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Posts Tagged ‘otoño’

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«El último tramo»: Archivo personal


Las cenizas de Miguel de [Casa] Viscasillas estrenaron, el sábado, la zona de columbarios para urnas cinerarias levantada bajo el arbolado en la reciente ampliación del camposanto. Fue el primero del Barrio en comprar dos nichos cuando el Ayuntamiento aprobó su construcción y ha sido, tristemente, también de los primeros en ocupar uno de ellos. “A mí me quemáis y luego hacéis con las cenizas lo que os dé la gana. Las aventáis por ahí…”, le decía a su mujer, la señora Dolores, antes de que el Ayuntamiento aprobara la solicitud de la Junta Vecinal para construir una pequeña edificación de columbarios en la proyectada remodelación del cementerio municipal.

Miguel de Viscasillas era hijo del único muerto del Barrio en la Guerra (In)civil. Su padre, Miguelito de [Casa] Bellostas, un anarquista de veintiséis años, cayó en la Ofensiva de Huesca de 1937, un mes después de que Candelera, su mujer, diera a luz a Miguel. El pequeño se crió en la casa materna de los Viscasillas, gobernada por su abuela Juliana, una mujer resuelta y de ideas bastante avanzadas para la época, que no dudó en enfrentarse a un grupo de falangistas de nuevo cuño que, tras la toma del pueblo por los vencedores de la contienda, pretendían expoliar la casa de sus consuegros con la excusa de que era un nido de anarquistas. “De aquí no sale ni un colchón. Y el que quiera gallinas, que se las críe”, cuentan que les dijo a los tres o cuatro camisas azules, armados y chulitos, que habían acorralado en el zaguán a los padres de Miguelito, el anarquista.

Miguel, que fue funcionario del ministerio de Agricultura, vivió en Madrid hasta su jubilación. Entonces regresó definitivamente al pueblo con su esposa, a la casa paterna de los Bellostas, que mantenía abierta en verano; al huerto, en el que pasaba tantas horas; a las partidas de guiñote en el bar del Salón Social y a la lectura, que era su pasión. En su ficha de lector de la Biblioteca del Centro de Cultura Popular está anotado, con su ornamentada caligrafía, el título del libro que sacó dos días antes de fallecer: La conquista de América contada para escépticos, de Juan Eslava Galán.

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«Océano de nubes»: Archivo personal


Alcanzan la irregular meseta que corona el monte, jadeantes y ateridos, con la salvaguarda de la ropa térmica aniquilada por el brío de la ascensión, tan rígidos los pies que cada esquirla hollada por las suelas de las botas despierta en las magulladas nerviaciones plantares centellas de dolor que remontan los músculos de las piernas y revierten en las vértebras hasta alcanzarles la nuca.

Y allí, en ese fin de trayecto, calados por la aguanieve, con los pómulos tensados y enrojecidos y los orificios nasales desbordados de oxígeno, acopian en los ojos y el cerebro la infinitud y ríen hasta acalorarse y sobrarles cada prenda protectora, mientras se apresuran, con garbo renacido, hacia el borde del abismo y se extasían ante el piélago de nubes que sumerge, en ceniciento oleaje, simas y barrancos, ríos, pueblos y colinas.

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«Bajo el tapiz de las hojas»: Archivo personal


En el Pleno Ordinario que se celebró en el Ayuntamiento a mediados de noviembre, se aprobaron las obras de rehabilitación del local anexo a la Casa Abacial, cuya techumbre, reblandecida por múltiples goteras, amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Fue necesario un reacondicionamiento de urgencia de las partes del tejado que presentaban mayores desperfectos, a la espera de llevarse a cabo la reforma integral cuyo inicio se ha programado para la próxima primavera. Al tratarse de un inmueble de titularidad municipal y no eclesiástica, se destinarán a su restauración los ingresos percibidos del coto de caza y parte de la subvención para mejoras en la localidad concedida por la Diputación.


En los años sesenta y setenta se ubicó allí el Salón de Baile y, posteriormente, por iniciativa de monsieur Lussot, fotógrafo y cineasta francés que pasaba largas temporadas en el pueblo, la Sala de Cine Infantil, que pervivió hasta 1989. Sin más fuentes de calor que una estufa de petróleo y un radiador eléctrico, el frío era tan intenso que, en invierno, los jóvenes espectadores asistían a las sesiones matinales de los sábados rebozados en abrigos, gorros, bufandas y guantes, envueltos en el vaho de sus respiraciones.

El nevero, llamaba la chiquillería a aquel lugar, en cuya parte central, en semicírculo alrededor de la pantalla, estaban colocadas las sillas desparejadas que cada cual había llevado de su casa y que todavía siguen allí, polvorientas y deterioradas por el agua, como recuerdo de otro tiempo, al igual que el viejo mostrador de chapa del bar, cercano a la puerta, con siete u ocho cajas de fruta atornilladas a la pared que servían de alacenas para las botellas y vasos del antiguo Salón de Baile; tras la barra del bar, un arcón-nevera, que se enfriaba con barras de hielo, en cuyo frontal aún puede leerse: Cerveza San Miguel. Detrás, a la izquierda, una pared de mampostería, con dos aberturas rectangulares, separaba el proyector de los espectadores y, a la derecha, un disimulado cubículo con inodoro y lavabo.

En la parte delantera, junto a la pantalla retráctil sobre la que se proyectaban las películas, todavía se perfilan el dintel y las jambas donde estaba la puerta que comunicaba el anexo con el almacén de la Casa Abacial y que fue clausurada años antes de comenzar las sesiones cinematográficas, cuando mosén Ramiro, el cura viejo, descubrió que algunos mozos sacaban a la pista la imagen de una virgen descabezada que se hallaba desterrada en las dependencias de la Abadía, bailando con ella para jolgorio de la concurrencia. La gamberrada estuvo en un tris de suponer el cierre definitivo del local de esparcimiento, pero los buenos oficios del alcalde, cuyos hijos no eran ajenos al incidente repetido con la talla, y el buen corazón del sacerdote evitaron lo que mozos y mozas tanto temían y únicamente se quitó la puerta, tapiándose el hueco entre los dos recintos.

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«Otoño en la Charca»: Archivo personal


Presta el Sol sus destellos, que no su calidez, a los contados paseantes que peregrinan por el Anillo Verde de Zizur, hostigados por ráfagas intermitentes de aire frígido que se entremete, malicioso, por los intersticios de las prendas.

Marca el termómetro cuatro grados.

Por el camino del campo de fútbol llegan, pedaleando, Iliane y las hermanas Cristea, con los botellines de agua, los hojaldres rellenos de chistorra, la caja de garroticos y los cafés prometidos anidados, entre bolsas, en los cestos de las bicicletas, sobre los que se lanzan, como náufragos famélicos y sedientos, quienes aguardaban en el banco más próximo a la Charca. Apenas un hilillo humeante se desprende de los vasos al despojarlos de sus tapas herméticas, extremadamente tibia ya la bebida, ardiente apenas ocho minutos antes.

Ofrecen garroticos al lector del periódico del banco contiguo, a cuyo lado, acurrucado junto a una novela de Antonio Tabucchi, dormita un pequinés orondo y malcarado enfundado en un jerseicillo verde, y a la mujer que realiza estiramientos en el vallado que delimita el agua.

Se habla de las previsiones meteorológicas, de los incivilizados que han esparcido basura junto a la lagunilla, enmugreciendo un entorno de postal de otoño; de la hermana de la mujer de los estiramientos, a la que tironearon el bolso por la travesía del pinar; de los cólicos del pequinés, “tan cariñoso como era y le han agriado el carácter”, y de la observancia de la norma de los conductores y conductoras de la villavesa [*], que no dejan subir pasajeros sin mascarilla aunque diluvie.

Veinticinco minutos después, cuando los dos extraños y el perro abandonan las inmediaciones de la Charca, verbaliza Madalina Cristea: “Ni el culo me noto del rato que he estado sentada en el suelo escuchando desahogos”.

Marca el termómetro siete grados.








NOTA

[*] Popularmente, nombre que reciben los autobuses urbanos de Pamplona.

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«Aromas y sabores»: Archivo personal


Marchan el sábado, con la boira preta [*] obstruyendo un amanecer que se intuye, entre grisuras, pugnando por rasgar la opacidad que desdibuja el Barrio. “Dadle muchos besos a yaya”, dice Jenabou. “Bueno, ya se los darás tú misma mañana, cuando la veas, ¿no? Vas a tener tres meses para demostrarle cuánto la quieres”, sonríe la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Y métete en casa, que vas a coger un pasmo con ese pijama tan fino”. Ya en el coche, Jenabou gesticula junto a la puerta de la conductora para que su madre baje la ventanilla. “Si vais al mercadillo navideño, comprad figuritas para adornar el árbol, ¿vale?”, pide. “Pero, nena, que no vamos a hacer turismo. Recogeremos a la yaya y mañana estaremos de vuelta”.

Dejada atrás la ciudad de Lérida, se abre paso el Sol a manotazos y se detienen a desayunar en un bar de carretera cuyo aparcamiento está colmado de camiones. Aún les restan cuatro horas para arribar a Béziers.


Rabiaa va y viene, diligente, de la cocina al comedor. Dos veces han pretendido Étienne y la veterinara ayudarla a disponer la mesa y dos veces se ha negado ella, amable pero rotunda. “Ustedes con la mamá, que yo me encargo de lo demás”, les ha dicho. Rabiaa lleva cinco meses trabajando, como ayuda externa, en casa de maman Malika, que, en un principio, era remisa a aceptar la propuesta de sus hijos de tener una persona pendiente de ella. Rabiaa, con la que ha llegado a congeniar pese a las reticencias inciales, la acompaña a las compras y a las visitas médicas y se ocupa, tres días a la semana, de las tareas más onerosas de la casa. Rabiaa, francesa de origen norteafricano, ronda los cincuenta y cinco años; es viuda y madre de cinco hijos que, como los de maman Malika, residen lejos de ella. Cariñosa y muy dispuesta, todavía saca tiempo, cuando no está con maman Malika, para diseñar, coser y ornamemtar elegantes babuchas que uno de sus hjos, artesano marroquinero, ajusta a las suelas troqueladas vendiendo el producto final en un comercio de Montpellier.


En el centro de la mesa, los aromas del tajine de vegetales cocinado por Rabiaa se mezclan con los de las pechugas de pollo en salsa de champiñones preparadas por maman Malika, que aguardan en el horno mientras reposan, en el frigorífico, los flanes caseros que Maryvonne Lerner, vecina de maman Malika desde hace muchos años, trajo cuando pasó a saludar brevemente a los recién llegados, pese a ser consciente de la antipatía que siente por ella la veterinaria, que no olvida que madame Lerner es una entusiasta de Robert Ménard, alcalde ultraderechista de la localidad y autor de diatribas varias e incitación al odio contra musulmanes y gitanos. Maman Malika, que conoce bien a su hija, le advierte: “Maryvonne vendrá a tomar café. No quiero que la acoses como de costumbre. Lo que piensas de ella, te lo guardas, que a nosotros siempre nos ha tratado con amabilidad”. “Ah, claro, porque nos considera unos romanís por encima de la media y de algo tienen que servir los favores que le has hecho todos estos años. Cuando la dejó tirada su marido, si no llega a ser por ti y los abuelos…” ”Da igual. Solo te pido que sepas comportarte como la persona educada que eres”.


A las nueve y media de la mañana del domingo, el equipaje de maman Malika se apretuja en el maletero y dormita Tommasso, el gato, en el transportín bien amarrado en el asiento trasero. Maman Malika y Maryvonne alargan la despedida junto a la cancela de la casa y Étienne, que ha relevado a la veterinaria al volante para el viaje de vuelta, toca, impaciente, la bocina.

Apenas recorridos quinientos metros en dirección a Narbona, telefonea Rabiaa, de la que se despidieron la tarde anterior, para volver a desearles buen viaje.








NOTA

[*] En arag., niebla muy densa.

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Cantábrico

«Cantábrico»: Archivo personal


Manso el oleaje. Desierta la playa. Calmo el día.


La mujer  —cuarenta y pocos, vaqueros ceñidos y camisola blanca asomando bajo la sudadera gris—   camina despacio, escrutando el devenir del agua. Respinga y se detiene, azarada, ante el Buenos días vivaz de la figura recostada en la arena. No responde. Comprime el bolso en bandolera contra su torso, o eso intuye el observador, que la contempla dedicándole una sonrisa bonachona que no parece satisfacer a la recelosa fémina. Tras ojear los alrededores —acaso buscando alguna presencia tranquilizadora— y comprobar que está a solas con el yacente, apresura el paso volviendo la cabeza un par de veces para constatar que el sospechoso en ciernes no va tras ella.


Desde el fondo de la mochila atiborrada que sirve de reposacabezas al visitante tendido junto a las rocas, quizás susurra Eduardo Galeano (1940-2015)

«Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Y los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo a caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares.
Los militares tienen miedo a la falta de armas.
Las armas tienen miedo a la falta de guerra.
Es el tiempo del miedo.
Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones y miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura.
Al tiempo sin relojes.
Al niño sin televisión.
Miedo a la noche sin pastillas para dormir y a la mañana sin pastillas para despertar.
Miedo a la soledad y miedo a la multitud.
Miedo a lo que fue.
Miedo a lo que será.
Miedo de morir.
Miedo de vivir
».


Dejan los pies de la mujer una cenefa torcida en la orilla que apenas borra el lánguido avance del agua

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«Quitapesares»: Archivo personal


Percute el cierzo, sin pausa, en las paredes de lona de la carpa de la terraza trasera donde ha instalado Olarieta, la cocinera, a los comensales rezagados que no han reservado mesa en el restaurante del bar del Salón Social, invadido por algo más de una veintena de ruidosos excursionistas. En la esquina a la que se han trasladado los cuatro jugadores de guiñote, oscila, azulado, el hilillo de llamas de la estufa de exterior que crea, entre los añosos guiñotistas, la ilusión de abrigado cobijo, como si se encontraran junto a la chimenea del comedor principal, en el rincón donde habitualmente dirimen, a la hora del café, absorbentes partidas por parejas en las que unos y otros se apuestan palillos planos que trocan, al final, por cortados y carajillos.

Cuando Josefo, el camarero, apila en la mesita auxiliar los primeros platos vacíos de entremeses para servir, como segundos, los canelones de confit de pato, Jenabou coloca las manos sobre el mantel y menea la cabeza. “A mí no me sirvas, Josefo, que me espero al postre”. “¿Y eso?”, se extraña la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Mamá, porfa, ¿cómo voy a comer carne de pato ahora si solo hago que acordarme de mi pobre Pitote? Sería como si me lo estuviera comiendo a él… Se me hace bola en el estómago solo de pensarlo”, asegura la niña, muy seria. “Eso mismo me ha dicho cuando hemos entrado y ha leido el menú del día en la pizarra”, la secunda Étienne. “¿Te traigo otra cosa…? ¿Algo de pescado, que puede que haya sobrado?”, insiste Josefo. “No, no. No tengo mucha hambre”. “Eh, Jenabou, ¿ese que dices era el pato que te dieron los polacos?”, se interesa el señor Miguel, uno de los jugadores. “Sí. Pitote. Se nos murió anteayer y mamá todavía no sabe de qué”.

Dan por terminada la tanda los guiñotistas, algo alborotados, y sirve Josefo las torrijas en la otra mesa; la de Jenabou con una bola de helado más grande. “¿Así mejor?”, le pregunta a la jovencita guiñándole un ojo. Ella asiente sonriendo y, en tanto se recrea en los postreros bocados, Josefo ayuda a los jugadores a disponer la mesa de guiñote junto a la de los tres comensales, al tiempo que Olarieta se acerca con la bandeja de las tazas de café. “Olarieta, ¿a mí me pondrás leche con cacao, por favor?”, pide Jenabou. “Claro que sí, corazón. Y, antes de marchar, pásate por la cocina, que te daré un par de torrijas para que te las lleves”.

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«Senderistas»: Archivo personal


Aprovechaba el Sol las zonas despejadas de arbolado para mostrar los últimos lances de su apenas ardiente poderío y laminar las envalentonadas dermis de los senderistas  —jóvenes y no tanto—  que apuraban el primer tramo del trayecto hasta Zulueta, buscando un otero con vistas al valle donde darse un respiro y acometer el tentempié que aguardaba, apretado, en las mochilas. “¡Allí!”, gritó alguien, señalando el suave promomtorio que se advertía a la izquierda de la senda que, a pocos metros, jalonaban, holgadas, las coníferas. Se sentaron, risueños y parlanchines, entre piedras y pinazas, sobre la tierra seca y agrietada.

Abajo, majestuoso en su anacronismo, el dieciochesco acueducto de Noáin [FOTO], modesto pariente neoclásico de aquellos de factura romana que alzaron los invasores venidos del Lacio sobre la Iberia antigua; convertido este, como aquellos, en joya arquitectónica restaurada y relevado, muchos años atrás, de su crucial servicio primigenio como abastecedor del agua de todas las fuentes públicas de Pamplona desde el manantial de Subiza, en las entrañas de la Sierra del Perdón.


Declarado Patrimonio Histórico, como Bien de Interés Cultural, en 1992 y tenaz sobreviviente a la reestructuración brusca del paisaje —en 1931, un constructor llegó a hacer una oferta de compra para derribarlo—, ni el abandono al que fue condenado durante años ni el ferrocarril ni la autopista ni las avenidas del río, que le cercenaron algún elemento, lograron desmoronar irremediablemente su probada solidez, conservando intactos 92 de los 97 arcos de piedra y ladrillo —de 18 metros de alzada los mayores— que lo componían cuando entró en uso el 29 de junio de 1790.

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«La hojarasca»: Archivo personal


En un recodo del inmueble donde se halla el Centro de Cultura Popular, bajo el voladizo en el que resiste  —cubierto de excrementos de estorninos—  el único banco de piedra salvado de la destrucción, ha ido agrupando el viento las hojas muertas expulsadas de los árboles caducos que exponen sus desnudeces al otoño que asoma, aún tímido, entre los bordes ondulados de la sierra. Ligeramente humedecidas, se amontonan al pie del ajimez abierto de la Biblioteca, donde Presen y Maruja, dos de las Tejedoras [*], andan de limpieza acompañadas por la voz y el piano de la irrepetible transgresora Liliana Felipe, pitorreándose de Freud. Liliana, junto a Jesusa Rodríguez, cuenta con una genuina peña de incondicionales en la Asociación de Mujeres.

¡Las histéricas somos lo máximo!
¡Las histéricas somos lo máximo!
Extraviadas, voyeristas, seductoras, compulsivas…”, se escucha y se expande desde el interior de la Sala de Lectura.


El viandante se acerca a la abertura  deslizándose sobre la hojarasca colorida y resbaladiza. Sonríe, apretando bajo el brazo El baile de las locas, de Victoria Mas, que deposita en el alféizar para luego impulsarse y sentarse a la derecha del libro. Una ráfaga de viento deshace el montículo de hojas. El observador chista a las mujeres entretenidas entre las estanterías, carraspea y une su voz a la de Liliana Felipe:

¡Las histéricas somos lo máximo!
¡Las histéricas somos lo máximo!
Solidarias, fabulosas, planetarias, amorosas…


[…]


Se escabulle la mañana del domingo entre sones y hojas zarandeadas.


[…]


El paseante abandona la atalaya y espera a las dos mujeres en la puerta lateral del edificio. Marcha el trío hacia el bar del Salón Social, con las decimonónicas cobayas humanas del doctor Charcot —recluidas en el ala psiquiátrica para mujeres del hospital de La Salpêtrière— aguardando el escrutinio lector entre las páginas de la novela olvidada en la repisa del ventanal.










NOTA

[*] Nombre que reciben en el Barrio las integrantes de la Asociación de Mujeres.

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Cabezo Castildetierra

«Cabezo de Castildetierra»: Archivo personal


Cruje la tierra hendida. Suenan bajo los pies la arcilla desmigajada y el polvo de lutitas del desierto bardenero. Se recrea la brisa invisible en el suelo poblado de margas en este territorio baldío donde destacan, singulares, los elevados cabezos desteñidos, imponentes formaciones esculpidas por el viento y los embates del agua, que recorren los ojos ávidos del caminante plantado en medio de la nada, custodiado por escorpiones ocultos y el vuelo circular de las rapaces.


Piensa el solitario andarín en Sanchicorrota, el molinero de Cascante convertido en bandolero allá por el siglo XV, que encontró refugio en las grutas horadadas millones de años atrás por el agua, desaparecida ya de este paisaje´de aspecto lunar en donde, perseguido como prófugo de la justicia por doscientos caballeros al servicio de Juan II de Aragón y Navarra, a quien el bandolero traía de cabeza, se acuchilló a sí mismo el corazón para no darles el gusto a sus enemigos de prenderlo vivo ni vejarlo públicamente. Y aunque su cadáver fue expuesto en Tudela como escarnio y aviso a los aldeanos que lo habían protegido, su nombre y sus acciones permanecieron en la memoria colectiva del pueblo llano con admiración y respeto. Cinco siglos después, otro hombre, Honorino Arteta, protagonizaría en esta misma depresión de las Bardenas Reales, reino de Sanchicorrota, una increíble gesta, desconocida durante décadas, convirtiéndose en el único superviviente y testigo de la matanza de Valcaldera.

El 23 agosto de 1936, Honorino y otros cincuenta y dos presos republicanos fueron trasladados en autobús de la cárcel de Pamplona a las Bardenas, cerca de la localidad de Cadreita, con la excusa de ser liberados pero, en realidad, para ser pasados por las armas. Dada la orden de fuego, Arteta, herido en las piernas pero decidido a luchar por su vida, consiguió huir junto a dos compañeros que no tuvieron su suerte y, alcanzados, fueron rematados allí mismo por los pistoleros falangistas. Honorino, pese a sus heridas, puso tierra de por medio y, en penosísimas condiciones físicas, con la ropa hecha jirones, descalzo y con alguna ayuda prestada por pastores y campesinos bardeneros que compartieron su comida con él y no lo delataron, se mantuvo escondido cerca de tres meses en las Bardenas Reales hasta que decidió poner rumbo a la frontera francesa. Ayudado por un grupo de cazadores franceses, recaló en el hospital de Mauléon-Licharre y, tras recuperarse, se trasladó a Barcelona para ponerse al servicio de la República. Combatió con la Columna Ascaso en la ofensiva contra Huesca, con la idea de continuar hasta Pamplona una vez conquistada a los fascistas la ciudad oscense. Al fracasar la toma de la capital del Alto Aragón y disolverse la Columna, regresó a Francia, país en el que permaneció exiliado hasta su muerte, en 1978.



Chasca la tierra hollada. El cabezo de Castildetierra contempla, desde su cúspide de arenisca compactada, al caminante que, tras dar cuenta de un bocadillo y vaciar un botellín de agua sentado a la sombra de una covacha en forma de hornacina, se yergue y vuelve a ponerse en marcha, sin prisas, con el Sol otoñal destelleando en las chapas que ornamentan su gorra naranja.

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