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Posts Tagged ‘arquitectura’

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«Al otro lado de la celosía»: Archivo personal


Entre brumas que ascienden desde la superficie del agua, el embalse de La Peña, con sus espigones de rocas eocenas aún con las huellas del estiaje, mostrando la merma de su capacidad, y con las marcas de sus crecidas de antaño grabadas en sus orillas desteñidas.

El viejo pantano  —construido entre 1904 y 1913 y sustentado por los ríos Gállego y Asabón—   se diría que siempre estuvo allí, desempeñándose como estandarte; ora velando a las personas asesinadas en la (in)civil guerra que yacen en la única fosa no intervenida situada en sus inmediaciones, ora aguardando la mirada complaciente de los viajeros que cruzan con sus vehículos el angosto puente de estructura cerrada de hierro y acero [FOTO], levantados sobre el agua sus escasos doscientos metros de longitud con pilares de hormigón, y en cuyo final  —o su principio, según la dirección que se lleve—  abre sus desdentadas fauces un corto túnel excavado en la dura peña de caparazones calcáreos que da nombre al pantano y cuya humedad —convertida en puntual sirimiri— rezuma desde las horadadas paredes interiores que, en algunas partes, han sido colonizadas por el musgo.

La neblina que intercepta el alcance de la vista acaricia con sus gélidos tentáculos los rostros de los viajeros detenidos y apeados junto a la ermita de la Virgen de La Peña que, como el puente y el propio embalse, fue edificada en la primera década del siglo XX.

Del otro lado, paralelo al embalse y en sentido contrario al que han de seguir los transeúntes apostados en la ermita, sube hacia Jaca, renqueante, el familiar Canfranero, saludado por la presa de Carcavilla y las aguas bravas del Gállego, que dejan atrás la quietud de La Peña para acompañar, desde su lecho flanqueado por paredones revestidos de vegetación, el avance carretero de los viajeros hacia su destino, entre curvas y angosturas que obligan a moderar la velocidad.

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«Senderistas»: Archivo personal


Aprovechaba el Sol las zonas despejadas de arbolado para mostrar los últimos lances de su apenas ardiente poderío y laminar las envalentonadas dermis de los senderistas  —jóvenes y no tanto—  que apuraban el primer tramo del trayecto hasta Zulueta, buscando un otero con vistas al valle donde darse un respiro y acometer el tentempié que aguardaba, apretado, en las mochilas. “¡Allí!”, gritó alguien, señalando el suave promomtorio que se advertía a la izquierda de la senda que, a pocos metros, jalonaban, holgadas, las coníferas. Se sentaron, risueños y parlanchines, entre piedras y pinazas, sobre la tierra seca y agrietada.

Abajo, majestuoso en su anacronismo, el dieciochesco acueducto de Noáin [FOTO], modesto pariente neoclásico de aquellos de factura romana que alzaron los invasores venidos del Lacio sobre la Iberia antigua; convertido este, como aquellos, en joya arquitectónica restaurada y relevado, muchos años atrás, de su crucial servicio primigenio como abastecedor del agua de todas las fuentes públicas de Pamplona desde el manantial de Subiza, en las entrañas de la Sierra del Perdón.


Declarado Patrimonio Histórico, como Bien de Interés Cultural, en 1992 y tenaz sobreviviente a la reestructuración brusca del paisaje —en 1931, un constructor llegó a hacer una oferta de compra para derribarlo—, ni el abandono al que fue condenado durante años ni el ferrocarril ni la autopista ni las avenidas del río, que le cercenaron algún elemento, lograron desmoronar irremediablemente su probada solidez, conservando intactos 92 de los 97 arcos de piedra y ladrillo —de 18 metros de alzada los mayores— que lo componían cuando entró en uso el 29 de junio de 1790.

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Venecia

«Panorama desde el puente»: Archivo personal


A las siete de la mañana los visitantes ya se hallan degustando los alimentos del buffet. Finas lonchas de York gelatinoso acompañadas de queso tierno, huevos duros y panecillos blancos, tostadas con el sello del grill grabado en las dos caras, mantequilla, mermelada de frambuesa, zumos de melocotón y naranja y tres tazas generosas de café, una de ellas con una nube diminuta de leche.

Bonjour.

Ella, a la que ya han bautizado como Audrey Hepburn, se detiene, con una sonrisa a medio dibujar, y ladea la cabeza bajo la pamela contemplando cada ángulo del comedor, dirigiéndose después, erguida, hacia una de las mesas bajo los ventanales.

A las ocho, los doce huéspedes del hotel Palladio de Mestre, que forman parte del grupo de turistas de Gabriella, la guía, ya han dado cuenta del primer refrigerio del día y charlan, en dos pequeños grupos, ante la puerta de entrada al hotel mientras esperan la llegada del microbús que los acercará a la dársena para tomar el ferry a Venecia. Audrey pasea y fuma sin integrarse en ninguno de los grupos pero sonriendo cada vez que alguno de sus compañeros  —los tres visitantes, sobre todo—  cruza sus ojos con los suyos.

Gabriella imparte instrucciones en inglés a través de los whispers que cada turista lleva, a modo de audífono, sobre la oreja. “En Piazza San Marco se nos unirá un grupo de españoles. Como sé que entre ustedes hay quienes hablan español [sonrisa cómplice hacia los tres visitantes], les agradecería que colaboraran para que el nuevo grupo pueda seguirnos sin problemas”.

En la piazza la lluvia golpea las losetas de Istria y la fauna humana se cobija bajo los soportales del Palazzo Ducale. Audrey fuma, displicente, ajena a la lluvia que llena de brillos su pamela negra y humedece el raso malva de sus peep-toe-shoes.

Gabriella se mezcla con el gentío guarecido de la lluvia. “Spagna? Spagnolo?“, pregunta a unos y otros. Finalmente, bajo los arcos de las Procuradurías, en el Caffè Florian, localiza al grupo de españoles, que resultan ser dos parejas de más que mediana edad en trance de estupefacción al conocer el monto de la cuenta por tres expressos y un agua mineral que han tomado sentados en la terraza del afamado y antiquísimo café.

Detienen las nubes su maná acuoso y los turistas de Gabriella se agrupan bajo il Campanile para conocer el programa del día. Los ocho ingleses y los cuatro españoles visitarán, con la guía, la basílica y el palazzo; el resto  —los tres visitantes y Audrey—, aprovecharán la mañana libre hasta la hora del almuerzo tardío para acercarse, en la lancha que apalabraron el día anterior, al cementerio de San Michele y a la isla de Murano.

Vamos a llegarnos a Rialto. ¿Viene usted?

Audrey asiente y acomoda el paso de sus preciosos zapatitos al ritmo de las deportivas de sus acompañantes.

Se alejan los nubarrones remontando el Adriático y enciende Audrey su enésimo cigarrillo mientras una gota de agua se desprende de su pamela y resbala, enseñoreada, por uno de sus brazos.

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«Carpaccio»: Archivo personal


A mediodía se encaminan a La Goyosa donde, a pie de barra, comparten un carpaccio de encurtidos de champiñones y avellanas con romescu, navajas y queso, seguido de crema de tubérculos con manzana y vieiras que las mantiene en silencio, atentas en exclusiva al nimio recorrido de los cubiertos, deliciosamente colmados, del plato a la boca. Mientras esperan el tiramisú, maman Malika saca de su bolso un paquete envuelto en vistoso papel a franjas añiles y fucsias y se lo tiende a su hija, la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Es una biografía de un falsificador de cuadros y colaboracionista de los nazis que vivió unos años en Roquebrune”, le explica. “A mam’zelle Valvanera le he comprado una carpeta de arte sobre Le Corbusier… Cómo me decepcionó su tumba… Es tan fría… A mí me pareció fea y sin alma. Será porque no entiendo de arquitectura”.

Maman Malika, que ha pasado unos meses en Roquebrune atendiendo a su nuera, madre de un bebé prematuro, saborea el tiramisú compartido con su hija sin dejar de explayarse sobre los repetidos cólicos del pequeño Claude, la simpleza de la cabaña que diseñó y habitó el gran arquitecto, las lujosas villas de las celebridades, la elegancia de la cercana Montecarlo y el reciente aumento de sueldo de su hijo, que trabaja en las cocinas de un establecimiento de renombre de la Côte d’Azur. Sobre la barra, junto a la copa de agua de la veterinaria, entre las franjas añiles y fucsias cuidadosamente rasgadas, se entrevé la parte superior de la portada del libro, ilustrada con una reproducción de Los discípulos de Emaús, suprema falsificación realizada por el mejor y más avezado copista de Vermeer, el engatusador, oportunista, malévolo y hasta proveedor de arte (falsificado por él mismo) de Göring, Han Van Meegeren, que, acusado de traición, malversación del patrimonio nacional y colaboración con el enemigo y, como consecuencia, condenado a la horca, eludió la pena capital demostrando que no era sino un experto conocedor de diversas técnicas pictóricas para completar con precisión cualquier lienzo con el estilo personal de varios de los grandes maestros de la pntura.

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