Sosegada la calle.
Vendados los ojos y amordazadas las bocas,
las casas.
Callan las lechuzas.
Se atemperan las ramas
de las carrascas.
(La muchacha avanza).
Un crujido, un siseo, una tos contenida.
Una silueta en el chaflán
enfundada
en relente y penumbra.
(Las piernas rezagan).
Encañona, un nanosegundo, el miedo
los ojos avizores.
Se acelera el pulso en las sienes pubescentes.
Estaciona la angustia
en la úvula agostada.
Luego… nada
sino la curvatura laxa de los labios
despejando la zozobra acopiada
mientras el contorno humano de la esquina
se torna familiar a la mirada.
En junio se (nos) fue Josefina (1929-2022), tenaz combatiente contra el olvido, hermana chica de Maravillas Lamberto Yoldi, la niña de catorce años a la que unos monstruos disfrazados de seres humanos violaron, tirotearon y quemaron aquel agosto navarro de 1936, continuación del horror que se desencadenó en España a partir del 18 de julio. Siete años tenía Josefina, la más pequeña de las tres hermanas, cuando aquellos hombres (dos guardias civiles, un camisa azul y el hijo del churrero del pueblo) se presentaron en la casa de Larraga para llevarse a Vicente, el padre, al que Maravillas, la hija mayor, se empeñó en acompañar porque, según les dijeron, solo se trataba de “hacer una corta declaración en el Ayuntamiento”.
Aquel 15 de agosto, día de la Virgen, a la pequeña Josefina Lamberto se le echó la madurez encima sepultando risas y juegos, rellenando los huecos de una vida anterior con las humillaciones y desprecios que terminaron de desdibujar cualquier atisbo de los tiempos felices. Vacía por dentro, maltratada en los centros de Auxilio Social donde fueron recogidas ella y una hermana de diez años mientras su madre pedía limosna por las calles de Pamplona, y con el recuerdo indeleble de la última vez que vio con vida a su padre y a su hermana mayor —de los que conocía su horrendo final merced a las jactancias públicas de sus asesinos—, entró como novicia en una orden religosa donde las vejaciones, la soledad y el preceptivo silencio avivaron las tragedias pasadas fijándolas dolorosamente en su día a día. Tras dar tumbos por diversos cenobios europeos de su congregación y pasar catorce años de destierro encubierto en Pakistán, regresó a Navarra y, en 1996, tras cuarenta y seis años de monja, abandonó definitivamente los hábitos.
Fue cofundadora de la Asociación de Familiares de Fusilados de Navarra y a la tarea del No Olvido dedicó los siguientes años de su vida. Charlas en colegios, conferencias y el voluntariado en un comedor social navarro se convirtieron en el mejor placebo para seguir adelante y exorcizar sus propios demonios. Batalladora hasta el último suspiro, Josefina Lamberto Yoldi, entrañable florecica, fue un ejemplo de dignidad, fortaleza y entrega al prójimo y a la causa de la Memoria Histórica.
En 2020, se estrenó el documental Florecica, de Virginia Senosiain y Juan Luis Napal, donde se narran las penurias vividas por Josefina, su hermana Pilar y la madre de ambas tras el asesinato del padre y la hermana mayor.
—Martín, que te hago una foto.
—Las que tú quieras.
Asistíamos ambos, con un puñado de familiares y gentes anarquistas y republicanas, a la inhumación definitiva en el cementerio de Huesca de Constantino Campo, asesinado en 1937. Te miré y, por primera vez, fui consciente de tu fragilidad, de la vejez sustentada en ese bastón rojinegro que no te abandonaba en los últimos tiempos. Te abracé, sonreíste y navegaron por ese instante de ternura las imágenes de las calles recorridas, de los gritos y cánticos corales reunidos a la vera de la Fuente de las Musas, entre pancartas, en esa misma plaza donde las miradas aún chispeantes de nuestra juventud oteaban tu presencia y la de Mariano Viñuales, el viejo luchador comunista. Nos apelotonábamos alrededor vuestro. Abrazos. Saludos. Admiración. Había cierta emoción en vuestros ojos, que tantos desgarros habían presenciado en el pasado, y brillaban en esos momentos con el conmovedor orgullo de quienes, ante el presente luminoso, dan por bien empleados los años oscuros de lucha. Nos parecíais, entonces, inmortales; dos adorables abuelos guerrilleros antifascistas cuyos corazones seguían bombeando la férrea voluntad de cambiar el mundo. Cuando los latidos de Mariano se detuvieron, tú seguiste fiel, revestido de elegante ancianidad, a aquella plaza, a las manifestaciones, a la reivindicación de justicia social, mientras nosotros íbamos dejando atrás los años mozos pisando, a tu lado, las calles con la madurada firmeza de las convicciones arraigadas, mirándonos en el espejo de las tuyas y arropándote en aquellas interminables jornadas en el cementerio de Las Mártires, desenterrando los huesos agujereados de los desaparecidos, pero nunca olvidados, entre los que tú soñabas encontrar a tus hermanos, José y Román.
Hoy,Martín Arnal Mur, compañero libertario, hubiera cumplido cien años, pero su corazón se quebró el 21 de octubre dejándonos huérfanos de su presencia y herederos de un legado imperecedero para compartir y transmitir.
«Peña Oroel desde la pardina de Ayés»: Archivo personal
Aqueras montañas tan alteras son, no me dixan bier os mios aimors.[1]
Dejaba el calabobos su huella refrescante en los cuerpos pigmentados de primavera y un envolvente aroma a pino musgoso, a enebro, a pastura y oveja; a leche de cabra, ajo, pan turrado, babilla, brasa y humo.
[…]Dezaga d’ixas boiras os n’iré a escar y crebando as mugas con yo en tornarán.[2]
Enfrente, la mágica montaña, entre boiras, absorta en el tiempo consumido, con el legendario dragón mimetizado en el conglomerado y las desentrenadas fauces entreabiertas componiendo fuegos imposibles que quizás otea el águila real, inmune al sirimiri, emperatriz solitaria en las alturas.
Si canto, yo que canto, no canto ta yo. Canto t’a mia amiga que ye’n ixos mons.[3]
NOTAS
[1] Aquellas montañas / que tan altas son / no me dejan ver / a mis amores. [2] […] Detrás de esas nieblas / los iré a buscar / y rompiendo las fronteras / conmigo volverán. [3] Si canto, yo que canto, / no canto para mí. / Canto para mi amiga / que está en esos montes.
…y en el instante mismo de la intersección entre su perpetuo sosiego y nuestra permanente añoranza, suspendióse el tiempo en la sierra engalanada para eternizar el sonoro vaivén de las palabras prendidas en la orfandad de nuestros tímpanos.
(…) A mía boz tremola con os aires, brilla con o sol, se chela con os zierzos, se aflama con as calors…
(…) A mía boz —en tiengo encara de boz?— ye de tú, amigo, no a deixes morir en yo[*].
—Ánchel Conte—
A veces —tantas veces, todas las veces…— se encaraman en el presente las vivencias del pretérito para anegar la ausencia con los inveterados sones de la voz jamás enmudecida.
TRADUCCIÓN DE LAS ESTROFAS
[*] “Mi voz / tiembla con el aire, / brilla con el sol, / se hiela con el cierzo, / se seca con el calor… (…) / Mi voz / -¿todavía tengo voz?- / es tuya, amigo, / no la dejes morir en mí.”
Amaneció el sábado mojado y cenagoso, con las acequias rebosantes de aguas túrbidas y los jardines encharcados…
A las doce y media ya trasteaban Agnès Hummel y Étienne por el patio cubierto, disponiendo, en la lustrosa mesa de cristal asentada sobre caballetes de acero, la mantelería de hilo que suele sacar la vieja maestra cuando quiere dar cierta aparatosidad a las reuniones. “Si no hace falta tanta elegancia, Valvanera…”, protestaba mamanMalika al otro lado de la ventana de la cocina, ocupada en la piperrada que acompañaría a los lomos de bacalao.
Antes de la una asomó Mª Ríos con las bandejas del entrante —sushi de arroz negro con alioli gratinado— encargado por la señorita Valvanera para la comida de despedida de mamanMalika, con las maletas aguardando para regresar a Béziers. “Os he traído también una botella de licor de ciruelas casero y pastel ruso que me atreví a hacer ayer. Ya me diréis qué tal”. Jenabou hipaba en el escalón de acceso al patio abrazada a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “No quiero que se marche la yaya…”
A las cuatro y cuarto, bajo el cielo anubarrado, los adioses escoltaron la lenta marcha del coche de Étienne dirigiéndose, con mamanMalika en el asiento del acompañante, hacia la carretera comarcal, mientras la pequeña, llorosa, murmuraba agitando la mano: “Yaya… yayica… Mi yayica…”
Llovía esa tarde sabatina y se guarecían los gatos equilibristas en el palomar abandonado.
…y en el atribulado intersticio entre tu ausencia y nuestra desolación, tu aroma.
2002-2020
Cuando decimos a alguien: «no puedo vivir sin ti«, lo que realmente significamos es: «no puedo vivir sabiendo que sufres, que eres desdichado, que pasas necesidades«. Nada más. Cuando se muere, nuestra responsabilidad ha terminado. Ya no podemos hacer más nada por ellos. Podemos descansar en paz.- GRAHAM GREENE (1904-1991), fragmento de la novela El revés de la trama.
…mas esa paz ficticia, virreina diurna, se retira a sus desconocidos aposentos cuando el tiempo pretérito batalla con el presente para yacer, junto al abatido corazón, en el noctívago lecho de tantos recuerdos.
Se solazan los rayos del Sol refractándose en el charco del camino por donde sus pies, sorprendentemente ágiles, sorteaban las piedras que resbalaban del promontorio donde cada caminante depositaba, a modo de ritual inexplicable, las inanimadas ofrendas del suelo. Ella recogía una de las que se encontraban a los pies del improvisado monumento y la colocaba junto a las otras con parsimonia casi reverencial, como si de una valiosa reliquia se tratara. Después, daba un par de pasos hacia atrás y observaba el conjunto entrecerrando la azulada vivacidad de sus ojos.
Hoy, otros ojos contemplan, entre la neblina de las lágrimas retenidas, la acumulación de piedras. Y, como si no hubieran transcurrido diecisiete inviernos desde la última vez, todavía les parece verla —a ella, eternamente viva— disponiéndose a cumplir con el ceremonial.
«Mai, mira-me as mans;
as trayo buedas,
lasas d’amar…
Son dos alas
d’un biello pardal
que no puede
sisquiera bolar.
Mai, mira-me os güellos,
n’o zielo perdius
n’un fondo silenzio…
Son dos purnas
chitadas d’o fuego
que no alumbran
ni matan o chelo.
Mai, mira-me l’alma
aflamada de sete,
enxuta d’asperanza…
Ye un campo labrau
an no i crexen qu’allagas
que punchan a bida
dica qu’a matan.
Mai, mira-me a yo.
Me reconoxes, mai?
Fué o tuyo ninon…
Güei so un ome
que no se como so.
Mai, me reconoxes?
Mai, ni sisquiera tú?!!»[*]
Sueñan las cuerdas rotas del violín melodías en clave de luna y enfilan las corcheas, vestidas de atrapasueños, los renglones de la noche; se ovilla el insomnio en el rincón donde reside el aliento perturbador de la soledad y se embozan las desdichas entre los pliegues de las sábanas planchadas del altillo.
Tú, ignara vencedora, duermes entre acordes jamás tensados que el arco ejecuta en el aire manso que te ciñe y libera.
[…y yo arrullo los bordes llagados de tu corazón].
«Peña Oroel desde el cementerio de Jaca»: Archivo personal
Frágil y cansada. Tan cansada…
Apagóse a mediodía, con el último resto de lucidez impregnado del amor recibido. Y regresó a Casa. Al rincón montañés donde el silencio peregrina entre árboles, mármoles, gravilla, urnas acristaladas, forjas, rosales, panteones góticos, hiedra, soportales, fosas comunes, césped y nichos.
…A Casa. A los pies de Peña Oroel, imponente vigía de la historia.