…y en el instante mismo de la intersección entre su perpetuo sosiego y nuestra permanente añoranza, suspendióse el tiempo en la sierra engalanada para eternizar el sonoro vaivén de las palabras prendidas en la orfandad de nuestros tímpanos.
(…) A mía boz tremola con os aires, brilla con o sol, se chela con os zierzos, se aflama con as calors…
(…) A mía boz —en tiengo encara de boz?— ye de tú, amigo, no a deixes morir en yo[*].
—Ánchel Conte—
A veces —tantas veces, todas las veces…— se encaraman en el presente las vivencias del pretérito para anegar la ausencia con los inveterados sones de la voz jamás enmudecida.
TRADUCCIÓN DE LAS ESTROFAS
[*] “Mi voz / tiembla con el aire, / brilla con el sol, / se hiela con el cierzo, / se seca con el calor… (…) / Mi voz / -¿todavía tengo voz?- / es tuya, amigo, / no la dejes morir en mí.”
Amaneció el sábado mojado y cenagoso, con las acequias rebosantes de aguas túrbidas y los jardines encharcados…
A las doce y media ya trasteaban Agnès Hummel y Étienne por el patio cubierto, disponiendo, en la lustrosa mesa de cristal asentada sobre caballetes de acero, la mantelería de hilo que suele sacar la vieja maestra cuando quiere dar cierta aparatosidad a las reuniones. “Si no hace falta tanta elegancia, Valvanera…”, protestaba mamanMalika al otro lado de la ventana de la cocina, ocupada en la piperrada que acompañaría a los lomos de bacalao.
Antes de la una asomó Mª Ríos con las bandejas del entrante —sushi de arroz negro con alioli gratinado— encargado por la señorita Valvanera para la comida de despedida de mamanMalika, con las maletas aguardando para regresar a Béziers. “Os he traído también una botella de licor de ciruelas casero y pastel ruso que me atreví a hacer ayer. Ya me diréis qué tal”. Jenabou hipaba en el escalón de acceso al patio abrazada a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “No quiero que se marche la yaya…”
A las cuatro y cuarto, bajo el cielo anubarrado, los adioses escoltaron la lenta marcha del coche de Étienne dirigiéndose, con mamanMalika en el asiento del acompañante, hacia la carretera comarcal, mientras la pequeña, llorosa, murmuraba agitando la mano: “Yaya… yayica… Mi yayica…”
Llovía esa tarde sabatina y se guarecían los gatos equilibristas en el palomar abandonado.
…y en el atribulado intersticio entre tu ausencia y nuestra desolación, tu aroma.
2002-2020
Cuando decimos a alguien: “no puedo vivir sin ti“, lo que realmente significamos es: “no puedo vivir sabiendo que sufres, que eres desdichado, que pasas necesidades“. Nada más. Cuando se muere, nuestra responsabilidad ha terminado. Ya no podemos hacer más nada por ellos. Podemos descansar en paz.- GRAHAM GREENE (1904-1991), fragmento de la novela El revés de la trama.
…mas esa paz ficticia, virreina diurna, se retira a sus desconocidos aposentos cuando el tiempo pretérito batalla con el presente para yacer, junto al abatido corazón, en el noctívago lecho de tantos recuerdos.
Se solazan los rayos del Sol refractándose en el charco del camino por donde sus pies, sorprendentemente ágiles, sorteaban las piedras que resbalaban del promontorio donde cada caminante depositaba, a modo de ritual inexplicable, las inanimadas ofrendas del suelo. Ella recogía una de las que se encontraban a los pies del improvisado monumento y la colocaba junto a las otras con parsimonia casi reverencial, como si de una valiosa reliquia se tratara. Después, daba un par de pasos hacia atrás y observaba el conjunto entrecerrando la azulada vivacidad de sus ojos.
Hoy, otros ojos contemplan, entre la neblina de las lágrimas retenidas, la acumulación de piedras. Y, como si no hubieran transcurrido diecisiete inviernos desde la última vez, todavía les parece verla —a ella, eternamente viva— disponiéndose a cumplir con el ceremonial.
«Mai, mira-me as mans;
as trayo buedas,
lasas d’amar…
Son dos alas
d’un biello pardal
que no puede
sisquiera bolar.
Mai, mira-me os güellos,
n’o zielo perdius
n’un fondo silenzio…
Son dos purnas
chitadas d’o fuego
que no alumbran
ni matan o chelo.
Mai, mira-me l’alma
aflamada de sete,
enxuta d’asperanza…
Ye un campo labrau
an no i crexen qu’allagas
que punchan a bida
dica qu’a matan.
Mai, mira-me a yo.
Me reconoxes, mai?
Fué o tuyo ninon…
Güei so un ome
que no se como so.
Mai, me reconoxes?
Mai, ni sisquiera tú?!!»[*]
Sueñan las cuerdas rotas del violín melodías en clave de luna y enfilan las corcheas, vestidas de atrapasueños, los renglones de la noche; se ovilla el insomnio en el rincón donde reside el aliento perturbador de la soledad y se embozan las desdichas entre los pliegues de las sábanas planchadas del altillo.
Tú, ignara vencedora, duermes entre acordes jamás tensados que el arco ejecuta en el aire manso que te ciñe y libera.
[…y yo arrullo los bordes llagados de tu corazón].
“Peña Oroel desde el cementerio de Jaca”: Archivo personal
Frágil y cansada. Tan cansada…
Apagóse a mediodía, con el último resto de lucidez impregnado del amor recibido. Y regresó a Casa. Al rincón montañés donde el silencio peregrina entre árboles, mármoles, gravilla, urnas acristaladas, forjas, rosales, panteones góticos, hiedra, soportales, fosas comunes, césped y nichos.
…A Casa. A los pies de Peña Oroel, imponente vigía de la historia.
Una vez reabierto el nicho, las familiares manos depositaron la urna funeraria de cerámica con las cenizas de él junto al féretro inalterado de la esposa fallecida años atrás; al lado del ánfora las mismas manos colocaron, ante el asombro de los empleados municipales, una baraja española.
“Cuando muera”, les había dicho hace tiempo, “dejadme cerca una baraja. Ya estaremos juntos los cuatro —mi mujer, mi cuñada, mi cuñado y yo— para jugar al guiñote”.
Silvestre, niño que vivió los horrores de la guerra y las penalidades de la posguerra de los vencidos; que creyó en la libertad del Aragón renacido; que fue obrero y sindicalista, exultante abuelo y apasionado bisabuelo, abandonó el Mundo Conocido el 12 de febrero de 2016, pausadamente, con un último esbozo de sonrisa que la Muerte no logró desvanecer.
“Jardín de José Beulas. Detalle”: Archivo personal
La corredora de fondo entreabre los ojos achicados por la fiebre; un acceso de tos, que sofoca con el rostro hundido en la almohada, le sacude el tronco. Una raya de luminosidad bajo la puerta cerrada de la habitación a oscuras la impulsa fuera de la cama. Tantea con los pies el suelo gélido en busca de las zapatillas, se pone de pie entre toses mal reprimidas y sale al vestíbulo llamando: “¡Abuelo, abuelo! ¿Estás bien?”. El abuelo, sudoroso y jadeante, aferrado a las jambas de la puerta de su dormitorio, con el pijama arrugado y los pies descalzos, responde susurrante: “No, no estoy bien. Llama al médico, al hospital…”
Cuando hace trece años la corredora de fondo se fue a vivir con el abuelo, este acababa de enviudar; era, todavía, un hombre relativamente joven, de carácter fuerte —actitud que lo había distanciado de sus hijas—, independiente, que acogió de buenas maneras a su joven compañera de piso —estudiante, entonces— en una convivencia, no exenta de afecto, que convenía a ambas partes: El abuelo burlaba la soledad forzosa y la nieta se encontraba con las necesidades básicas cubiertas. Aquella situación idílica de la corredora de fondo —que entraba, salía y tornaba sin otra obligación que avisar al abuelo en caso de no pernoctar en la casa— finalizó tres o cuatro años después, cuando se reagudizaron los problemas respiratorios del hombre y las llamadas al servicio de urgencias y las hospitalizaciones empezaron a formar parte de las rutinas de la casa. La vida de la corredora de fondo comenzó a girar al ritmo marcado por la salud del abuelo. Viajes suspendidos porque el abuelo no terminaba de recuperarse de una bronquitis. Competiciones anuladas porque el abuelo había sido ingresado en la UCI…
Al abuelo lo bajan en el ascensor, semidesplomado en una exigua silla de ruedas. La corredora de fondo, con los ojos vidriosos por la fiebre, desciende los cinco pisos aferrada a la barandilla, arrastrando el bolso de viaje con los útiles de aseo, algo de ropa interior, el batín y las zapatillas del abuelo. Sobre su hombro, una pequeña mochila conteniendo la documentación médica del hombre, un par de libros, el billetero, el cargador del móvil, el paracetamol y un puñado de caramelos de menta. “Llevas buen trancazo tú”, le dice un enfermero cuando la ambulancia se detiene en el Servicio de Urgencias del hospital.
La corredora de fondo se deja caer en uno de los escasos bancos no ocupados de la sala de espera. Llama por el móvil a su compañera y le advierte que no se encuentra bien y que tampoco hoy acudirá al entrenamiento. “No contéis conmigo mañana. Ni pasado. Estoy en el hospital con el abuelo”. Desecha avisar a su madre y a su tía. Cierra los ojos. Cuando cincuenta minutos después una enfermera va en su busca, la corredora de fondo duerme profundamente acurrucada en el banco y con la cabeza recostada en el bolso de viaje del abuelo.
Rezagáronse las últimas perseidas. Rutilaron los ígneos y trémulos cuerpos en la alocada alborada laurentina. Y cuando el grito de la vida alzóse, reconocible y vencedor, entre los sonidos de la fiesta, planearon ellas, en inaudible retozo, por la ciudad insomne. ¡Laura! —quisieron anunciar—. ¡Ha llegado Laura!, y una estela de áureo polvo en forma de pajarita dibujóse en las alturas a las cinco menos veinte de la madrugada del doce de agosto.
NOTA
Las Pajaritas son el símbolo de la ciudad de Huesca, unidas a la memoria del maestro Ramón Acín Aquilué. La vestimenta blanquiverde es el distintivo de las fiestas laurentinas que se celebran del 9 al 15 de agosto.
Aqueras montañas tan alteras son, no me dixan bier os mios aimors.
Dejaba el calabobos su huella refrescante en los cuerpos pigmentados de estío y un envolvente aroma a pino musgoso, a enebro, a pastura y oveja; a leche de cabra, ajo, pan turrado, babilla, brasa y humo.
[…]Dezaga d’ixas boiras os n’iré a escar y crebando as mugas con yo en tornarán.
Enfrente, la mágica montaña, entre boiras, absorta en el tiempo consumido, con el legendario dragón mimetizado en el conglomerado y las desentrenadas fauces entreabiertas componiendo fuegos imposibles que quizás otea el águila real, inmune al sirimiri, emperatriz solitaria en las alturas.
Si canto, yo que canto, no canto ta yo. Canto t’a mia amiga que ye’n ixos mons.
–Aqueras montañas–
TRADUCCIÓN DE LAS ESTROFAS
“Aquellas montañas / que tan altas son / no me dejan ver / a mis amores. //[…] Detrás de esas nieblas / los iré a buscar / y rompiendo las fronteras / conmigo volverán. // Si canto, yo que canto, / no canto para mí. / Canto para mi amiga / que está en esos montes”.