
«Salto de Roldán, puerta de Guara»: Archivo personal
En la lejanía, Sen y Men —también llamadas San Miguel y Amán—, las dos bizarras peñas rojizas, velan el apacible recorrido del río Flumen, su cantero, que las pulió y conformó a su capricho, haciéndolas únicas y bien reconocibles sus perfiles enmarcados en la Sierra de Guara.
Abocado hacia las señoriales moles, cabalgaba raudo, a vida o muerte, el caballero franco Roland, la mítica y templada Durandal al cinto, golpeándole el muslo, y el ágil Veillantif, con las crines apelmazadas por el sudor y las vísceras agitadas, apenas a tres cuerpos del ejército sarraceno de Saraqusta, que perseguía, formando una inmisericorde polvareda, al sobrino del emperador Carlomagno y osado irruptor en la bien protegida Marca que tenía el Califato de Córdoba en el noreste peninsular.
Acorraláronle, por fin, los musulmanes en el promontorio de Men, con el abismo cortándole cualquier asomo de escapatoria. Ya susurraban las aguas del Flumen dolientes cantos funerarios al fondo del despeñadero, cuando el noble guerrero, aferrando con desesperada decisión los correajes del corcel, lo espoleó marcha atrás, hacia el murallón humano que formaban sus acosadores, para, a continuación, dar la vuelta y lanzarse, afianzado en aquel lomo palpitante, hacia el abismo.
Volaron caballo y caballero, como si de un único cuerpo se tratara, en demencial salto por encima del profundo lecho mortuorio que separaba ambas rocas y, ante el asombro de la morisma, aterrizaron los cascos de Veillantif, con un sonido brutal, en la cima de la peña Sen.
Allí mismo, al borde del derrumbadero superado, cayó reventado por el esfuerzo el valeroso caballo, dejando para la posteridad, como recuerdo de su inmortal hazaña, la huella de sus cascos anteriores labrada en el resalte del peñasco.
Llorole y enterrole el caballero mientras las tropas sarracenas de Saraqusta, desde la otra peña, contemplaban, impotentes, al enemigo invicto.
A pie marchó Roland, indemne, hacia Ordesa, para encontrarse con el destino que algún día narrarían los trovadores allende los Pirineos. En la sierra, Sen y Men, notarias de la arriesgada proeza, terminarían aunadas, en la memoria colectiva, con el evocador nombre de Salto de Roldán.
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