el 20 ó 21 de enero del año 259, en tiempos del emperador Valeriano, en el mismo escenario donde los habitantes de la ciudad ligada a los Escipiones disfrutaban, con parejo entusiasmo y separados según su estatus, de luchas entre gladiadores, cacerías y exhibiciones atléticas, protegidas en verano las testas de los asistentes de la molesta radiación solar por una inmensa carpa, el velum, que se desplegaba sobre el graderío para que las largas horas de esparcimiento no derivaran en insolación de la concurrencia.

Más allá de la arena del martirio, el Circo [FOTO], mandado construir por el emperador Domiciano, con buena parte de sus estructuras enterradas entre los cimientos de decadentes edificios decimonónicos, guarda el eco de las bigas y cuadrigas cuyos conductores se jugaban la integridad física en demenciales carreras que comenzaban una vez asomados los carros por las bocas de las bóvedas interiores [FOTO], laberínticos túneles que sostenían las gradas y que, según cuentan, se adentran varios kilómetros por el interior de la ciudad.

Cualquier plaza, paseo o calleja de la antaño llamada Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco guarda sus retazos romanos convivientes con establecimientos hosteleros y comerciales y viviendas que muestran porciones de los antiguos foros, torres y templos, desperdigados y, en muchos casos, transformados y apuntalados por los diversos pueblos que se asentaron en Tarragona tras la decadencia del Imperio. El Casco Viejo aún conserva mil cien metros de la pretérita muralla que expone muchos de sus lienzos bien conservados, vencedores del tiempo, del maltrato y la indiferencia, muestrario, con el resto de las edificaciones, de una época y unos constructores que quisieron renegar de lo efímero.

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Balsa de Guenduláin1

«Balsa de Guenduláin»: Archivo personal


De camino hacia el despoblado de Guenduláin, recuerda Iliane aquel día de hace quince o dieciséis años, cuando las hermanas Cristea y ella hicieron borota [*] en el instituto y marcharon con las bicis, sin un destino fijado, por aquel sendero de tierra que las condujo, entre arbustos y hierbajos selváticos, a las orillas de la balsa de Guenduláin, en medio de un paraje fantasmal y solitario por el que, con cierta congoja, transitaron hasta llegar a dos edificaciones en ruinas, lienzos de grafiteros, donde Madalina creyó advertir unas sombras. No solo no se acercaron sino que dieron media vuelta, con el miedo asido a los esternones y la sensación de hallarse entre presencias malignas que las perseguían, invisibles, como si de un mal sueño se tratara.

De aquella extraña aventura les quedó la vaga impresión de haber hecho el ridículo ante sí mismas, amén de unas punzantes agujetas en muslos y pantorrillas y, meses después, el primer premio en el III Concurso de Relatos en Euskera del Instituto, obtenido por Camelia Cristea, con una narración de tintes góticos sobre una supuesta Dama de Guenduláin que habitaba en la balsa y se alimentaba de las almas de los incautos que se atrevían a acceder hasta sus dominios. “Nunca pensamos que volveríamos”, confiesa Iliane.

Parece como si aquí se hubiera detenido el tiempo. Está igual que entonces, y la balsa sigue semejándose a la charca del ogro Shrek”, afirma Camelia.

La vegetación, teñida de otoño, se alza, profusa, alrededor del agua y a cada lado del camino hasta llegar frente a las ruinas, tristes ruinas, de lo que siglos atrás fueron la iglesia de San Andrés [FOTO], construida en el siglo XVI, y el castillo palacio del Señor de Ayanz [FOTO], ambos edificios dejados a su albedrío, sucios de grafitis en sus partes inferiores pero todavía, en su alzada, mostrando la grandeza de su pasado.

En ese castillo palacio de finales del siglo XV que cualquier observador intuye majestuoso en origen pese a su tremendo deterioro, nació Jerónimo de Ayanz y Beaumont (1553-1613), representante, con todos los honores, del hombre renacentista por excelencia y precursor de grandes inventos, como la mismísima máquina de vapor, el aire acondicionado, el traje de buzo y el submarino, entre otros. Fue, además, militar, pintor, cosmógrafo, científico y músico. Sus restos reposan, sin lápida, en la Capilla del Socorro de la Catedral de Murcia, ciudad de la que fue Regidor por nombramiento del rey Felipe II, a cuyo servicio había entrado, con apenas catorce años, en calidad de paje.








NOTA

[*] En Navarra, se denomina hacer borota al acto de saltarse las clases, hacer novillos.

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«Entre lo divino y lo terreno»: Archivo personal


A principios del siglo XVII, un número indeterminado de copias de un oscuro manuscrito escrito a finales del siglo XV y culminado en 1507 —donde se hace un prolijo listado de familias judías del Reino de Aragón que optaron por la conversión al catolicismo para evitar que se les aplicara el Decreto de los Reyes Católicos que las condenaba a ser expulsadas de España— adquiere tal relevancia por los datos sensibles que expone y en los que se ven reflejados y señalados linajes aragoneses cuyos miembros ocupan puestos eximios en los estamentos de poder, que la Diputación General del Reino, institución sobreviviente de la antigua Corona de Aragón que ya había examinado el oprobioso manuscrito en 1601, se ve impelida a solicitar, en 1615, amparo a Felipe IV de Castilla (III de Aragón) y a la propia Inquisición para que se censure y prohíba el infamante libelo que amenaza con socavar, como si de una cruzada se tratara, los pilares de la sociedad aragonesa que, a tenor de lo revelado en tales páginas, ostenta tantas máculas e impurezas en sus ancestros  —en su mayoría judeoconversos pero también moriscos—  que, de aplicarse los Estatutos de Limpieza de Sangre, no habría familia ni gremio que se salvara de purgas y anatemas.


El supuesto autor del manuscrito  —sobre el que los estudiosos no se ponen de acuerdo, considerando algunos que la autoría es anónima—, Juan de Anquías o Anchías, fue un allegado de la Inquisición que desarrolló su oficio en la Rioja y en las ciudades de Huesca y Lérida, así como en Zaragoza, población que abandonó al declararse la peste para acogerse en Belchite, lugar en el que, según asegura en el prólogo que quizás añadió a posteriori al manuscrito, «deliberé de hacer este sumario por dar luz a los que tuvieran voluntad de no mezclar su sangre limpia con ellos y se sepa de qué generaciones de judíos descienden los siguientes, para que la expulsión general de ellos hecha en España en el año 1492 no quite de la memoria a los que fuesen sus parientes». Parece ser, además, que esta insidiosa advertencia contra los linajes aragoneses de orígenes impuros, guarda relación con el asesinato en Zaragoza de Pedro de Arbués (1441-1485), Inquisidor de Aragón, que fue ejecutado por judeoconversos ante el altar mayor de la Seo zaragozana, dando lugar a una de las represiones más feroces que se recuerdan, a las que el censo de Juan de Anquías o Anchías, aún incompleto entonces pero bien detallado en las filiaciones anotadas, ayudó en la tarea.


El exhorto de los mandatarios aragoneses, dado el descrédito y la deshonra que suponía, pese a haberse redactado un siglo antes, el que ya era llamado Libro Verde de Aragón (en alusión al color de las velas de los Autos de Fe), tuvo cumplida respuesta a favor. En 1620, el Tribunal de la Inquisición decretó la prohibición de tenencia del manuscrito, su lectura, copia y propalación, realizándose, además, en 1622, en la plaza del Mercado de Zaragoza, la quema de cuantas copias del mismo fueron halladas.

El honor aragonés había sido, por fin, purificado por las llamas que, a la vez, habían arrasado con cualquier veleidad familiar pasada.

La celeridad de todas las instancias para deshacerse de un texto que ponía en la picota genealogías de importancia en la nobleza, la política y la membresía eclesiástica aragonesa, e incluso castellana, fue refrendada y alabada por el propio rey Felipe IV, que se dirigió por escrito al Inquisidor General en estos términos: «Por el Consejo de Aragón se me ha representado la diligencia y cuidado que habéis hecho poner en recoger el libro que llaman Verde en aquel Reyno. Agradescoos lo que habéis dispuesto en esto y por ser cosa de la calidad que es y convenir que no quede ni aun rastro del dicho libro, os encargo que hagáis continuar las diligencias tan apretadamente como conviene y lo espero de vuestro mucho celo.—Señalado de Su Majestad en Madrid, a 17 de Noviembre de 1623.—Al Inquisidor General».


En la actualidad, cinco copias del Libro Verde de Aragón   —de distintas épocas y en su mayoría incompletas—  se distribuyen entre el Archivo General de Valencia, el Archivo Histórico Nacional, la Biblioteca Colombina de Sevilla, la Bibioteca del Colegio de Abogados de Zaragoza y la Biblioteca Nacional.

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