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«El solitario banco del solanar»: Archivo personal


En el solanar cercado de aligustres que hay junto a la panadería de Otilia se levantaba, años ha, Casa Coscullano, llamada de los Zabazequias, por ser sus moradores, en régimen hereditario, los que, desde tiempos lejanos, controlaban el uso de las acequias comunales y regían los turnos de riego.

El último zabazequias de la casa ya desaparecida fue Tomasito, que ejerció el cargo cerca de cincuenta años. Dicen quienes lo trataron que era un hombre cabal pero tan bajo y esmirriado que, amén de no apearle del diminutivo del nombre ni en la lápida del nicho donde reposa desde mil novecientos setenta y uno, en las localidades vecinas  que acusaban injustamente al zabazequias de favorecer a sus convecinos del Barrio  lo apodaban O pedugo [1] Coscullano.

Tomasito era hijo entenado del anterior zabazequias, un hombretón que matrimonió, ya entrado en años, con una muchacha canaria, madre soltera, que servía en la casa de los Artero, los más ricos del Barrio. Cuentan que el zabazequias viejo quiso a Tomasito como si fuera de su propia sangre y se hacía acompañar por él en sus recorridos por los canales de riego para que aprendiera bien los quehaceres del cargo.

A la muerte de Tomasito, que no se casó ni tuvo descendencia, el Ayuntamiento convirtió en acequiero  que no en zabazequias, como así consta en el pliego correspondiente—  a un empleado municipal y el primitivo vocablo de origen árabe [2] cayó en desuso. Solo la casa  hoy un arbolado en la calle del Zierzo—  se mantuvo fiel a la antigua denominación: Casa de los Zabazequias.







NOTAS

[1] En aragonés, persona de corta estatura.
[2] Sahib al-saqiya, que significa guardián de la acequia.

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«Almacenes Simeón (Huesca), diciembre de 1969»: Foto cedida


En la década de los sesenta, cuando todavía los aparatos de radiodifusión ocupaban el lugar de honor en los hogares, Radio Zaragoza emitía un programa navideño, patrocinado por el Bazar X de la capital aragonesa, que tenía como protagonista al Pájaro Pinzón; se trataba de una avecilla que ejercía de corresponsal de los Reyes Magos en Aragón, observando el comportamiento de la grey infantil y trasladando sus conclusiones semanales a Radio Zaragoza, donde, entre trinos que, naturalmente, sólo podía comprender Pilar Ibáñez, la locutora, daba cuenta de las buenas acciones de Fulanito y las barrabasadas de Menganita, cuyos nombres terminaban inscribiéndose en sendos libros: el Libro de Oro y el Libro Negro del Carbón.

En el Barrio, la chiquillería escuchaba, no sin cierta aprensión, la retahíla de nombres intercalados en uno u otro libro; en ocasiones, la rabia y la vergüenza se apoderaban de quien se reconocía como el niño que se hacía pipí en la cama o la niña que no ayudaba a su abuela a recoger leña para la estufa; en otras, un niño obediente o una niña estudiosa escuchaban, emocionados, cómo Pinzón, traducido por la presentadora, gorjeaba sus filiaciones escritas en el anhelado Libro de Oro. Ni unos ni otras sabían que era Agustín del Correo, conchabado con las familias, quien ejercía, mediante cartas semanales, de chambelán voluntario de aquel pajarito acusica al que nada se le escapaba. Y, aunque el programa dejó de emitirse, Agustín del Correo mantuvo en activo a Pinzón, atribuyéndole, además, la capacidad de transformarse en cualquier ave que revoloteara o viviera en el Barrio, ya fuera la querida Bascués  la cigüeña vieja, el búho de Casa Berches o cualquiera de los patos que la señora Camila paseaba entre las hierbas del arcén para que se alimentaran de caracolas de tierra.


…y aún sigue Pinzón —sobreviviente al inolvidable Agustín del Correo (1937-2010)—  instalado en cualquier parte, oteando, desde el primer día de diciembre, a su tercera generación de insaciables pedigüeños infantiles del Barrio.


NOTA

Edición revisada y ampliada de un artículo publicado en esta bitácora el día 18 de diciembre de 2015.

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«Descenso del río Cinca»: Asc. Nabateros del Sobrarbe


…hubo un tiempo en el que los bosques del valle soñaban ser modestos bajeles nabateros firmemente asidos por los brotes de sarga los cuerpos descortezados, deslizándose —ya mecidos por la exasperante suavidad del meandro, ya en doliente balanceo sobre el bravo líquido hídrico y lamidos abetos y pinos, hasta el corazón, por las acometidas insolentes del agua— mientras la pericia de los hombres, majestuosos guardianes del preciado tesoro maderero   —manos sobre el largo remo, piernas indiferentes a las lanzadas acuosas—, sorteaba piedras y sedimentos. Por el camino del río.


Este mes de diciembre, el Comité Intergubernamental de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, reunido en Rabat, reconocia el histórico transporte fluvial de la madera de los nabateros del Sobrarbe, la Val d’Echo y la Galliguera, en Aragón; de los gancheros de Castilla La Mancha, los almadieros de Navarra y Valencia, los raiers de Cataluña y el timber rafting de Alemania, Austria, Chequia, Letonia y Polonia, pasando a ingresar en la Lista Representativa como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.


Himno Nabatero, en lengua aragonesa, de La Orquestina del Fabirol

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«Nubes sobre el cementerio»: Archivo personal


Hay en el hayedo que linda con la parte trasera del cementerio y la ermita de la Virgen de los Morros de Cebollón, un sendero  actualmente desdibujado y apenas transitable—  que desciende hasta casi rozar el río y culebrea entre los huertos de la zona baja para ascender de nuevo hacia el viejo molino y unirse al camino meridional que desemboca en el Barrio. Esa senda mortificante es conocida como la Trocha de las Almetas [1]. Según la tradición, por ella vagan, confundidos, los espiritus de aquellos difuntos cuya muerte repentina y/o violenta dejó en suspenso eterno sus rutinas y ocupaciones. Pugnan por regresar al Barrio, se dice, para cumplir con sus tareas inacabadas; como la abuela María de [Casa] Puimedón, fallecida a finales de los años cuarenta, que estuvo cerca de cuatro años recorriendo la trocha, desde el cementerio a su casa, hasta que Severina, la entendedera [2]  madre de la señora Benita—  descubrió el motivo del pesar de la almeta de María y los familiares de la difunta pusieron remedio.

Se cuenta que María de [Casa] Puimedón recogía su pelo encanecido  que le sobrepasaba la cintura  en un moño que ella misma trenzaba y amoldaba en la nuca. Cada quince días, se descomponía el rodete, peinaba su pelo, lo pringaba con una especie de brillantina y rehacía hábilmente su moño. Para ese menester utilizaba un viejo peine, con algunas púas rotas, que dejaba en una oquedad del patio de la casa.

Aconteció que, regresando un día del huerto, la abuela María sufrió un vahído y cayó en la acequia donde, aunque apenas corría un hilillo de agua, se ahogó. Esa misma noche, mientras velaban el cadáver, empezaron los ruidos en Casa Puimedón. Los siguientes cuatro años las noches se convirtieron en un macabro concierto de golpes, puertas que rechinaban y, en ocasiones, ayes que sobrecogían a la familia. Finalmente, la nuera de la abuela María recurrió a Severina que, tras hacer recordar a los familiares todo lo que había sucedido el día de la muerte de la abuela, averiguó que la intención de la anciana al regresar del huerto era peinar sus guedejas. «¿Y el peine? ¿Dónde está el peine?», preguntó la entendedera. Entonces la nuera recordó que antes de adecentar a la difunta para el velatorio, había retirado el peine del lugar donde lo dejaba la abuela, guardándolo en el fondo de un cajón. Y no, no había peinado a la difunta; se había limitado a pasarle los dedos por la cabeza y a apretarle el moño.

Severina, que, dicen, era experta en almetas, pidió que volvieran a colocar el peine de la abuela María en la oquedad del patio. Y esa misma noche dejaron de escucharse los fantasmales sonidos.

Señalan las malas lenguas que los habitantes de Casa Puimedón quedaron tan escarmentados por lo acaecido con la abuela María que, desde entonces, cuando hay una muerte en la familia, entierran al deudo descalzo, para dificultar su regreso por la Trocha de las Almetas.









NOTAS

[1] En arag., almas, ánimas. Espiritus errantes de los difuntos.
[2] Id, mujer sabia. Bruja.

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«Pasajul Victoriei (Bucarest)»: Archivo personal


Bajaba, renqueante, el señor Pedro de [Casa] Berches por el Pinar de la Fontaneta, apoyada la mano izquierda en su bastón de boj y la derecha en un viejísimo paraguas de pastor que, tiempos atrás, trocó su negritud original por un gris apelmazado y con manchurrones de óxido. “¿Qué, siño Pedro, lloverá…?”, le preguntaba, con indisimulada chanza, el paseante mañanero. “San Úrbez te oiga”, respondía el viejo mentando al santo de Nocito cuya momia, quemada por exaltados republicanos al inicio de la guerra (in)civil, fue, durante once siglos, reclamo de lluvias y opíparas cosechas y del que las gentes de la sierra siguen siendo devotas y pedigüeñas del icor celestial, ampliando las suplicaciones —por si un solo santo no fuera suficiente— al venerable titular de la ermita románica de San Martín de la Choca, de quien se cuenta que, hace años, hartos en Lecina de hacerle rogativas en vano, lo castigaron arrojando su talla al camino por donde la procesionaban, cayendo a los pocos minutos una tromba de agua fenomenal, con el subsiguiente desagravio al pobre santo embarrado, que recogieron, limpiaron y depositaron de nuevo en la ermita como si nada hubiera sucedido.


El señor Pedro —cuya casa es la actual depositaria de la arqueta que contiene un trozo de la rodilla de San Úrbez que un pastor le arrancó al cuerpo incorrupto del santo de un mordisco— tiene, como la mayoría de las personas añosas de la sierra de Guara, una religiosidad trufada de supercherías a la que añade el rito de portar, cuando arrecia la sequía, un destartalado paraguas por la circunvalación de los huertos y campos de cultivo, tal vez convencido de la atracción que puede llegar a ejercer el artilugio en las impolutas masas atmosféricas bañadas por la luminosidad solar.


¿No hay miedo, pues, a que me chipie [*], siño Pedro?”, le insistía, jocoso, el caminante. Y sonreía el viejo alejándose despacio en dirección al Barrio.








NOTA

[*] En aragonés, el verbo chipiar(se) significa mojarse, calarse.

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Tradiciones

«Tradiciones»: Archivo personal


En la zona porticada de la plaza recrean las Tejedoras pretéritos de dedales e hilaturas. Sobre el tapete de las mesas y el respaldo de las sillas de anea, las telas: linos, muselinas, cuadrillés, tafetanes, rasos, y, protegida por un inmaculado papel cebolla, una añosa pieza de seda natural enrollada en un tubo de cartón. Encima de los alféizares de los ventanales de la abadía aguardan su relleno colorista —a manos de la ilusionada chiquillería— los tejidos de cañamazo tensados en los bastidores. En la mesa de las bolilleras, la señora Miguela de [Casa] Puimedón, la más veterana, enseña a un grupo de adolescentes de ambos sexos cómo se construye el mundillo [*] tradicional, con el interior compuesto de paja firmemente apretada a golpes de palo. “¿Lo habéis entendido?”, pregunta. “Poneos por parejas y a la faena”. Cerca, en una mesita baja, ha instalado Emil su baúl de carpintería con los bolillos de boj ya cortados a los que va dando forma bordeándolos a navaja bajo el escrutinio del señor Vicente, antiguo tallador de madera vencido por la artrosis.

Trepan por las telas los dedos de muchachos y muchachas creando caminos hilados en los que se entremezclan débiles rastros de sudor. Dos pequeñas aprendizas de encajeras concitan la atención de los mirones por su habilidad al entrecruzar sus bolillos pintados de colores formando, con los hilos, una urdimbre perfecta sobre el patrón. Van y vienen las artesanas experimentadas entre los corrillos donde los más jóvenes del Barrio ensayan —con agujas de plástico endurecido— sus primeras puntadas, ensimismados los ojos en los lances de sus propias manos que, como por ensalmo, van perdiendo la torpeza inicial.

Cuando las palmadas de las Tejedoras señalan el final del taller al aire libre, asoma un gesto de fastidio en algunos rostros infantiles que se transforma en sonrisa conforme ven acercarse a Josefo con dos cubos cargados de helados.







NOTA

[*] Almohadilla cilíndrica que se utiliza como soporte para el encaje de bolillos.

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IEra de Escartín

«El patio de recreo»: Archivo personal


Apenas un cuarto de arco iris se proyecta sobre el lecho herbáceo de la antigua pardina Gabarre, allí donde la memoria colectiva evoca a mosén Demetrio —el pastor de almas del Barrio en las tres primeras décadas del siglo pasado— arrodillado en el desaparecido esconjuradero, con o forniello —una cruz procesionaria ennegrecida— a la derecha y elevando la voz hasta la afonía —al son del bandeo de las campanas de todas las localidades de la redolada— con la rogativa a las santas Nunilo y Alodia, suplicando protección contra la furia meteorológica para finalizar, puesto en pie, con una letanía de imprecaciones hacia los entes maléficos y el invariable imperativo tres veces repetido: “Au d’astí, au d’astí, au d’astí![1], preludio, tal vez, de una calma anhelada tras las durísimas embestidas de los fenómenos atmosféricos.

En una única piedra grisácea —resto, se dice, de aquel mágico templete desmoronado sesenta o setenta años atrás y que resiste a modo de islote irregular perdido entre un mar de tallos flexibles que aromatizan el terreno cercano a la paridera— se hallan acumulados los vestigios de tormentas, rayos, culebrinas, ventiscas, vendavales y pedregadas [2] que bruxas y diaples [3], disfrazados de nubarrones temibles, descargaron sobre los campos y pueblos montañeses en constante pulso entre las fuerzas del Mal y las fuerzas humanas, aunadas estas últimas con las santas protectoras en la sencilla construcción desde donde las palabras del cura rural acuchillaban las sombras para que, a través de la herida, entraran los rayos del Sol y distribuyeran sus serenas caricias.

Au d’astí, au d’astí, au d’astí!


Meterete, la cigüeña residente, camina, señorial, por la pardina humedecida en la que pasta el vacuno, atenta al devenir de las bêtes sur l’herbe y los ratones de campo que asoman sus ojuelos a la gozosa claridad de la mañana.







NOTAS

[1] En aragonés, ¡Fuera de aquí, fuera de aquí, fuera de aquí!.
[2] Id., granizadas.
[3] Id., brujas y diablos.

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«Mascarada»: Archivo personal


Duerme l’Ome Grandizo [1] el sueño riscoso de los dioses pirenaicos, mutado en sierra, la de Guara —la Sierra Niña, que decía Ramón J. Sender, enamorado de sus paisajes y leyendas—, con su humanoide mole yacente perfilada entre la peña de Amán (los pies) y el picón del Mediodía (la cabeza con su picuda nariz).

Duerme el sueño eterno el gigante, aquel que la tradición y el mito hicieron vagar, armado con un astral [2] de piedra y en compañía de un oso, por las fantásticas trochas de ese paisaje fragoso y hechizante de la Bal d’Onsera [3].

Duerme el que fuera celador de la virginidad de las mozas serranas, encriptado en la Naturaleza, con el rostro, en granítica cresta, saludando al viento que, soplando sin interrupción desde los dos inmensos peñascos que forman la Puerta del Cierzo, le canta, provocativamente socarrón:

Junto a l’augua d’abaixo
n’a Bal d’Onsera
a mozeta ha perdiu
o que teneba [4].


Desde el tozal abierto a la laja donde se deposita la comida para los quebrantahuesos, se divisa el ecosistema rupícola de la Bal d’Onsera, con sus agrupaciones de pinos silvestres, sabinas, carrascas y buxos [5], en caprichosa distribución, y el cauce del barranco principal y sus ramales, que serpentean, se unen y se bifurcan, en fascinador congosto, entre matorrales que parecen lanzar sus ramas de una pared rocosa a otra para resguardar el suelo pedregoso de los rayos solares.

Y al fondo de la rambla que las aguas erosionaron, excavada en la roca que se eleva en murallón vertical, la ermita de San Martín, medieval y mágica presencia pétrea protegida por el roquedal del que mana el agua milagrosa y fertilizante, pócima cuasi divina que avivó los vientres secos de reinas, damas, siervas y campesinas durante siglos, en dificultosa romería pedestre entre guijarros resbaladizos, quebradas y riscos.

Cuéntase que, antaño, la bal fue territorio de osos, que encontraban en sus vericuetos idílicos covachos y abrigos para la hibernación. Los sueños úrsidos en la bal eran preludio de nieve y heladas en la Sierra de Guara, que únicamente se atemperaban cuando l’Onso  —el macho más fuerte—  despertaba y reanudaba su actividad. El rito de los habitantes de la Sierra para hacer que el invierno finalizara consistía, pues, en incitar a l’Onso  —mediante gritos, cánticos y repiques de esquillas [6]— a salir de su madriguera para adelantar la llegada del tiempo benigno y calmar, así, la brutalidad de la Naturaleza.


Extinguiéronse los osos de la Bal d’Onsera —o acaso no los hubo jamás, quién sabe— y la pueril argucia de los montañeses para combatir a las fuerzas de la Naturaleza trocóse en lúdicas Carnestolendas que todavía conservan dos elementos del antiguo ritual: El incesante ruido de las esquillas y la degustación colectiva de los crespillos, deliciosos postres hechos con hojas tiernas de borraja bañadas en leche y huevo batido y rebozadas con harina, que se fríen en aceite de oliva y se sirven ligeramente espolvoreadas con azúcar.







NOTAS

[1] En aragonés, gigante.
[2] Id., hacha.
[3] Id., Valle de la Osera.
[4] Id., «Junto al agua de abajo / en el Valle de la Osera, / la muchacha ha perdido / lo que tenía».
[5] Id., bojes.
[6] Id., esquilas, cencerros.

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«Flamas»: Archivo personal


San Sebastián, san Blas, san Pablo y san Antón.
pa deschelar a barba empinan o porrón.
¡Que chele fuera!…¡Ba por dentro a prozesión!
¡Dilín-dilón!, ¡Dilín-dilán–dilón!.
Fogueras, trucos, buen tozino y buen porrón…
¡Con istos santos no se aburre aquí ni Dios!.

La Ronda de Boltaña.


«Pa San Fabián, as fogueras, a boteta, as chullas y o pan» [1], reza el dicho. Pero bien podría reemplazarse al mentado Fabián por Antón, Sebastián, Babil, Blas o Vicente, todos ellos santos hiemales y capotudos [2], con la frigidez adherida a rostro y barbas, que vinieron a sustituir, en la memoria colectiva, a aquellas otras divinidades precristianas, algunas veces alborotadas, de quienes se buscaba obtener dones brindándoles magnas hogueras —que destacaban en las noches de hielo y nieve— con fúlgidas plegarias postulantes. «Guardadnos la tierra durmiente, diosas, la espalda que se inclinará sobre ella y las manos que la laborarán para proveer los cuerpos», parecerían rogar, en tosco chisporroteo, las cimbreantes flamas danzarinas rodeadas por hombres y mujeres que depositaban humildes presentes alimenticios sobre las brasas purificadoras.

Cuando el cristianismo se abrió paso en aquellas tierras que el invierno convertía temporalmente en inhóspitas, las diosas se transformaron en santos barbudos y peregrinos que correspondían a los fuegos prendidos desterrando las embestidas de la peste, las fiebres del cornezuelo y la mortandad de las bestias. O así lo creyeron aquellas gentes ingenuas y agradecidas que, sin renunciar a sus ardientes ritos luminosos de probados resultados, aceptaron que los destinatarios de las rogativas fueran estos otros nuevos hechiceros cristianos, tan distintos de las incorpóreas diosas protectoras de sus antepasados pero con facultades parejas.


El fuego soberano iluminará los días venideros, como hace cientos de años, regocijadas noches de muchas localidades del antiguo Reyno d’Aragón, desprendiéndose del sahumerio el aroma a patatas asadas, a longaniza, a panceta, a chocolate cocido, a quemadillo, que los festivos herederos de aquellos adoradores de las ancestrales deidades se brindarán a sí mismos mientras aguardan, sin engorrosos atavismos, el despertar de la tierra y la eclosión de la Naturaleza.


NOTAS

[1] Dicho altoaragonés: «Para San Fabián, las hogueras, la bota de vino, las chuletas de cerdo y el pan».
[2] Que visten una capa.

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«Robellones»: Archivo personal


Apenas el alba desveló los familiares recovecos del paisaje, se pusieron en marcha, arropadas con plumíferos, las buscadoras. «Ya podemos darnos prisa, porque a media mañana la boira rozará el suelo», apremió la más veterana.

Cruzaron por la estrecha y húmeda repisa del paramento del azud y descendieron por el aliviadero de la otra orilla para continuar por la pedriza hasta el casetón de herramientas de la hidroeléctrica, a dos kilómetros y medio del Barrio. Treparon por el sendero arcilloso hasta alcanzar el camino de hojarasca que bordea las espectaculares paredes rocosas que encajonan el barranco y salvaron, ya con leve agitación respiratoria, el pronunciado y resbaladizo desnivel que remonta hasta la compacta masa arbórea del Pinar de la Fontaneta, a unos cinco kilómetros empinados desde el azud, donde un discreto túmulo, con la piedra laja cubierta de musgo, abrigó, en tiempos remotos, un manantial  —la fontaneta o fuente pequeña—  considerado de aguas milagreras por creerse que, en lo más profundo, se mantenían latentes los espíritus de las Encantarias. Decíase que una mujer estéril que humedeciera sus partes pudendas con agua de la Fontaneta convertíase en fecunda por mor de las extraordinarias propiedades imbuidas por las ninfas al líquido elemento.


Cuando la niebla, con tintes azulados, descolgóse hasta lamer las abrigadas pantorrillas de las avezadas pesquisidoras, ya alcanzaban ellas —agotadas pero felices— el Barrio, con la cesta desbordada de robellones.

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