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«Colza florida»: Archivo personal


Tras recorrer poco más de treinta kilómetros desde el Barrio, dejan el coche en el arcén, en un saliente de tierra y piedras con un antepecho que da al río Guatizalema. En lo alto del tozal resplandecen los blancos muros de la ermita de la Virgen de Bureta mientras en el llano hace ondear el cierzo las lustrosas flores amarillas de los campos sembrados con colza de primavera.

Una amalgama de perfumes con un ligero toque de almizcle acaricia los bulbos olfativos. Conforme se adentran en la senda de zarzales y se acercan a la explotación porcina, los gratos efluvios desaparecen y el hedor a fiemo y a restos orgánicos pútridos les roza las aletas de la nariz y se introduce con brusquedad en las fosas nasales hasta acomodarse en los estómagos, obligándolas a sustituir los pasos por enérgicas zancadas en tanto se internan con premura por un camino donde apenas se advierte, entre la exuberante maleza, el suelo que pisan. Al final, un álamo de tronco escorado y, bajo él, el lecho del río bordeado de juncos, con escasamente dos palmos de agua discurriendo silente y limpia.

Cruzan descalzas hacia la otra orilla y ascienden por un terraplén desde cuya cúspide se avista la sierra. A la izquierda, a menos de cien metros del lugar por el que han subido hasta el praderío, descubren el hato de Carmelo, el pastor, que, alertado por los dos perros labradores que controlan el rebaño, dirige la mirada hacia sus visitantes. “¡¿Pero cómo venís por allí, chiquetas, con lo cargadas que vais, si lo teníais mejor por el otro lado?!”, les grita cuando reconoce a María Petra y a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Bah, que no queríamos pasar por el centro del pueblo, que siempre hay alguien con ganas de saber quiénes somos y dónde vamos”. Depositan en el suelo las mochilas con el avituallamiento y sacan el termo de café. “Pasado mañana, a primera hora, bajará el Andorrano a ayudarte con las ovejas para que subáis a la pardina Furtasantos, ¿te hace? Vendrá también Emil con el Land Rover para enganchar la roulotte”.  “Buá, a bueno me mandáis. ¿El Andorrano…? Si es más vago que la chaqueta un guardia. Para nada lo necesito. Con que venga Emil me basta”. “Eso lo hablas con los de la cooperativa, que nosotras solo venimos a traerte las provisiones y a transmitirte lo que nos han dicho”.

Departen con el pastor unos tres cuartos de hora y, antes de marchar por donde han venido, María Petra y la veterinaria ayudan a Carmelo a organizar la hatería en la pequeña roulotte aparcada bajo los árboles.

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«Rojos»: Archivo personal


Un Ramón J. Sender (1901-1982) absorto, levemente hosco, con el sombrero borsalino colocado distraídamente sobre la noble cabeza encanecida, resalta entre la amalgama de ocres y naranjas, con tenues trazos rojizos, de la pared que comparte con su amigo Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) y su compañero epistolar Joaquín Maurín (1896-1973). Cerca, sonriente y juvenil, Ana María Navales (1939-2009) contempla al circunspecto Miguel Labordeta (1921-1969) levemente girado hacia un pensativo Francisco Carrasquer (1915-2012).


Sobre el atril, Siete domingos rojos, la novela elegida por la señorita Valvanera para el libro-fórum.

La mejor. La del Sender más ágil. Su primera mirada crítica hacia el modus operandi anarquista de la etapa republicana, antes de buscar su sitio en el comunismo, al que terminó detestando para crear su propia rebeldía, siempre con los retales de sus desgraciados recuerdos.


Silencios. Los mismos silencios del Ramón doliente, jamás recuperado del asesinato del hermano, Manuel Sender Garcés, y la esposa, Amparo Barayón.

A Manuel Sender Garcés, el amado hermano, abogado de 31 años, miembro de Izquierda Republicana, que había sido alcalde de Huesca en dos ocasiones, lo fusilaron los fascistas el 13 de agosto de 1936, junto a Mariano Carderera, alcalde en ejercicio, Mariano Santamaria, teniente de alcalde y Miguel Saura Serveto, cenetista benasqués. Una lápida [FOTO], colocada el 14 de abril de 2003 sobre la fosa compartida en el cementerio oscense, los recuerda.


Silencios. Exilio. Recuerdos rotos de aquella Amparo, exultante, de los años treinta, trabajadora de Telefónica, experta mecanógrafa y ágil pianista a la que ronda Ramón en 1931 y que le sería arrebatada el 11 de octubre de 1936, asesinada en Zamora por ser la esposa del escritor aragonés.


Silencios. Exilio. Crepita el dolor en las entrañas. Se inflama. Arde. Se eternizan las llamas. Se suceden los libros. Dolor. Charlas. Amargura. Libros. Conferencias. Dolor. Dolor.


Y entonces dijeron que venía. Venía a España. Venía a Huesca. ¡Venía a Huesca! Sender regresaba a su tierra. Daría una conferencia en el Centro Cultural Genaro Poza.

Ramón José Sender había previsto viajar a Huesca en domingo, el 2 de junio de 1974, pero impuso una condición: que se depositara un ramo de flores sobre la fosa donde se sabía que reposaban los restos de su hermano Manuel. Idas y venidas de los organizadores. Miedo. Sender, firme: Solo irá a Huesca cuando la tumba de su hermano sea señalada con un ramo de flores. Miedo. Cuchicheos. Llamadas al Gobierno Civil. Murmullos. Las autoridades franquistas ceden y Manuel Sender Garcés, vilipendiado, asesinado y sepultado en el obligado olvido, obtuvo su ofrenda floral. Entonces, y solo entonces, Ramón José Sender se asomó a la ciudad que tanto le dolía y desgranó sus recuerdos de un verano  —de hace tanto, tanto, tanto tiempo—   pasado en el Pirineo.


Mora Sender entre los cromáticos muros del ala aragonesa de la Biblioteca del Barrio, donde sisean las hojas y susurran los seres retratados. Sobre el atril, el libro. Y un grupo de sombras que, en silencio, caminan hacia la puerta dejando tras de sí recuerdos y penumbra.

Redil

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«La alambrada»: Archivo personal


Yo no podría vivir en una sociedad donde todos hicieran,
pensaran y vistieran lo mismo,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
donde todos cantaran las mismas canciones,
canciones que hablan de gente predestinada a ganar o a perder,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
donde no se pudiera ser viejo,
feo, gordo, flaco, bajo, alto o negro,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
dominada por el cálculo material,
donde las cartas estuviesen marcadas
y las reglas del juego prefijadas desde antes de nacer,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad donde la política
hubiese quedado exclusivamente en manos de los políticos
y el único principio moral fuera perro come perro,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad
hecha de vacío y telerrealidad,
de banners, links, mails, sms, facebook y demás,
pero es en este mundo donde vivo.

Yo no podría vivir en una sociedad donde los amigos fueran
puntos de luz en una pantalla,
cuerpos que no olieran, no tuvieran sabor,
no pudieran abrazarse ni hacerles cosquillas,
pero es en este mundo donde vivo,

en este mundo
donde vivo.

Nadie al otro lado, poema de Antonio Orihuela contenido en el libro Todo el mundo está en otro lugar, publicado en 2011—

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«Nazaré (Portugal)»: Archivo personal


Aunque la mayoría de las crónicas dan como probable la muerte de Rodrigo, último rey hispanovisigodo, en la batalla de Guadalete  —derrotadas sus tropas por las de Táriq Ibn Ziyad, general bereber de los ejércitos Omeyas—, una leyenda sobre la fundación de la villa costera de Nazaré, en Portugal, afirma que el vencido Rodrigo huyó al monasterio de Cauliana, cerca de Mérida, desde el que viajó al litoral luso en compañía de un monje que portaba una imagen policromada de la Virgen María amamantando a su hijo. Esta imagen, dicen, había sido venerada por los primeros cristianos en Nazaret, localidad natal de María, y transportada a España.

En Portugal, siglos antes de convertirse el macrocomplejo católico de Fátima en el mayor centro mariano, la talla religiosa junto a la que escaparon del avance musulmán el rey  Rodrigo y el fraile, convertida en Nossa Senhora da Nazaré [FOTO] y popularmente venerada —primero en una ermita y después en un  santuario— aglutinaba fervores, milagros y peregrinaciones, conformándose no lejos de la cueva donde fue encontrada —junto con un pergamino que relataba sus vicisitudes y, por extensión, las del derrotado Rodrigo, del que ya no se supo— un pueblo de pescadores, tranquilo y de sencillas casitas blancas extendiéndose hacia el mar por la pendiente de un promontorio, que, de un día para otro y entrado ya el siglo XXI, se transformó en villa turística de surfistas y asimilados merced a la existencia de un profundo desfiladero submarino que provoca gigantescas olas que concitan a practicantes de surf y espectadores en la Praia do Norte y sus proximidades.


Languidece la tarde y aplaca el oleaje sus arrebatos diurnos. Va vaciándose la playa y, en el barrio de los pescadores, recogen con diligencia las mujeres nazarenses los jureles  —carapaus, les dicen—  medio secos que han permanecido tendidos al sol sobre redes tensadas en paneles rectangulares de madera; muy demandados por turistas y autóctonos, terminarán cocinándose a la parrilla para degustarlos con patata cocida, aceite y vinagre.

La noche del arenal transporta en su brisa aromas a carapaus, a sal y, según la dirección, a combustible. Con la fatiga y el sueño adueñándose de cuerpos y mentes, contemplan los visitantes, una vez más, el océano y regresan a la iluminada calle de la villa donde el humilde hotelito, con dos viejas tablas de surf descoloridas plantadas, como reclamo decorativo, junto a la entrada, les certifica —por boca de la gentil recepcionista— un reconfortante descanso.

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«De colores…»: Archivo personal


Pese a estar alojadas en el hotel, Agnès Hummel y la señorita Valvanera son las últimas en llegar al restaurante del Yoldi, donde el resto llevan aguardándolas cerca de veinticinco minutos. “Venga, señoras, que ya empezaban a cubrirnos las telarañas del rato que llevamos aquí”, bromea Emil. Hay unanimidad en la elección del menú: Crema de calabaza y hongos [FOTO], rape al horno con almejas y salsa de cigalas [FOTO] y goxua [FOTO]. Van dando cuenta de la comida sin prisas, conversando entre bocado y bocado, en banda sonora de palabras que se entremezclan con los murmullos de los comensales de las otras mesas y el ir y venir de los camareros, tan solícitos como discretos, tomando nota del número de cafés, cortados, infusiones y copas de la sobremesa. En la cabecera, carraspea Yolanda. “A ver, estimadas y estimados… Os agradezco mucho que os hayáis desplazado a Pamplona para compartir esta comida y, bueno, el regalo que me habéis hecho del fin de semana en el spa de Murillo de Gállego es un lujo. Me dan ganas de seguir cumpliendo sesenta los siguientes años que vengan. Aunque lo ideal seria descumplirlos e ir rejuveneciendo, ¿no? Y a ti, Mam’zelle, mi querida maestra, no sabes lo orgullosa que me siento al llegar a esta edad a tu lado…” “Bueno, bueno, bueno, querida Yoli”, la interrumpe  mam’zelle Valvanera. “Espera un momento, que me había guardado para el final un regalito especial… Una tontería que te va a hacer ilusión…”. Y le entrega un paquete que Yolanda abre sin ocultar la impaciencia. Dentro de una colorida bolsa, una sudadera añil decorada con un inmenso corderito lanudo en relieve, con una cinta naranja al cuello de la que cuelga un cascabel plateado. “Pero esto….”, balbuce Yolanda. “Madre mía, Mam’zelle…. El borreguito… La sudadera que vimos ayer en ese escaparate, cuando le comenté a Agnès que los corderos eran mi fetiche desde que pasó aquello… No, si al final acabaré llorando… ¡Gracias!”. Abraza a la vieja maestra y se dirige a los demás: “Cuando era una pequeñaja de cuatro años, allá por el Pleistoceno, en un viaje a Huesca que hicimos toda la escuela para que nos inyectaran no recuerdo qué vacuna, me escapé de Mam’zelle y la tuve en un brete durante horas. Pusieron la ciudad patas arriba, buscándome. Llevaba yo un chaquetón con la figura de un borreguito bordada en un bolsillo y…


Revolotean en la tarde navarra emociones y estampas añejas en tanto va componiendo el cielo tonalidades plomizas que no devienen en lluvia.

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«Castillo de Montearagón»: Archivo personal


No pararé, padre y rey mío, hasta que la ciudad sea nuestra”, cuentan que prometió, el 4 de junio de 1094, Pedro I ante el agonizante Sancho Ramírez, rey y comandante de los ejércitos aragoneses, herido de muerte por una aciaga flecha ante las poderosas murallas de la ciudad musulmana de Wasqa  Bolskan íbera y Osca romana, la urbe más al norte de todo Al-Ándalus, vasalla del rey hudí Al-Musta’in II de Saraqusta.

Sancho Ramírez, rey del todavía joven y poco extenso reino pirenaico de Aragón y de Pamplona, había puesto cerco a Wasqa, rico waliato  de unos cinco mil habitantes, con cuatrocientos años de gobierno árabe y pieza clave para la expansión del reino hacia el sur. Los aragoneses conocían bien el terreno que hollaban; durante años, habían mantenido excelentes relaciones con aquellos a quienes pretendían conquistar, unas veces como recolectores de las opimas cosechas de los campos que se extendían extramuros y, otras, como aliados en los conflictos que los gobernadores árabes mantenían con otros territorios. Pero la necesidad de ampliar su reino había llevado a Sancho a intentar hacerse con aquel enclave que, de ser conquistado, abriría las puertas a futuros logros.

En las cercanías de la fortificada Wasqa, en un monte pelado, había mandado levantar el rey aragonés un soberbio castillo-abadía que se alzaba, provocador y majestuoso, a escasos kilómetros del amurallado recinto musulmán de cien torres imponentes. Y a ese castillo, llamado de Montearagón, se trasladó el rey para dirigir el hostigamiento contra la deseada urbe que se extendía a sus pies. Al oeste de la ciudad cercada, en otro cerro estratégico conocido como El Pueyo de Sancho, mandó edificar un baluarte de vigilancia permanente entre Wasqa y la Taifa de Saraqusta.

Caído Sancho Ramírez junto a la anhelada ciudad, su hijo Pedro tomó el relevo con idéntico ímpetu. Diez años tardaría la musulmana Wasqa en abrirse, derrotados sus valedores, ante sus nuevos gobernantes.
El 19 de noviembre de 1096, los ejércitos aragoneses y navarros, enfrentados a las tropas árabes y castellanas que defendían Wasqa, vencieron a sangre y hierro en la pavorosa, y dicen que mágica, batalla de los llanos de Alcoraz, en los aledaños de la localidad sitiada, con el inestimable concurso del santo caballero Jorge y su corcel volador.


«…invocando al Rey el auxilio de Dios nuestro señor, apareció el glorioso cavallero y martir S. George, con armas blancas y resplandecientes, en un muy poderosos cavallo enjaeçado con paramentos plateados, con un cavallero en las ancas, y ambos a dos con Cruces rojas en los pechos y escudos, divisa de todos los que en aquel tiempo defendían y conquistavan la tierra Santa, que aora es la Cruz y habito de los cavalleros de Montesa. Espantaronse los enemigos de la fe viendo aquellos dos cavalleros cruçados, el uno a pie, y el otro a cavallo: y como Dios les perseguía empeçaron de huyr quien mas podía. Por el contrario los Christianos, aunque se maravillaron viendo la nueva divisa de la Cruz: pero en ser Cruz se alegraron, y cobraron esfuerço hiriendo en los Moros: y assi los arrancaron del campo y acabaron de vencer».

—Fragmento de la Crónica de la batalla de Alcoraz, escrita por Diego de Aynsa en 1619—.


Ocho días después, Wasqa abría sus siete puertas a los nuevos señores y se inclinaba ante el rey Pedro I, que ascendió, victorioso, por las empinadas callejuelas que llevaban hasta la mezquita mayor, conocida, popularmente, como Misleida. Huesca —con parte de su población musulmana emigrada y repoblada por aragoneses pirenaicos, mozárabes y francos—  entraba a formar parte del Reino de Aragón.





NOTAS

  • Una leyenda del siglo XIII atribuye a San Beturián el triunfo de las tropas aragonesas sobre las castellano-musulmanas. Cuéntase que el santo se apareció al mismísimo rey Pedro I antes de la refriega prometiéndole ayuda si acudían a la lucha portando las reliquias guardadas en el cenobio situado en la Peña Montañesa. La relación de San Jorge con la batalla de Alcoraz no se establecería hasta dos siglos después.
  • El Pueyo de Sancho, a cuyos pies tuvo lugar la batalla de Alcoraz, se conoce actualmente como cerro de San Jorge, uno de los pulmones verdes de la ciudad de Huesca. En su cima se halla la ermita de San Jorge. El santo es, además, desde el siglo XV, uno de los patronos de la ciudad —junto a San Lorenzo y San Vicente Mártir—.

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«Alteración de la realidad. Museum of Senses (Bucarest)»: Archivo personal


Me han dicho que has dicho un dicho,
un dicho que he dicho yo.
Mas ese dicho que me han dicho
que has dicho que yo he dicho,
no lo he dicho.
Y si yo lo hubiera dicho
estaría muy bien dicho
por haberlo dicho yo.
(Trabalenguas popular)


Recordaba el viejo trabalenguas a raíz de lo acontecido con un comentario mío en una bitácora que consideraba amiga, en esta misma plataforma de WordPress; un comentario inocuo, respetuoso y, en principio, ajeno a polémicas, que la administradora de ese blog no es que lo haya censurado sino que lo ha reescrito poniendo en mi haber unas palabras que no se corresponden con las originales expresadas. Me tengo por benévolo y comprensivo y hasta puedo llegar a entender las motivaciones políticas que han llevado a la autora de ese blog a evitar que se hiciera público mi comentario; no obstante, me pregunto: ¿No hubiera sido más consecuente borrarlo para que no viera la luz en lugar de alterar su contenido y atribuirme aquello que jamás escribí?

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«Apartamento con vistas»: Archivo personal


Guarda el Barrio memoria de lo sobrevenido diecisiete años atrás, cuando se iniciaron las obras de la Urbanización que dinamitaron la buena convivencia y derivaron en actuaciones de la Guardia Civil y el estamento judicial que, a su vez, condujeron al rechazo de buena parte del vecindario hacia el Ayuntamiento en pleno, que había recalificado los terrenos, y, como consecuencia, a la formación de una Agrupación Electoral Independiente que, sin adscribirse a partido alguno, barrió en los siguientes comicios municipales y cuya primera medida consistió en declarar que todo el terreno circundante del núcleo rural mantendría la condición de no urbanizable y que las únicas construcciones legales serían las destinadas, en los huertos particulares, a casetas en las que los metros cuadrados máximos habrían de ser proporcionales a las hectáreas de cultivo efectivo de la parcela, no pudiendo destinarse, en ningún caso, a vivienda permanente. Así mismo, se dictó una norma por la cual las construcciones dentro de la localidad habrían de realizarse en los solares prefijados, con una alzada no superior a tres plantas y, en caso de levantarse en la zona alta, de fachada acorde con el entorno, teniendo preferencia la rehabilitación y reforma de las edificaciones en venta ya existentes.

Siguiendo esas pautas, hace dos semanas se concedió la correspondiente licencia para la reconversión de dos casas adyacentes y sus corrales  —situadas en el último tramo del acceso a la plaza—  en un solo edificio de viviendas de dos alturas con una mínima alzada abuhardillada en la parte superior y dos apartamentos por planta; los del entresuelo, algo más grandes, destinados a vivienda habitual de los propietarios y su hija con su familia y los otros dos para ponerlos en alquiler.

En los bajos del Ayuntamiento, la artífice del proyecto —la hija única del matrimonio propietario, que es arquitecta— mostró en una pantalla, a cuantas personas quisieron asistir, el diseño final en 3D, con cubierta asimétrica a dos aguas, frontispicio de piedra caliza, puerta exterior en madera maciza y ventanas de aluminio oscuro; la parte trasera del edificio, estucada en gris, con dos galerías abiertas en los apartamentos superiores, troneras redondeadas en el desván y, en los pisos inferiores, sendos accesos a un jardín de tamaño mediano rodeado de setos, con una zona de terrazo, cochera con entrada independiente y el anexo para la caldera.

Acotación

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«Paisaje patrio»: Archivo personal


Regresando de Madrid en el AVE y con el agotamiento derivado de tres días de obligadas caminatas y alentadoras visitas culturales y musicales que repasaban, bien apoltronados en los asientos, comentaba Tatyana que era una lástima que el Congreso de los Diputados no hubiera dado la posibilidad de acceso al público peatón  —con la consabida entrada con derecho a palomitas, pitada y un cóctel de La Cerda de Chueca—  para asistir, la mañana del martes, al espectáculo del comienzo de la Moción de Censura, donde Santiago Abascal, embutido como siempre en ropa dos tallas menos de la que le corresponde, daba lecciones de código indumentario —afeando a algunas de sus Señorías su, para él, desastrada apariencia— y Ramón Tamames descosía sin miramientos su propia historia personal mientras caían, entre tijeretazos, las desgastadas bolas de alcanfor impregnando de rancio tufillo el hemiciclo. Cacarear en modo fascio-piomoísta que la guerra (in)civil empezó en el año 1934 radiografía la deriva doctrinaria de Tamames, por muy comunista que fuera décadas atrás, al igual que aludir a las atrocidades cometidas, al cincuenta por ciento, por ambos bandos supone una verdad a medias cuando aquellas las extendieron en el tiempo y el espacio los golpistas y propiciadores de la guerra en la arbitraria  —y de tal magnitud que aun hoy en día espanta—  Causa General contra los vencidos, que la lucidez de don Ramón ha traspapelado en tanto que candidato independiente de quienes se hallan más cercanos ideológicamente al Fuero de los Españoles de 1945 que a la propia Constitución Española de 1978, de la que Tamames se declara defensor. Lástima que el inflado ego del reputado intelectual y economista le haya impedido vislumbrar la inutilidad de este postrer desvelo político que únicamente ha servido para azuzar peroratas mitineras en unos y otras.


Llegaba el tren a la Estación Intermodal oscense y se desperezaba el grupo de viajeros para acceder al andén, dejando entre las puertas automáticas una cita de don Antonio Machado: «En España, lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva».

Idus martias

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«Brotes de primavera»: Archivo personal


Días atrás, andaba María Blanca, la vecina, pesarosa porque las almendreras de la redolada llevaban florecidas desde mediados de febrero mientras la suya  —la plantada junto a la ventana de la cocina, donde Melitón, el canario, se cree libre enjaulado sobre el alféizar—  permanecía con sus ramas desnudas al aire. “Estará esperando por si hiela”, concluía el señor Paco, su marido. Llegó marzo y, de un día para otro, la almendrera del jardín se engalanó de blanco y amarillo pero María Blanca, incapaz de vaciar la mente de preocupaciones, empezó a pensar en los gatos que, gracias al árbol, tienen fácil acceso a la jaula de Melitón. “Ya puedo ir con ojo porque, en cuanto me dé media vuelta, me lo volverán a matar”, le decía ayer a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Y es que Melitón, el actual, no es sino el tercer canario, tan ambarino y canoro como sus predecesores, que ve pasar la vida desde la ventana de la cocina de María Blanca, “siempre en el punto de mira de los felinos o de los aguiluchos”.

A félidos y rapaces acusaba ella de haber acabado con los otros dos Melitones: Uno, del soponcio al ser baqueteada la jaula; otro, defenestrado con su canariera. Naturalmente, entre queja y queja, apuntaba con la vista hacia la casa de la veterinaria, donde, si a los morrongos residentes se añaden los visitantes asiduos, no bajan de diez. Y cuando la veterinaria, harta de alusiones, se rebelaba y argumentaba que en el alféizar de su propia cocina está la jaula de Camila, la cardelina, a la que, en cinco años, no han agredido los gatos pese a tenerla a medio salto, le replicaba María Blanca: “¿Pero tú te crees que los gatos, con lo astutos que son, van a escupir donde les dan de comer? Ni los gatos ni los perros”. Y se explayaba refiriendo que a finales de enero, cuatro o cinco veces seguidas, algún perro se dedicó a pasar por su jardín expresamente a cagarse. “¿A que tú no tenías en el tuyo mierda de perro? No me digas que sí porque miré yo y no había. Nosotros no tenemos perro; vosotros, dos”. El señor Paco, siempre discreto y poco interviniente, le hizo, entonces, un gesto implorante a la veterinaria para que no le contara a su mujer que los excrementos que ella achacaba a un perro eran del zorro que estuvo merodeando algunas noches entre los gallineros de ambas parcelas.