«Pedregada»: Archivo personal
A poco más de media hora del comienzo de la función, se escucharon los golpes iniciales del granizo sobre el conglomerado de pizarra. Tornose el azul aciano del cielo en índigo mientras cientos de grumos inmisericordes, zigzagueantes y congelados, lapidaban el Barrio en brutal tamborrada durante los primeros diez minutos —quizás once— que, tras un amago de retirada, se repitió, en furibundas tandas de corta duración, hasta que el arcoíris señaló el fin de la tempestad.
Cuando expiró la arremetida atmosférica, el fenomenal cartel enmarcado en listones de cerezo —apenas protegido bajo la marquesina de la entrada— que anunciaba la obra, ya solo era un guiñapo colgante que la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio terminó de desprender entre dicterios dedicados a una fuerza invisible o, quizás, a sí misma, que durante trece años lo había preservado en su embalaje original en forma de tubo.
Ese cartel de 1’30×90 en papel satinado, con un fondo en tonos verdosos y pardos resaltando la imagen de un rinoceronte paticorto con el nombre del dramaturgo franco-rumano impresionado, en letras góticas doradas, en su parte superior, había formado parte de una remesa de cien —editados en Rumanía— que Marie-France Ionesco había obligado a desechar porque el nombre de su padre, Eugène Ionesco, había sido transcrito en su forma rumana —Eugen Ionescu— aquel otoño del año 2009 en que se celebraban diversos actos para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor. Ella misma, cual diosa omnipresente, había supervisado cada evento para evitar que Rumanía, país de origen de su progenitor, ondeara la nacionalidad balcánica del literato en detrimento de la francesa. «Estoy harta de que se exhiban los orígenes de mi padre. Él era francés; escribió en francés y vivió en Francia. Rumanía no tiene derecho a celebrar el centenario de mi padre como si de un compatriota se tratara. Que lo celebren si quieren, sí, pero como autor francés».
—Igual tiene arreglo. Lo extendemos y, cuando se seque, se nos ocurrirá algo—, le susurró Mercedes, directora de la versión adaptada de Rhinocéros, a la veterinaria, responsable de la iluminación y efectos especiales de la obra, cuando ya la sala empezaba a llenarse de público.
[A las ocho y media de una tarde prematuramente oscurecida, con los restos de la granizada blanqueando calles y jardines, se apagaron las luces, se iluminó la pantalla blanca y se vislumbraron tras ella las siluetas sombreadas de los dos personajes que iniciaban el primer acto. Cerca de la tarima del escenario, fuera de las miradas del público, tres inmensos rinocerontes recortados en grueso cartón ondulado aguardaban, en el suelo, su turno de aparición.]