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Posts Tagged ‘Pirineos’

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«Dedo de Yenefrito»: Archivo personal


Pasan once minutos de las ocho y media de la mañana y el peculiar Tren de Alta Montaña El Sarrio inicia la ascensión de la pista forestal que conducirá a los once pasajeros, distribuidos en los dos vagones abiertos, de Panticosa al valle de la Ripera. “Es una pasada, mamá. Antes pensaba que el mejor tren de montaña era el de Artouste, pero me encanta este”, se entusiasma Jenabou, a la que el madrugón  —lleva en danza desde las cinco y media de la mañana—  no parece haberle afectado. El tractor reconvertido en locomotora serpentea lentamente por el camino de tierra, salvando el desnivel de más de mil quinientos metros de altitud, mientras se revela a los ojos del fascinado grupo un entorno resguardado de las ansias aniquiladoras humanas. Pura naturaleza del Pirineo axial, con espectaculares formaciones magmáticas a cuyos pies se extiende una frondosa flora donde los tímidos sarrios, junto a corzos y nutrias fluviales, tienen su edénico hogar.

Jenabou mira a su alrededor con ojos brillantes, palmotea, señala, conjetura qué animales observarán, ocultos en las vaguadas, el traqueteo del tren, y agradece el día soleado y con escasas nubes que le permite abarcar con la vista tan excepcional paisaje. Tras cincuenta y cuatro minutos de maravilloso recorrido, el tren arriba a las bifurcaciones senderistas que parten de la Ripera, un valle de origen glaciar en el que hace millones de años tuvo lugar una legendaria batalla entre los gigantes pétreos que, en la actualidad, inmóviles, presiden y dominan Panticosa y sus alrededores.


Cuenta la leyenda que, cuando las montañas pirenaicas tenían vida, dos familias de gigantes rocosos que se erguían sobre el balneario de Panticosa se disputaban el gobierno del lugar. La del Garmo Negro, que pasaba de los tres mil metros de altura, pretendía que la del Garmo Blanco, que no llegaba a esas dimensiones, acatara las órdenes de quien lo rebasaba en alzada, en contencioso que provocaba continuos rifirrafes de los que ni una familia ni otra salía victoriosa. Y aconteció que Argualas, hija menor del Garmo Negro, y Yenefrito, primogénito del Garmo Blanco, se enamoraron y decidieron huir al Rincón del Verde, en el valle de la Ripera, para vivir su amor lejos del enfrentamiento de sus parientes. Cuando la familia del Garmo Negro descubrió la defección de Argualas, marchó en su busca para darle su merecido a Yenefrito, en cuya defensa acudió la familia del Garmo Blanco. La batalla entre ambas familias fue pavorosa, como lo prueba la geomorfología actual del valle de la Ripera. La superioridad del Garmo Negro decantó la victoria y Yenefrito cayó herido de muerte. Antes de fenecer sepultado por la furia pétrea rival y, todavía agonizante en brazos de su amada Argualas, le prometió a esta que la esperaría siempre, alzando uno de sus dedos como símbolo del voto realizado. Y cuando los colosos de piedra perdieron la facultad de la vida y el movimiento, en Panticosa quedaron —montañas majestuosas e inertes para la eternidad— el Garmo Negro, Argualas y el Garmo Blanco. Y en el valle de la Ripera, el dedo de Yenefrito sobresaliendo de su propio túmulo.


Apeados del tren en el corazón del valle de la Ripera, les aguardan, todavía, algo más de cuatro horas de ruta pedestre en desnivel sinuoso, con el pico Tendeñera vigilando los pasos humanos y su coquetuela cascada haciendo de avanzadilla visual de todos los tesoros con los que toparse, entre ellos, el propio dedo de Yenefrito, cuyo avistamiento agiliza la marcha de Jenabou junto a un eufórico “¡Ya lo veo, mamá! ¡Ahí está Yenefrito!”. “Eh, eh, ve con cuidado, que te puedes resbalar y caer por la escarpadura”, le previene su madre. “Es grandioso, mamá, y aunque su historia sea un cuento chino yo me imagino su corazón debajo de mis pies, latiendo una chispita con el recuerdo de Argualas”. “Cuando volvamos hacia Panticosa, te señalaré dónde está el pico Argualas”, le dice Étienne. “¿Pero existe un pico Argualas?”, pregunta, sorprendida, la niña. “Por supuesto. Igual que existen los dos picos Garmos. Ahora los veremos”.

Hacen una parada en el ibón de Catieras y dan cuenta de los bocadillos que portaban en las mochilas mientras va agrisándose el cielo y se ven obligados a emprender el regreso a Panticosa entre pequeñas rachas de aire que vaticinan la llegada de la tormenta. La meteorología parece compadecerse de los andarines porque, pese a la amenazante tonalidad del cielo, la tromba de agua y granizo no se desata hasta que llegan al aparcamiento donde, a primera hora de la mañana, dejaron el coche.





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«Aísa»: Archivo personal


Anochece en estos Valles Tranquilos del Biello Aragón [*].

Bajo el balcón de barandilla ornamentada que preside la fachada de la casa se distinguen en la penumbra las margaritas y tusilagos que crecen junto al portalón rojizo de la entrada, con sus piedrecitas blanqueadas delimitando el espacio y el farolillo que hay a la izquierda de la aldaba dejando caer su brillo desteñido sobre el metal bruñido del buzón. Resuenan pasos en el empedrado de la calle en pendiente, pero no se ve a nadie. “Es el fantasma del rey Batallador vigilando los sueños”, dice la pequeña Jenabou, que no ha dejado de fantasear sobre el monarca navarroaragonés desde la visita a la ermita de San Esteban, donde el futuro soberano fue educado. “O igual marcha a la cascada de Sibiscal a darse un baño bajo la Luna… Bueno, no, que era un rey de otros tiempos y entonces no estaba de moda quitarse la roña, ¿no, mamá…? Para ser un rey guerrero era bien poquita cosa… Uno con sesenta y dos dijeron que le medía el esqueleto, ¿no? En unos meses le paso hasta yo. ¿Sabéis…? Cuando volvamos a casa podríamos parar en San Pedro el Viejo y volver a ver las tumbas del Batallador y del Monje”. “¿Para presentarles tus respetos y hacerles una reverencia?”, bromea Étienne. “Bah, no… Es que me gustan esos claustros y siempre encuentro algo interesante en los relieves de las columnas”.

Se rinden al sosiego las voces nocharniegas en el último tramo sabatino, en la habitación abuhardillada desde cuya ventana encarada al norte se adivina la mole del monte Aspe, a cuyos pies nace el río Estarrún, que discurre suavemente por el valle de Aísa hasta diluir sus aguas en las del brioso río Aragón y marchar con él a tierras navarras para engrandecer el caudal del padre Ebro.

Jenabou duerme.



NOTA

[*] Se conoce como Biello (Viejo) Aragón al territorio pirenaico donde empezó a forjarse el Reyno.

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«Embalse de Lanuza»: Archivo personal


Antes de las dos, llegan a Casa Patro, en Tramacastilla, donde han reservado mesa para comer. Lola Haas se desprende, sin disimulo, de las sandalias de plataforma y lee con poco interés los platos anunciados en el menú. “Estoy más cansada que hambrienta, así que comeré lo que pidáis”, dice. “¿Pero estás bien? ¿Has disfrutado del paseo?”, se interesa la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Mucho. Pero no creía que me haríais caminar tanto… Hubiera traído calzado más adecuado”. Un silencio indolente acompaña la sopa de ajo ligeramente coloreada con pimentón a la que siguen las piezas de entrecot de ternera a la brasa y unas buenas raciones de tarta casera de tiramisú que la invitada, aunque tiquismiquis con la repostería de fuera de Francia, alaba.

Diecinueve grados, marca el termómetro; siete más que cuando, horas antes, aparcaban unos kilómetros más arriba para visitar la localidad de Lanuza, con sus coquetos edificios rehabilitados, recorriendo, sin apresurarse, un corto tramo del cautivador entorno del pantano con una Lola remisa a alargar en exceso el trayecto a pie porque, se justificaba, “no he venido preparada para echarme al monte” (sic).

En ese mismo lugar —hoy parcialmente inundado por las aguas embalsadas del río Gállego y escenario del Festival Pirineos Sur— nacieron siglos atrás, para el mundo y la historia, los Lanuza, cuyo cargo hereditario de Justicia Mayor de Aragón —precursor de la figura del Defensor del Pueblo— ostentaron con rectitud hasta que el celo en la defensa de los Fueros aragoneses, por encima de las disposiciones del rey de España, Felipe II, daría con el más joven de ellos, Juan V de Lanuza, en el cadalso, allá en Zaragoza, en 1591, con el hacha mortífera del verdugo separándole la cabeza del cuerpo por mandato real.


En qué mala hora Antonio Pérez, el huido exsecretario del rey español, desempolvó su ascendencia aragonesa para acogerse al derecho de asilo que los Fueros de Aragón contemplaban para cuantos deudos perseguidos lo demandasen. Cuán lejos estaban los Lanuza, padre e hijo, de calibrar las consecuencias que se derivarían de la correcta aplicación de las leyes forales en contra de los mandatos de un Felipe II dispuesto a aprehender, sin importar los costes, a su antiguo secretario de cámara que, pese al feroz despliegue de sus enemigos, salió indemne merced a la protección aragonesa y consiguió ponerse a salvo en Francia. Cómo corrió la sangre por Zaragoza cuando los ejércitos reales cayeron sobre la ciudad y los férreos defensores del Justiciazgo. Con qué ímpetu la venganza soberana se precipitó sobre Juan de Lanuza el Mozo y todos los gentilhombres aragoneses que habían antepuesto, como era su deber, los Fueros representativos del antiguo Reino de Aragón a las exigencias de la Corona de España.

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«Bosque de Sorogain»: Archivo personal


Bosteza tempranamente la tarde. Del otro lado de los cristales de la ventana se abrazan las sombras mientras Sátur unta con queso de puchero las rebanadas de pan dispuestas sobre la enorme mesa que, a modo de tosca isleta, separa la sencilla cocina del zaguán donde, en ordenado caos, se apilan mochilas y tabardos. En el exterior, ladra Polillas, el mastín. Una sola vez; un ladrido bronco, autoritario, que precede a su entrada. Trae entre sus pelos amarilleados una amalgama de olores que se adueñan de la estancia y se entremezclan con la contundencia del queso y los suaves efluvios de las hierbas aromáticas ya resecas que cuelgan de las vigas de madera del techo.

Un par de kilómetros más arriba, la ancestral muga donde Sátur, hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de mugalaris, centra todas sus historias, reales e inventadas, mientras acompaña al grupo de técnicos mediambientales que recorren el valle de Sorogain y observan, huelen y toman muestras atentamente vigilados por el viejo Polillas, inmune a las caricias y llamadas de aquellos a quienes, seguramente, considera intrusos de poco fiar.


Ese mismo día, por la mañana, cuando regresaban de recorrer un tramo del río Erro, señaló Sátur con la cabeza una zona que ya habían transitado en la jornada anterior y dijo: “Ahí fue donde los guardias dieron el alto a los fugados de Segovia y mataron al anarquista”. Y mientras el grupo se detenía mirando el lugar indicado y recomponiendo la escueta información recibida, Sátur siguió adelante escoltado por el perro.

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«Otoño en el valle»: Archivo personal


A través de la neblina que la luz extraviada del Sol va arañando, se vislumbra el perfil de peña Foratata, velamen quieto del valle de Tena, a cuyo pie hormiguean, sendero adelante, los cuatro mochileros en este día calmo, glacial y, a trechos, nebuloso, como a punto de nieve. Baja el río tranquilo, bordeado de otoño invernal, con las aguas limpias mostrando su lecho térreo y las brillantes truchas culebreando entre las piedras. Sisean las ramas desvestidas de los álamos y circundan la trocha los abetos viejos de hojas aplanadas que el viento arrastra hasta la vereda, acolchando los pasos que la recorren. Quizás por esta misma senda paseara sus sueños Fermín Arrudi, aquel gigante de Sallent que recorrió el mundo mostrando su imponente presencia pero que siempre regresaba a su familiar universo pirenaico de crestas montaraces y gentes introvertidas y generosas. De él, de ese gigante bonachón que vivió unas casas más allá, recuerda la señora María Luisa, la anfitriona, aquello que le contaba su abuela, que conoció de niña a Fermín. Y, entre anécdotas, va sirviendo a los agotados andarines colmadas raciones de bisaltos salteados con jamón, mientras en la sartén bailan, exhalando el más delicioso de los aromas, las tortetas negras cortadas en láminas, esperando su turno para ser devoradas con fruición.

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«Tapizado de Otoño»: Archivo personal


Solo en el nacedero del río parece haberse aposentado el Otoño, pincelando el paisaje de rojizos, ocres y verdes agrisados proyectándose sobre el suelo forestal —acá arcilloso y húmedo, más allá compacto y pedregoso— en el que destacan los negros y brillantes excrementos de los cérvidos que marchan hacia el calvero donde, escondidos de miradas humanas, mostrarán sus ramificadas cuernas a la manada como preludio de la falsa batalla que antecede a la buscada cópula.

Se desparrama el agua del río que todavía no es río sobre las rutilantes piedras de la poza. Se distingue, entre los profusos y distintos acordes que el oído del caminante percibe próximos, el insistente resoplar de alguna criatura que espera, cobijada entre el ramaje del sotobosque, a que la presencia intrusa que desbarata la armonía del entorno yerga su cuerpo inclinado sobre el agua y abandone el hábitat que no le pertenece.


Hoy una mano de congoja llena de otoño el horizonte y hasta de mi alma caen hojas, susurra, desde el libro preservado en el macuto, Pablo Neruda.

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«Canfranc»: Archivo personal


El 18 de julio de 1928 el rey Alfonso XIII de España y el presidente de la República Francesa, Gaston Doumergue, inauguraban la Estación Internacional de Canfranc, en el paraje de los Pirineos oscenses conocido como Los Arañones, entre las fortificaciones de Coll de Ladrones y Torreta de Fusileros.

La extraordinaria estación era el culmen del viejo proyecto de 1853 para unir, mediante trazado ferroviario, Zaragoza (España) y Pau (Francia). Las obras de la línea comenzaron en 1882 y, con grandes dificultades económicas y topográficas, se consiguió que, en 1898, se realizara el primer trayecto desde Zaragoza a Jaca, tardándose todavía treinta años en completar los veintiún agrestes y últimos kilómetros del tendido ferroviario entre Jaca y la frontera francesa, donde la fastuosa estación en tierras aragonesas habría de dar la bienvenida a viajeros de uno y otro lado de los Pirineos, en una medición de fuerzas hispanofrancesas algo descompensadas, pues las locomotoras de la parte española funcionaban con carbón y las de la parte francesa eran eléctricas.

El complejo ferroviario, con su impresionante edificio principal a tres alturas, de 246 metros de largo y estilo modernista, con un fabuloso vestíbulo y profusión de elementos arquitectónicos y decorativos en madera, hierro, cemento, acero, piedra y cristal, con pilastras clasicistas a modo de sujeción ornamental, constaba de 300 ventanas y 156 puertas, bajo una espectacular cubierta curva de pizarra con cimborrio achatado y cuatro pináculos que destacaban su aspecto imponente y, en cierta manera, surrealista, en medio de un paisaje de alta montaña. Dos pasos subterráneos, varios muelles, un hotel y un depósito de máquinas completaban el conjunto de la que se consideraba una de las estaciones ferroviarias más grandes y hermosas de Europa.

El tránsito de pasajeros y mercancías entre España y Francia alcanzó tintes novelescos durante la II Guerra Mundial, convirtiéndose la estación en centro de fugas, contrabando, espionaje e intersección genuina para la ayuda mutua entre los golpistas vencedores de la Guerra (In)civil Española y los jerarcas del III Reich, a quienes los primeros proveyeron de volframio a cambio del oro pagado por los segundos, oro que, al parecer, procedía del expolio a los judíos detenidos en los ignominiosos campos de la muerte diseminados por la Europa dominada por el nacional-socialismo.

Terminada la contienda, la línea francoespañola se mantuvo (excepto en el período 1945-1949, de mayores desavenencias políticas entre los dos gobiernos) hasta que, en 1970, el derrumbe del puente de L’Estanguet, cerca de Bedous (Francia), al paso de un tren de mercancías, decidió a las autoridades francesas a cancelar las vías que se unían a las españolas.

La estación transpirenaica de Canfranc, declarada Monumento histórico-artístico, quedó relegada al olvido y su esplendor de antaño sucumbió, durante décadas, ante la desidia de los gobernantes, el expolio y las duras condiciones meteorológicas de la zona.


En el año 2005, el Gobierno de Aragón y el Ministerio de Fomento alcanzaron un acuerdo económico para iniciar las tareas de remodelación, que convertirían el inmueble ferroviario en… hotel de lujo, con unas características diferentes a aquellas que le dieron la categoría de Bien de Interés Cultural de Aragón. Posteriormente, el organismo aragonés renunciaría a adecuar la antaño hermosa estación en hospedería de alto copete, no sin antes haber despilfarrado grandes cantidades de dinero público en la propuesta inicial, como denunció en su momento la Asociación Pública para la defensa del Patrimonio Aragonés.

En enero de 2013, la compra definitiva de la Estación Internacional de Canfranc por parte del Gobierno de Aragón, abrió, por fin, nuevas vías a la rehabilitación, por fases, de todos los edificios que componen el conjunto ferroviario, así como de los diferentes elementos, locomotoras y antiguos vagones que formaron parte de tan singular e histórico enclave vergonzosamente abandonado.



EPÍLOGO

«…y en Canfranc para un rato / junto a la vía, / que se rompe a pedazos / en su agonía«, cantaba, mientras crecíamos en edad y consciencia, el admirado y vindicativo cantautor y literato aragonés Joaquín Carbonell, que la Covid, ¡maldita sea!, nos arrebató ayer mismo.
Gracias por tanto, querido Joaquín.


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ANEXO

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