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Posts Tagged ‘Huesca’

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«Rojos»: Archivo personal


Un Ramón J. Sender (1901-1982) absorto, levemente hosco, con el sombrero borsalino colocado distraídamente sobre la noble cabeza encanecida, resalta entre la amalgama de ocres y naranjas, con tenues trazos rojizos, de la pared que comparte con su amigo Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) y su compañero epistolar Joaquín Maurín (1896-1973). Cerca, sonriente y juvenil, Ana María Navales (1939-2009) contempla al circunspecto Miguel Labordeta (1921-1969) levemente girado hacia un pensativo Francisco Carrasquer (1915-2012).


Sobre el atril, Siete domingos rojos, la novela elegida por la señorita Valvanera para el libro-fórum.

La mejor. La del Sender más ágil. Su primera mirada crítica hacia el modus operandi anarquista de la etapa republicana, antes de buscar su sitio en el comunismo, al que terminó detestando para crear su propia rebeldía, siempre con los retales de sus desgraciados recuerdos.


Silencios. Los mismos silencios del Ramón doliente, jamás recuperado del asesinato del hermano, Manuel Sender Garcés, y la esposa, Amparo Barayón.

A Manuel Sender Garcés, el amado hermano, abogado de 31 años, miembro de Izquierda Republicana, que había sido alcalde de Huesca en dos ocasiones, lo fusilaron los fascistas el 13 de agosto de 1936, junto a Mariano Carderera, alcalde en ejercicio, Mariano Santamaria, teniente de alcalde y Miguel Saura Serveto, cenetista benasqués. Una lápida [FOTO], colocada el 14 de abril de 2003 sobre la fosa compartida en el cementerio oscense, los recuerda.


Silencios. Exilio. Recuerdos rotos de aquella Amparo, exultante, de los años treinta, trabajadora de Telefónica, experta mecanógrafa y ágil pianista a la que ronda Ramón en 1931 y que le sería arrebatada el 11 de octubre de 1936, asesinada en Zamora por ser la esposa del escritor aragonés.


Silencios. Exilio. Crepita el dolor en las entrañas. Se inflama. Arde. Se eternizan las llamas. Se suceden los libros. Dolor. Charlas. Amargura. Libros. Conferencias. Dolor. Dolor.


Y entonces dijeron que venía. Venía a España. Venía a Huesca. ¡Venía a Huesca! Sender regresaba a su tierra. Daría una conferencia en el Centro Cultural Genaro Poza.

Ramón José Sender había previsto viajar a Huesca en domingo, el 2 de junio de 1974, pero impuso una condición: que se depositara un ramo de flores sobre la fosa donde se sabía que reposaban los restos de su hermano Manuel. Idas y venidas de los organizadores. Miedo. Sender, firme: Solo irá a Huesca cuando la tumba de su hermano sea señalada con un ramo de flores. Miedo. Cuchicheos. Llamadas al Gobierno Civil. Murmullos. Las autoridades franquistas ceden y Manuel Sender Garcés, vilipendiado, asesinado y sepultado en el obligado olvido, obtuvo su ofrenda floral. Entonces, y solo entonces, Ramón José Sender se asomó a la ciudad que tanto le dolía y desgranó sus recuerdos de un verano  —de hace tanto, tanto, tanto tiempo—   pasado en el Pirineo.


Mora Sender entre los cromáticos muros del ala aragonesa de la Biblioteca del Barrio, donde sisean las hojas y susurran los seres retratados. Sobre el atril, el libro. Y un grupo de sombras que, en silencio, caminan hacia la puerta dejando tras de sí recuerdos y penumbra.

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«Castillo de Montearagón»: Archivo personal


No pararé, padre y rey mío, hasta que la ciudad sea nuestra”, cuentan que prometió, el 4 de junio de 1094, Pedro I ante el agonizante Sancho Ramírez, rey y comandante de los ejércitos aragoneses, herido de muerte por una aciaga flecha ante las poderosas murallas de la ciudad musulmana de Wasqa  Bolskan íbera y Osca romana, la urbe más al norte de todo Al-Ándalus, vasalla del rey hudí Al-Musta’in II de Saraqusta.

Sancho Ramírez, rey del todavía joven y poco extenso reino pirenaico de Aragón y de Pamplona, había puesto cerco a Wasqa, rico waliato  de unos cinco mil habitantes, con cuatrocientos años de gobierno árabe y pieza clave para la expansión del reino hacia el sur. Los aragoneses conocían bien el terreno que hollaban; durante años, habían mantenido excelentes relaciones con aquellos a quienes pretendían conquistar, unas veces como recolectores de las opimas cosechas de los campos que se extendían extramuros y, otras, como aliados en los conflictos que los gobernadores árabes mantenían con otros territorios. Pero la necesidad de ampliar su reino había llevado a Sancho a intentar hacerse con aquel enclave que, de ser conquistado, abriría las puertas a futuros logros.

En las cercanías de la fortificada Wasqa, en un monte pelado, había mandado levantar el rey aragonés un soberbio castillo-abadía que se alzaba, provocador y majestuoso, a escasos kilómetros del amurallado recinto musulmán de cien torres imponentes. Y a ese castillo, llamado de Montearagón, se trasladó el rey para dirigir el hostigamiento contra la deseada urbe que se extendía a sus pies. Al oeste de la ciudad cercada, en otro cerro estratégico conocido como El Pueyo de Sancho, mandó edificar un baluarte de vigilancia permanente entre Wasqa y la Taifa de Saraqusta.

Caído Sancho Ramírez junto a la anhelada ciudad, su hijo Pedro tomó el relevo con idéntico ímpetu. Diez años tardaría la musulmana Wasqa en abrirse, derrotados sus valedores, ante sus nuevos gobernantes.
El 19 de noviembre de 1096, los ejércitos aragoneses y navarros, enfrentados a las tropas árabes y castellanas que defendían Wasqa, vencieron a sangre y hierro en la pavorosa, y dicen que mágica, batalla de los llanos de Alcoraz, en los aledaños de la localidad sitiada, con el inestimable concurso del santo caballero Jorge y su corcel volador.


«…invocando al Rey el auxilio de Dios nuestro señor, apareció el glorioso cavallero y martir S. George, con armas blancas y resplandecientes, en un muy poderosos cavallo enjaeçado con paramentos plateados, con un cavallero en las ancas, y ambos a dos con Cruces rojas en los pechos y escudos, divisa de todos los que en aquel tiempo defendían y conquistavan la tierra Santa, que aora es la Cruz y habito de los cavalleros de Montesa. Espantaronse los enemigos de la fe viendo aquellos dos cavalleros cruçados, el uno a pie, y el otro a cavallo: y como Dios les perseguía empeçaron de huyr quien mas podía. Por el contrario los Christianos, aunque se maravillaron viendo la nueva divisa de la Cruz: pero en ser Cruz se alegraron, y cobraron esfuerço hiriendo en los Moros: y assi los arrancaron del campo y acabaron de vencer».

—Fragmento de la Crónica de la batalla de Alcoraz, escrita por Diego de Aynsa en 1619—.


Ocho días después, Wasqa abría sus siete puertas a los nuevos señores y se inclinaba ante el rey Pedro I, que ascendió, victorioso, por las empinadas callejuelas que llevaban hasta la mezquita mayor, conocida, popularmente, como Misleida. Huesca —con parte de su población musulmana emigrada y repoblada por aragoneses pirenaicos, mozárabes y francos—  entraba a formar parte del Reino de Aragón.





NOTAS

  • Una leyenda del siglo XIII atribuye a San Beturián el triunfo de las tropas aragonesas sobre las castellano-musulmanas. Cuéntase que el santo se apareció al mismísimo rey Pedro I antes de la refriega prometiéndole ayuda si acudían a la lucha portando las reliquias guardadas en el cenobio situado en la Peña Montañesa. La relación de San Jorge con la batalla de Alcoraz no se establecería hasta dos siglos después.
  • El Pueyo de Sancho, a cuyos pies tuvo lugar la batalla de Alcoraz, se conoce actualmente como cerro de San Jorge, uno de los pulmones verdes de la ciudad de Huesca. En su cima se halla la ermita de San Jorge. El santo es, además, desde el siglo XV, uno de los patronos de la ciudad —junto a San Lorenzo y San Vicente Mártir—.

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«La Sierra Niña»: Archivo personal


Traspasa el cierzo helador los desgastados burletes de los ventanales de la veranda que se encara a la sierra nívea y soleada. A los pies, la ciudad, aún con la resaca de la fiesta y el humo de la hoguera de San Vicente prendido en los ropas de sus habitantes, con el sabor de patatas y longaniza en el cielo del paladar y el recuerdo del frío nocturno humedeciéndoles la nariz y raspándoles la garganta.

Aguarda Benito Pérez Galdós (1843-1920) en el cálido interior de la vivienda, en la mesa plegable, entre la cafetera de aluminio y las tazas desparejadas de loza y cristal, mientras la señorita Valvanera va sugiriendo los nombres del elenco actoral del Barrio que podría interpretar los papeles principales de Los condenados, la obra galdosiana que se desarrolla en la villa de Ansó y ha sido adaptada por Mercedes para ser representada el 23 de abril. “Galdós no quiso dejar nada al azar”, explica la directora del Grupo de Teatro blandiendo las Memorias de un desmemoriado que ha recogido de la mesa. “En julio de 1894 llegó en tren a Jaca para viajar desde allí hacia Ansó”.


«Salimos de Jaca mi amigo y yo una mañana en carretela tirada por cuatro caballos y recorriendo un país de lozana vegetación, pasamos muy cerca de San Juan de la Peña, cuna de la nacionalidad aragonesa, y después de mediodía llegamos a un lugar llamado Biniés, donde mi amigo mandó hacer alto para que yo admirase un soberbio nogal, que era sin disputa el más colosal que en España existía […]. Hubiera yo deseado permanecer allí largo rato gozando en la contemplación de aquella maravilla; pero el descanso para los viajeros y para las caballerías había de ser más adelante, en un sitio llamado La Pardina, donde nos tenían preparada la comida para nosotros y el pienso para el ganado. Emprendimos la marcha por la empinada carretera que culebrea a la orilla derecha del Veral. Reposamos una hora, y luego seguimos nuestro camino, extasiados ante el magnífico espectáculo que por todas partes se nos ofrecía. Aquí, espesas masas de vegetación, allá ingentes rocas, en el fondo del río, a trechos turbado por cascadas espumosas, a trechos manso, permitiendo ver en su cristal las plateadas truchas. A medida que avanzábamos, el paisaje era más grandioso y los picachos más imponentes por su extraña forma y aterradora grandeza. Tras larga caminata, llegamos a un sitio donde termina la carretera». [*]


Recorridos a pie los últimos kilómetros, Galdós y su amigo jacetano arribaron a la villa de Ansó, alojándose en una de las mejores casas y dando frecuentes paseos por la localidad, conociendo a sus gentes y sus tradiciones y embebiéndose de los extraordinarios paisajes circundantes y sus leyendas.


«Pasados no sé cuántos días en aquella deliciosa ociosidad, partí para volverme a Madrid. Mi amigo me llevó en su coche desde Ansó a Canal de Berdún, donde tomé la diligencia que diariamente hacía el trayecto desde Jaca a Pamplona. Llevaba yo un recuerdo gratísimo del vecindario ansotano, y singularmente de la generosa familia que me había dado hospitalidad, colmándome de finas atenciones. En el largo camino no cesaba de pensar en mis Condenados, entreteniéndome en modelar las figuras de Salomé, Santamona, José León y Paternoy. Y eso lo imaginaba sin perder el compás de la rondalla que el mayoral cantaba con voz clara y perfecta entonación. De tal modo se fundían y compenetraban mis Condenados y la rondalla, que, cuando estrené la obra en Madrid, la música y mi drama reaparecieron en dulce maridaje». [*]


El 11 de diciembre de 1894 se estrenaría la obra ansotana de Galdós en el madrileño Teatro de la Comedia sin el menor éxito. No fue hasta su reestreno en el Teatro Español, en abril de 1915, cuando Los condenados obtendría el aplauso y el reconocimiento del público y la crítica. “En nuestro caso”, interviene Mercedes, “solo tendremos una oportunidad de quedar bien”.







NOTA

[*] Fragmento de Memorias de un desmemoriado, de Benito Pérez Galdós.

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Empezando el día

«Empezando el día»: Archivo personal


J’écoute en soupirant la pluie qui ruisselle
frappant doucement sur mes carreaux…


Llama insistentemente la lluvia en los cristales y sus acuosos nudillos dejan un rastro de burbujas amorfas deslizantes que siluetea, del otro lado de la ventana, Agnès Hummel mientras canta, en intermitente sucesión de susurros, el viejo ritmo de Sylvie Vartan.

La sala de estar de la sexta planta del hospital huele al dulzón cappuccino recién derramado en el dispensador de la máquina expendedora de bebidas calientes. La veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio recoge pausadamente con un pañuelo de papel el líquido depositado en la rejilla; la señorita Valvanera lee a Max Blecher sentada junto a la mesa naranja próxima a la puerta.

Ocupando la pared coloreada en salmón y amarillo que se halla frente a la ventana en la que se apoya Agnès, el fragmento de un poema de Agustín García Calvo —en forma de caligrama mural, con los versos componiendo ondulaciones— engrandece el recogido espacio donde la aparente despreocupación enmascara la incertidumbre en tanto aguardan la reunión con el neumólogo.


Al otro lado del pasillo que recorren las auxiliares repartiendo las bandejas con el desayuno de los pacientes, yace, monitorizada en una habitación con visitas restringidas, la Hermana Marilís.

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«Parque Miguel Servet: El quiosco en otoño»: Archivo personal


Cuando el caminante se detiene en lo alto de la pendiente, suenan en los auriculares prendidos a sus orejas las voces conjuntadas de David Bowie y Freddie Mercury…Pressure pushing down on me…— e inicia un descenso suave, con las deportivas rozando levemente el conocido empedrado y los ojos fijos en la abertura final de la costanilla [FOTO], allí donde, siglos atrás, estuvo una de las puertas —de las nueve, diez…o más, que no hay acuerdo entre los estudiosos— de la muralla, la que se conoció como Puerta Nueva, desaparecida definitivamente en el siglo XVII, cuando se construyó, en sobrio ladrillo, la iglesia de San Vicente el Real, tras la demolición del templo románico que, en el siglo XIII y con el nombre de San Vicente el Bajo [1], se había levantado en el lugar donde se cree nació el hijo de Enola y Eutiquio, conocido como Vicente de Huesca o San Vicente Mártir, patrón pequeño de la ciudad y en cuya festividad, el 22 de enero, se prende una gran hoguera y se reparte a la ciudadanía longaniza y patatas asadas.


La Compañía, que así es como se conoce popularmente en Huesca a la iglesia de San Vicente el Real, por haber pertenecido a los jesuitas a partir del siglo XVII [2], brinda su monumental mole —de fachada de ladrillo caravista, con una estatua de piedra del santo en una hornacina situada sobre el portalón de acceso— a la antigua vía romana que atraviesa, a los pies del Casco Histórico, la ciudad. El Coso, que así se llama tal vía, hoy en día peatonal, ha sido, a lo largo de la historia, la gran calle central de la urbe, dividida en dos tramos: El Coso Alto y el Coso Bajo, llamados Cosos de Galán y García Hernández, durante la II República, en recuerdo a los capitanes rebelados contra la monarquía, fusilados en las inmediaciones de Huesca y cuyas tumbas en el cementerio de la localidad siguen siendo muy visitadas.


Supera el caminante el desnivel de la costanilla de Lastanosa y dobla la esquina del templo deteniéndose para contemplar los edificios que apuntan, desde el otro lado de la estrecha calle peatonal, a la vieja iglesia jesuita. Allí enfrente, encarada a San Vicente el Real, estuvo situada la casa-palacio de los Lastanosa, con el más fantástico de los jardines de la época, que llegó a fascinar al mismísimo Felipe IV. Creado bajo los auspicios y la refinada imaginación de Vincencio Juan de Lastanosa y Baráiz de Vera, insigne erudito del siglo XVII, mecenas, político, escritor, alquimista, obsesivo jardinero y amante del exotismo; minucioso coleccionista, su biblioteca de más de siete mil volúmenes fue reverenciada por Quevedo, Baltasar Gracián y otros ilustres contemporáneos suyos, que recorrieron las armoniosas estancias del palacete recreándose en los preciados objetos cuidadosamente expuestos en ellas: antigüedades, armas, instrumentos científicos, artilugios, pinturas, esculturas, tapices, monedas, mapas, fósiles… Pero, sobre todo, esos increíbles y portentosos jardines en los que a la abundante vegetación, traída de todo el orbe, se sumaba un completo zoológico (cebras, tigres y otros mamíferos exóticos, avestruces, aves canoras…), un espectacular laberinto esmeradamente geometrizado, caminos de rosaledas y tulipanes, templetes marmolados y zonas acuáticas que incluían fuentes ornamentadas con elementos mitológicos, un embarcadero y un soberbio estanque.

De todos esos prodigios nacidos de la avidez de conocimiento y la vasta fortuna de Vincencio Juan de Lastanosa, nada queda. Su legado se dispersó con su muerte; la casa-palacio fue desmantelada en el siglo XIX y de aquellos originales jardines solo resta el terreno que, cedido en 1928, conforma la parte antigua del actual Parque Miguel Servet.


Suspira el caminante. Desaparece de su visión interior el suntuoso edificio cuya descripción, a fuerza de leer tantas veces, es capaz de reconstruir en sus figuraciones —con la estatua de Hércules sujetando la bola del mundo, que el cronista Ustarroz describe y sitúa en el tejado de la casa-palacio— y encamina sus pasos hacia los vacíos veladores del bar abierto junto a la farmacia que guarda, por ubicación, algo de esa esencia Lastanosa que ha ocupado sus pensamientos durante unos minutos. Frente al caminante, relajado ante su café, vela el edificio consagrado a Vicente de Huesca.







NOTAS

[1] En contraposición a la iglesia de San Vicente el Alto, también desaparecida, que se construyó en el entorno de la Catedral, en el mismo lugar donde en la época de la Wasqa musulmana se ubicaba la mezquita de Ibn Atalib.
[2] Desde el año 2019, y tras la marcha de los últimos miembros de la Compañía de Jesús que ejercían su ministerio en la ciudad de Huesca, la iglesia de San Vicente el Real pertenece exclusivamente a la diócesis oscense.

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«Con la primera luz del día»: Archivo personal


Enlazan con el desvío a velocidad moderada, con la lección de prudencia bien aprendida desde aquella vez que, acelerados, acabaron con las dos ruedas delanteras del Land Rover lamidas por las aguas rebosantes del canal y el susto crepitándoles en los esternones. Cuando Pablo, el de la grúa, los remolcó hasta el taller de Ventura y marcharon al bar porque el mecánico les dijo que aquello era “poca cosa y en un par de horas os lo dejo listo”, la socarronería lugareña acompañó a los pinchos de tortilla y los cafés que Martina, la dueña, no les cobró, tal vez compadecida del pitorreo de que fueron objeto. Tardaron más de medio año en volver a pisar el bar de Martina, el mismo tiempo que estuvieron evitando el camino del canal, pero no hubo más remedio que retomarlo cuando la carretera comarcal estuvo en obras hasta bien entrado el otoño y el desvío del canal, con el asfalto fulgurante e inseguro de las primeras heladas, se convirtió en el único paso viable para acceder a las distintas granjas que les correspondía visitar.


A las siete y seis de la mañana, con la luz natural aún entre tinieblas, recalan en el bar de Martina cuando la mujer acaba de encender la cafetera y las luces interiores. “Si tenéis tiempo, voy a freír unos buñuelos y os los pongo para que os los llevéis”, les dice. Buena gente, Martina; más cerca de los sesenta que de los cincuenta, desparejada, afable y muy trabajadora. La mujer de Andrés, el tozinaire [1], les contó que Martina anduvo ennoviada cerca de quince años con uno del pueblo, “el más gandul de la redolada”, les explicaba, al que ella terminó dando puerta “y andan los dos solteros, cada uno en su casa, ella muy apañada con el bar y a él bien se le vale de su cuñada, que le hace la comida y le lava la ropa, inútil de él”. Y todo ello lo recitaba, como si nada, mientras Manuel-Antonio, chapoteando en mierda, sujetaba como podía a una cerda descomunal a la que la veterinaria palpaba las ubres, bulbosas e infectadas, sin que la escena, nada propicia para confidencias, detuviera el parloteo de la mujer.


Regresan a la carretera con el aroma anisado de los buñuelos impregnando agradablemente el vehículo y el escarceo de la lluvia, finísima, apenas dejando huella en el parabrisas. A un lado y otro del camino, los campos de cultivo, frutos del empeño por convertir el desierto en inusitado vergel, alternan con achaparradas ripas [2], farallones de arenisca, secarrales pedregosos y pequeños agrupamientos de sabinas albares que, en época romana, eran tan abundantes y oscurecían tanto el paisaje que estas tierras, presididas por la sierra de Alcubierre, fueron llamadas Montes Negros, entorno, en el siglo XIX, de las correrías de Mariano Gavín Suñén, el bandido Cucaracha, realidad transformada en mito, héroe de los monegrinos pobres y terror de los pudientes, idealizado robinhood de este territorio estepario donde se rodaron Jamón, jamón y La marcha verde, y en el que, a menos de diez kilómetros del desvío del canal por donde transita el Land Rover, se levantan, entre dunas, jaimas bereberes junto a las que pasean, indolentes, cuatro o cinco camellos para alborozo de los turistas.







NOTAS
[1] En arag., criador de cerdos.
[2] En arag., cerro terroso.

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«En el epicentro»: Archivo personal


Se escuchaban el jueves, en la terraza, las voces de las Presas —que desbordan el libro de Tomasa Cuevas— desgranando, por bocas interpuestas, los horrores padecidos y, a la par, iban agrupándose, orondos y atezados, los nubarrones en aquelarre atmosférico, trayendo un viento insolente y férvido que envolvía a las tertulianas del fórum literario e inflaba el toldo rayado bajo el que todavía humeaba la tetera en la mesita de mimbre, junto a la caja de hojalata de las pastas. Fuera del rectángulo entoldado —que empezaba a gotear por las esquinas— se ensañaba el aguacero con el suelo de terrazo mientras Marís repetía la lectura de uno de los párrafos y ya no era su voz, sino la de Trinidad Gallego, la que sonaba, clara, en la terraza, con el mismo deje vehemente de Paz Azzati en los labios de Yolanda o el de Petra Cuevas, unos minutos antes, en los de Oroel. Y aquella terraza del ático enfrentada al Hospital San Jorge, con la ciudad debajo celada por las sierras de Gratal y Guara y la azabachada boina celeste descargándose sobre ella, tomó la apariencia de presidio saturado de féminas con la dignidad intacta, entre chinches, sarna, piojos, avitaminosis, hambre, gritos y hedores. Las tertulianas las vislumbraban a todas, jóvenes y viejas republicanas, cultas e iletradas, desaseadas y famélicas, sujetándose la moral desfallecida las unas a las otras, escupiendo el obligado canto del Cara Sol y cagándose en cada misterio del forzoso rezo del Rosario. Entretanto, María Sánchez Arbós, inconmensurable maestra vocacional, se abstraía de aquella realidad ominosa regresando con el pensamiento a la felicidad de la tiza y la esperanza del renacer de las aulas libres.


Y en el Rincón de la Ignominia, la otra, la carcelera; aquella María Topete Fernández (1900-2000) hierática, cruel, católica, monárquico-conservadora y aristócrata de medio pelo; brazo ejecutor del Glorioso Alzamiento, acumuladora de medallas al mérito represivo, fiel seguidora de las infames doctrinas de Antonio Vallejo-Nájera y más que sospechosa de haber hurtado niños y niñas a las madres presas.

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«Entre ramajes»: Archivo personal


Antes de las ocho de la mañana, los españoles e italianos alojados en el hotel Ibis Paris Porte d’Orléans, en Montrouge, ya han tomado ruidosamente el comedor: La muchachada de Bolonia, en viaje pedagógico, hace acopio, en sus mochilas y bolsas, de panecillos, fiambres y bollería expuestos en el buffet; el grupo de talludos turistas madrileños, llegados la tarde anterior, se abre paso entre la impaciencia juvenil para acceder a las cafeteras y jarritas de leche; Étienne e Iliane, bien posicionados ante el mostrador de los desayunos, van llenando de viandas cuatro platos mientras la veterinaria y Asier se proveen de mantequilla, mermelada, azucarillos y una cafetera de cerámica que, dados su peso y temperatura, está hasta los bordes de café muy caliente. “Si son capaces de comerse todo lo que se han llevado…”, dice Agustín, uno de los madrileños, señalando a los estudiantes que, bien aprovisionados, se dirigen fuera del hotel. “Nosotros vamos ahora a Versailles”, explica. “¿Y vosotros…?” “Nos quedamos en Montrouge”, le responde Étienne.


[…]

El cementerio de Montrouge huele a lavanda y a piedra de cantería. La lápida de Emilieta es verde, con el nombre de ella grabado en filigrana plateada y, junto a la jardinera con petunias, la pequeña reproducción de la pirámide de 545 prismas pétreos escalonados (el mismo número que las personas fusiladas en Huesca) del Parque Mártires de la Libertad, donde, en 2014, el nombre de su padre, asesinado por fascistas oscenses cuando Emilieta apenas contaba dos años, fue rescatado, junto con otros, por la memoria renacida, y leído, con voz susurrante, por una de las nietas, aferrada al atril y al recuerdo de su madre, hija del homenajeado. “Qué injustas han sido la vida y la muerte con mamá”, repetía. “Tenía que haber estado aquí y ser ella la que nombrara a los cuatro vientos a su padre… Con cuánto orgullo lo hubiera hecho”.


[…]

A las siete y media de la tarde apenas quedan huecos en el restaurante más económico de la parisina calle de Rivoli, donde algunos de los estudiantes de Bolonia, compañeros de alojamiento en Montrouge, les hacen sitio mientras deciden qué plato combinado elegir. Terminan pidiendo, al unísono, por iniciativa de la veterinaria, bœuf bourguignon.

Es, para los jóvenes boloñeses, la última noche en París, mientras que el grupo navarroaragonés se quedará un día más para visitar, con la incansable Lola Haas, el Centro Pompidou.

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«Tiempo detenido»: Archivo personal


¿Y si preguntamos en las oficinas..?”, sugería Étienne, impaciente, tras más de una hora deambulando por el Cementerio de Torrero, en Zaragoza. “Estas no son trazas de buscar un nicho… ¡Si han pasado casi treinta años! Y no me vengáis con encontrar puntos de referencia ni zarandajas… Ha pasado demasiado tiempo para que recordéis el lugar exacto. A Maíto solo lo localizaremos si alguien nos indica dónde está enterrado. Vosotras veréis…

Mario, Maíto, de dieciocho años, compañero de pandilla y novio in péctore de María Petra, se mató en Monrepós, al derrapar su moto y golpearse contra un quitamiedos, cuando se dirigía a un viejo despoblado donde el resto de sus amigas y amigos trabajaban como voluntarios en la reconstrucción de una vivienda. Tardaron un día en enterarse del accidente porque el pueblo carecía de teléfono y asistieron, todavía estupefactos, a un desgarrador entierro en medio de una soleada y vistosa primavera que parecía querer homenajear al joven fallecido.

Desde la sencilla lápida de vetas marrones y blancas del nicho. un sonriente Maíto, con el flequillo desigual y la media melena castaña enmarcándole el rostro, contemplaba a sus visitantes, congelados sus rasgos en aquella adolescencia detenida en el tiempo que un día compartieron.


[…]


…y en el centro del cementerio, el mausoleo de Joaquín Costa con el epitafio compuesto por Silvio Kossti sobre mármol blanco:

Aragón a Joaquín Costa.
Nuevo Moisés
de una España en éxodo.
Con la vara de su verbo inflamado
alumbró la fuente de las aguas vivas
en el desierto estéril.
Concibió leyes para conducir a su pueblo
a la tierra prometida.
No legisló.


Manuel Bescós Almudévar, alias Silvio Kossti, costista hasta en su seudónimo; un tipo inteligente, leal a sus amigos, republicano confeso, incisivo articulista, escritor polémico, furibundo anticlerical, alcalde de Huesca durante cuatro meses y escasamente conocido hoy en día por los oscenses, ya sea con su nombre real o con el seudónimo que utilizó porque, según le escribió a Costa, “tengo tres hermanos bastante imbéciles como para hacerme desear el perder de vista el apellido”.

Kossti, que murió con poco más de sesenta años, fue autor de unos Epigramas tan provocativos que él mismo decidió retirar su publicación convencido del perjuicio que podían suponer para sus hijos, que estudiaban en academias militares. Ya en 1909 su novela Las tardes del sanatorio supuso un escándalo que él ya presuponía cuando, hablándole a su admirado Costa de su proyecto novelístico, expresaba que su pretensión era “rascar de la mentalidad española el fraile que la mayoría lleva dentro”. Su propósito tuvo cumplida respuesta eclesiástica; los obispos de Huesca y Jaca y el arzobispo de Zaragoza reprobaron Las tardes del sanatorio. Tras el escándalo, circularon por la capital oscense dimes, diretes y anécdotas chispeantes como la de que el mastín que acompañaba a Kossti en sus paseos tenía por costumbre entrar en la iglesia de San Lorenzo a echar una meadita en las esquinas de los confesionarios…

Dícese, no obstante, que Manuel Bescós arrepintióse de sus ataques a la iglesia y, momentos antes de su muerte, accedió a recibir la extremaunción y a ser enterrado como buen católico. “Descansó al morir”, es el epitafio de Silvio Kossti grabado en su nicho del cementerio de Huesca. Junto al epitafio, un bajorrelieve realizado por uno de sus grandes amigos, Ramón Acín Aquilué, del que fue testigo en su boda con Conchita Monrás.

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«Fascinación»: Archivo personal


Aguardan desde la noche, inmaculadas e impecablemente planchadas, las prendas albas  camisetas, pantalones, leggins—  formadas, cual escuadrón impoluto, en los respaldos de sillas y sillones; en el suelo laminado, dibujando una perfecta línea horizontal, deportivas y alpargatas con sus cintas verdes extendidas; en la mesita acristalada, las pañoletas triangulares reciben en su tejido esmeralda los primeros rayos del día.

La casa clarea; la gente despierta. La mampara de la ducha resiste los embates del agua y se apelotonan, en ordenado caos, los cuerpos que van y vienen de las habitaciones al baño y del baño al salón hasta despejar respaldos, suelo y mesita de las vestimentas de la fiesta.

Se vacía la casa. Queda, en el aire, el aroma a champú, a leche corporal, a colonia de moras… Y a albahaca.

[…]

El ambiente callejero viste de blanco y verde. En las atestadas terrazas comparten espacio gastronómico tazones de leche, cafés, carajillos, chupitos de pacharán, botas de vino, porrones de cerveza, jarras de sangría y calimocho, latas de refresco, cruasanes tostados untados con mantequilla y mermelada, huevos fritos, raciones de caracoles, longaniza, panceta y jamón y un variado etcétera de alimentos engullidos entre risas, charangas y voces, en placentero alboroto colectivo que, a las once y media de la mañana, asciende las espectaculares costanillas que desembocan en la plaza del Ayuntamiento.

[…]

Clama la plaza. Trompetas, trompetillas y bombos compiten con el griterío humano que ahuyenta a los gorriones que habitan en los árboles. Revolotea, agitada, Lorenza, la cigüeña añosa que tiene su nido en la catedral. Entonces, a las doce en punto, estalla el chupinazo y se eleva entre nubes de pólvora acompañado de un rugido humano que se expande y zarandea los sentidos.

Empieza la fiesta.

Anotaciones del 9 de agosto de 2019. Cuando nos creíamos a salvo de virus globales—.

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