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Mallos de Riglos-AA

«Los centinelas del Reino»: Archivo personal


En el número 42 del Diario Oficial del Ministerio de Marina, con fecha 18 de febrero de 1946, hay un apunte, bajo el epígrafe Bajas, que dice: «Transcurrido el año de «observación facultativa» que determina el artículo 165 del vigente Reglamento de la Escuela Naval Militar, y por no hallarse en condiciones de continuar la vida escolar, se dispone cause baja en la misma el Caballero Aspirante de Marina D. Manuel Derqui Martos». Algo inocuo y aparentemente ajeno a los ojos de la mayoría de no conocerse que el tal Caballero Aspirante que había navegado en el Juan Sebastián Elcano y al que se menciona en esa nota, devendría, con el tiempo, en escritor —cierto que minoritario y, por ende, perfectamente desconocido— que pese a su origen cubano (había nacido en La Habana, el 12 de septiembre de 1921), pasaría su niñez en Tetuán para recalar, tras su baja de la Marina, en Zaragoza, ciudad que adoptó como propia, y terminar sus días, todavía joven, en Aragüés del Puerto, pueblecito de la provincia de Huesca en el que su corazón se paró para siempre el día 13 de septiembre de 1973.

Como otros escritores, fue a su muerte cuando los textos de Manuel Derqui Martos, literato prolífico que había venido publicando en periódicos y revistas, vieron la luz en forma de libros. Dos de ellos a resaltar:


  • Meterra, novela que, según el propio autor, es «la biografía imaginada de un pintor que fracasa como hombre y como artista». Fue publicada en 1974 y los conocedores de la obra de Derqui señalan que, además de su factura experimental, posee una impronta kafkiana evidente en la que la Zaragoza del autor cubanoaragonés tiene cumplida correspondencia con la Praga de Kafka.
  • Cuentos, recopilación de narraciones breves publicadas en la prensa aragonesa, que se dio a la imprenta en 1978; de entre los textos recogidos destaca De Rerum Malleorum, magistral relato fantástico que se desarrolla en los Mallos de Riglos y describe una alucinante ascensión de dos alpinistas a los tubos pétreos que Derqui rebautiza como Macizo de Logris, quimérica elevación en la que conviven vampiros, lamias y seres del Inframundo con una poderosísima fauna autóctona, convertida en perversa y mortífera en la narración, y tan surrealista como el fantasmagórico hábitat dibujado con maestría por el escritor, que hace perecer a sus angustiados protagonistas en un entorno que, incluso sin el envoltorio de irrealidad claustrofóbica, se presta a la fabulación y la hipérbole.


La extraordinaria imaginación de Manuel Derqui Martos aporta sensaciones sobrenaturales nuevas a un lugar que obsequia su arriscada belleza y su magia a quienes contemplan los monumentales escarpes de conglomerados rojizos  —el Puro, el Pisón, el Visera, el Firé…, a los que Sender llamó “centinelas de las huestes del Diablo”—  y buscan entrever, entre las grietas de los imponentes farallones erguidos sobre el río Gállego, las ocultas criaturas ancestrales de las leyendas, observadoras no intervinientes (¿o sí?) del devenir humano, anfitrionas de tormentas y ventiscas y testigos silentes, tanto de los esfuerzos por conquistar las cimas, como de las ilusiones derrotadas.

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«Los colores del día nuevo»: Archivo personal


Desde el vértice puro de la sangre, impulsado
irrefrenablemente hacia la piedra
que llevará grabado mi nombre y mi apellido,
humildemente vengo con la lengua abrasada
y el corazón tatuado de inviernos y veranos.

Desde el vértice puro de la sangre,
desde mi voz mortal os requiero y os digo,
con la misma sencillez con que muere
un anciano
o pare una muchacha,
que se ha llevado el cierzo el pan y los membrillos
que legué en testamento a mis hermanos.

Y ahora que la vida ya la siento más lejos
y más cerca la muerte —perdonad mi egoísmo—,
me hierve un mal moral y unos deseos
de repartir el trigo con vosotros,
de repartir el agua, el sueño y el mensaje,
y el deshielo violento de la noche.
Yo tengo suficiente con el sol de la tarde.
Su color ya me llega hasta los ojos.

Empezad a coger lo que más suene:
una arroba de miel en la garganta,
un poema rezando en la cocina,
un espejo viejísimo
que reflejó la imagen de mis padres,
una canción que llora en la despensa,
una boca callada, unos dientes rabiosos,
un poco de café, unos gramos de azúcar,
dos pájaros que cantan su delirio
y un amor en cenizas
(pero éstas me las quedo).

Hay tanta luz ardiente en las pestañas
o rumores nocturnos entreabiertos;
hay tantas lenguas vivas creciendo en rebeldía
y tanta rigidez en las costumbres,
que me pongo mi traje de domingo
y me voy a cantar al hombre que aún me escucha.

Todo lo doy por vuestro.
Sólo quiero los pies
para hundirme en la tierra.

—Poema Vértice de la sangre, del libro del mismo título, premio San Jorge 1974, del poeta aragonés Luciano Gracia Bailo (1917-1986)

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«Entre lo divino y lo terreno»: Archivo personal


A principios del siglo XVII, un número indeterminado de copias de un oscuro manuscrito escrito a finales del siglo XV y culminado en 1507 —donde se hace un prolijo listado de familias judías del Reino de Aragón que optaron por la conversión al catolicismo para evitar que se les aplicara el Decreto de los Reyes Católicos que las condenaba a ser expulsadas de España— adquiere tal relevancia por los datos sensibles que expone y en los que se ven reflejados y señalados linajes aragoneses cuyos miembros ocupan puestos eximios en los estamentos de poder, que la Diputación General del Reino, institución sobreviviente de la antigua Corona de Aragón que ya había examinado el oprobioso manuscrito en 1601, se ve impelida a solicitar, en 1615, amparo a Felipe IV de Castilla (III de Aragón) y a la propia Inquisición para que se censure y prohíba el infamante libelo que amenaza con socavar, como si de una cruzada se tratara, los pilares de la sociedad aragonesa que, a tenor de lo revelado en tales páginas, ostenta tantas máculas e impurezas en sus ancestros  —en su mayoría judeoconversos pero también moriscos—  que, de aplicarse los Estatutos de Limpieza de Sangre, no habría familia ni gremio que se salvara de purgas y anatemas.


El supuesto autor del manuscrito  —sobre el que los estudiosos no se ponen de acuerdo, considerando algunos que la autoría es anónima—, Juan de Anquías o Anchías, fue un allegado de la Inquisición que desarrolló su oficio en la Rioja y en las ciudades de Huesca y Lérida, así como en Zaragoza, población que abandonó al declararse la peste para acogerse en Belchite, lugar en el que, según asegura en el prólogo que quizás añadió a posteriori al manuscrito, «deliberé de hacer este sumario por dar luz a los que tuvieran voluntad de no mezclar su sangre limpia con ellos y se sepa de qué generaciones de judíos descienden los siguientes, para que la expulsión general de ellos hecha en España en el año 1492 no quite de la memoria a los que fuesen sus parientes». Parece ser, además, que esta insidiosa advertencia contra los linajes aragoneses de orígenes impuros, guarda relación con el asesinato en Zaragoza de Pedro de Arbués (1441-1485), Inquisidor de Aragón, que fue ejecutado por judeoconversos ante el altar mayor de la Seo zaragozana, dando lugar a una de las represiones más feroces que se recuerdan, a las que el censo de Juan de Anquías o Anchías, aún incompleto entonces pero bien detallado en las filiaciones anotadas, ayudó en la tarea.


El exhorto de los mandatarios aragoneses, dado el descrédito y la deshonra que suponía, pese a haberse redactado un siglo antes, el que ya era llamado Libro Verde de Aragón (en alusión al color de las velas de los Autos de Fe), tuvo cumplida respuesta a favor. En 1620, el Tribunal de la Inquisición decretó la prohibición de tenencia del manuscrito, su lectura, copia y propalación, realizándose, además, en 1622, en la plaza del Mercado de Zaragoza, la quema de cuantas copias del mismo fueron halladas.

El honor aragonés había sido, por fin, purificado por las llamas que, a la vez, habían arrasado con cualquier veleidad familiar pasada.

La celeridad de todas las instancias para deshacerse de un texto que ponía en la picota genealogías de importancia en la nobleza, la política y la membresía eclesiástica aragonesa, e incluso castellana, fue refrendada y alabada por el propio rey Felipe IV, que se dirigió por escrito al Inquisidor General en estos términos: «Por el Consejo de Aragón se me ha representado la diligencia y cuidado que habéis hecho poner en recoger el libro que llaman Verde en aquel Reyno. Agradescoos lo que habéis dispuesto en esto y por ser cosa de la calidad que es y convenir que no quede ni aun rastro del dicho libro, os encargo que hagáis continuar las diligencias tan apretadamente como conviene y lo espero de vuestro mucho celo.—Señalado de Su Majestad en Madrid, a 17 de Noviembre de 1623.—Al Inquisidor General».


En la actualidad, cinco copias del Libro Verde de Aragón   —de distintas épocas y en su mayoría incompletas—  se distribuyen entre el Archivo General de Valencia, el Archivo Histórico Nacional, la Biblioteca Colombina de Sevilla, la Bibioteca del Colegio de Abogados de Zaragoza y la Biblioteca Nacional.

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«Rastros»: Archivo personal


Me registro los bolsillos desiertos
para saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado las estancias vacías
para recoger mis palabras tan lejanamente idas.
Saqueo aparadores antiguos,
viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas,
estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui yo.

Aquellas canciones que tanto amaba
no me explican dónde fueron mis minutos,
y aunque torturo los espejos
con peinados de quince años,
con miradas podridas de cinco años
o quizá de muerto,
nadie, nadie me dice dónde estuvo mi voz
ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía
esculpida en presurosos desayunos,
en jolgorios de aulas y pelotas de trapo,
mientras los otoños sedimentaban
de pálidas sangres
las bodegas del Ebro.

¿En qué escondidos armarios
guardan los subterráneos ángeles
nuestros restos de nieve nocturna atormentada?
¿Por qué vertientes terribles se despeñan
los corazones de los viejos relojes parados?
¿Dónde encontraremos todo aquello
que éramos en las tardes de los sábados,
cuando el violento secreto de la Vida
era tan sólo
una dulce campana enamorada?
Pues yo registro los bolsillos desiertos
y no encuentro ni un solo minuto mío,
ni una sola mirada en los espejos
que me diga quién fui yo.

Retrospectiva existente, poema de Miguel Labordeta (1921-1969) contenido en su libro Violento idílico, publicado en 1949—.

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«Con la primera luz del día»: Archivo personal


Enlazan con el desvío a velocidad moderada, con la lección de prudencia bien aprendida desde aquella vez que, acelerados, acabaron con las dos ruedas delanteras del Land Rover lamidas por las aguas rebosantes del canal y el susto crepitándoles en los esternones. Cuando Pablo, el de la grúa, los remolcó hasta el taller de Ventura y marcharon al bar porque el mecánico les dijo que aquello era “poca cosa y en un par de horas os lo dejo listo”, la socarronería lugareña acompañó a los pinchos de tortilla y los cafés que Martina, la dueña, no les cobró, tal vez compadecida del pitorreo de que fueron objeto. Tardaron más de medio año en volver a pisar el bar de Martina, el mismo tiempo que estuvieron evitando el camino del canal, pero no hubo más remedio que retomarlo cuando la carretera comarcal estuvo en obras hasta bien entrado el otoño y el desvío del canal, con el asfalto fulgurante e inseguro de las primeras heladas, se convirtió en el único paso viable para acceder a las distintas granjas que les correspondía visitar.


A las siete y seis de la mañana, con la luz natural aún entre tinieblas, recalan en el bar de Martina cuando la mujer acaba de encender la cafetera y las luces interiores. “Si tenéis tiempo, voy a freír unos buñuelos y os los pongo para que os los llevéis”, les dice. Buena gente, Martina; más cerca de los sesenta que de los cincuenta, desparejada, afable y muy trabajadora. La mujer de Andrés, el tozinaire [1], les contó que Martina anduvo ennoviada cerca de quince años con uno del pueblo, “el más gandul de la redolada”, les explicaba, al que ella terminó dando puerta “y andan los dos solteros, cada uno en su casa, ella muy apañada con el bar y a él bien se le vale de su cuñada, que le hace la comida y le lava la ropa, inútil de él”. Y todo ello lo recitaba, como si nada, mientras Manuel-Antonio, chapoteando en mierda, sujetaba como podía a una cerda descomunal a la que la veterinaria palpaba las ubres, bulbosas e infectadas, sin que la escena, nada propicia para confidencias, detuviera el parloteo de la mujer.


Regresan a la carretera con el aroma anisado de los buñuelos impregnando agradablemente el vehículo y el escarceo de la lluvia, finísima, apenas dejando huella en el parabrisas. A un lado y otro del camino, los campos de cultivo, frutos del empeño por convertir el desierto en inusitado vergel, alternan con achaparradas ripas [2], farallones de arenisca, secarrales pedregosos y pequeños agrupamientos de sabinas albares que, en época romana, eran tan abundantes y oscurecían tanto el paisaje que estas tierras, presididas por la sierra de Alcubierre, fueron llamadas Montes Negros, entorno, en el siglo XIX, de las correrías de Mariano Gavín Suñén, el bandido Cucaracha, realidad transformada en mito, héroe de los monegrinos pobres y terror de los pudientes, idealizado robinhood de este territorio estepario donde se rodaron Jamón, jamón y La marcha verde, y en el que, a menos de diez kilómetros del desvío del canal por donde transita el Land Rover, se levantan, entre dunas, jaimas bereberes junto a las que pasean, indolentes, cuatro o cinco camellos para alborozo de los turistas.







NOTAS
[1] En arag., criador de cerdos.
[2] En arag., cerro terroso.

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«Tiempo detenido»: Archivo personal


¿Y si preguntamos en las oficinas..?”, sugería Étienne, impaciente, tras más de una hora deambulando por el Cementerio de Torrero, en Zaragoza. “Estas no son trazas de buscar un nicho… ¡Si han pasado casi treinta años! Y no me vengáis con encontrar puntos de referencia ni zarandajas… Ha pasado demasiado tiempo para que recordéis el lugar exacto. A Maíto solo lo localizaremos si alguien nos indica dónde está enterrado. Vosotras veréis…

Mario, Maíto, de dieciocho años, compañero de pandilla y novio in péctore de María Petra, se mató en Monrepós, al derrapar su moto y golpearse contra un quitamiedos, cuando se dirigía a un viejo despoblado donde el resto de sus amigas y amigos trabajaban como voluntarios en la reconstrucción de una vivienda. Tardaron un día en enterarse del accidente porque el pueblo carecía de teléfono y asistieron, todavía estupefactos, a un desgarrador entierro en medio de una soleada y vistosa primavera que parecía querer homenajear al joven fallecido.

Desde la sencilla lápida de vetas marrones y blancas del nicho. un sonriente Maíto, con el flequillo desigual y la media melena castaña enmarcándole el rostro, contemplaba a sus visitantes, congelados sus rasgos en aquella adolescencia detenida en el tiempo que un día compartieron.


[…]


…y en el centro del cementerio, el mausoleo de Joaquín Costa con el epitafio compuesto por Silvio Kossti sobre mármol blanco:

Aragón a Joaquín Costa.
Nuevo Moisés
de una España en éxodo.
Con la vara de su verbo inflamado
alumbró la fuente de las aguas vivas
en el desierto estéril.
Concibió leyes para conducir a su pueblo
a la tierra prometida.
No legisló.


Manuel Bescós Almudévar, alias Silvio Kossti, costista hasta en su seudónimo; un tipo inteligente, leal a sus amigos, republicano confeso, incisivo articulista, escritor polémico, furibundo anticlerical, alcalde de Huesca durante cuatro meses y escasamente conocido hoy en día por los oscenses, ya sea con su nombre real o con el seudónimo que utilizó porque, según le escribió a Costa, “tengo tres hermanos bastante imbéciles como para hacerme desear el perder de vista el apellido”.

Kossti, que murió con poco más de sesenta años, fue autor de unos Epigramas tan provocativos que él mismo decidió retirar su publicación convencido del perjuicio que podían suponer para sus hijos, que estudiaban en academias militares. Ya en 1909 su novela Las tardes del sanatorio supuso un escándalo que él ya presuponía cuando, hablándole a su admirado Costa de su proyecto novelístico, expresaba que su pretensión era “rascar de la mentalidad española el fraile que la mayoría lleva dentro”. Su propósito tuvo cumplida respuesta eclesiástica; los obispos de Huesca y Jaca y el arzobispo de Zaragoza reprobaron Las tardes del sanatorio. Tras el escándalo, circularon por la capital oscense dimes, diretes y anécdotas chispeantes como la de que el mastín que acompañaba a Kossti en sus paseos tenía por costumbre entrar en la iglesia de San Lorenzo a echar una meadita en las esquinas de los confesionarios…

Dícese, no obstante, que Manuel Bescós arrepintióse de sus ataques a la iglesia y, momentos antes de su muerte, accedió a recibir la extremaunción y a ser enterrado como buen católico. “Descansó al morir”, es el epitafio de Silvio Kossti grabado en su nicho del cementerio de Huesca. Junto al epitafio, un bajorrelieve realizado por uno de sus grandes amigos, Ramón Acín Aquilué, del que fue testigo en su boda con Conchita Monrás.

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«Embalse de Lanuza»: Archivo personal


Antes de las dos, llegan a Casa Patro, en Tramacastilla, donde han reservado mesa para comer. Lola Haas se desprende, sin disimulo, de las sandalias de plataforma y lee con poco interés los platos anunciados en el menú. “Estoy más cansada que hambrienta, así que comeré lo que pidáis”, dice. “¿Pero estás bien? ¿Has disfrutado del paseo?”, se interesa la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Mucho. Pero no creía que me haríais caminar tanto… Hubiera traído calzado más adecuado”. Un silencio indolente acompaña la sopa de ajo ligeramente coloreada con pimentón a la que siguen las piezas de entrecot de ternera a la brasa y unas buenas raciones de tarta casera de tiramisú que la invitada, aunque tiquismiquis con la repostería de fuera de Francia, alaba.

Diecinueve grados, marca el termómetro; siete más que cuando, horas antes, aparcaban unos kilómetros más arriba para visitar la localidad de Lanuza, con sus coquetos edificios rehabilitados, recorriendo, sin apresurarse, un corto tramo del cautivador entorno del pantano con una Lola remisa a alargar en exceso el trayecto a pie porque, se justificaba, “no he venido preparada para echarme al monte” (sic).

En ese mismo lugar —hoy parcialmente inundado por las aguas embalsadas del río Gállego y escenario del Festival Pirineos Sur— nacieron siglos atrás, para el mundo y la historia, los Lanuza, cuyo cargo hereditario de Justicia Mayor de Aragón —precursor de la figura del Defensor del Pueblo— ostentaron con rectitud hasta que el celo en la defensa de los Fueros aragoneses, por encima de las disposiciones del rey de España, Felipe II, daría con el más joven de ellos, Juan V de Lanuza, en el cadalso, allá en Zaragoza, en 1591, con el hacha mortífera del verdugo separándole la cabeza del cuerpo por mandato real.


En qué mala hora Antonio Pérez, el huido exsecretario del rey español, desempolvó su ascendencia aragonesa para acogerse al derecho de asilo que los Fueros de Aragón contemplaban para cuantos deudos perseguidos lo demandasen. Cuán lejos estaban los Lanuza, padre e hijo, de calibrar las consecuencias que se derivarían de la correcta aplicación de las leyes forales en contra de los mandatos de un Felipe II dispuesto a aprehender, sin importar los costes, a su antiguo secretario de cámara que, pese al feroz despliegue de sus enemigos, salió indemne merced a la protección aragonesa y consiguió ponerse a salvo en Francia. Cómo corrió la sangre por Zaragoza cuando los ejércitos reales cayeron sobre la ciudad y los férreos defensores del Justiciazgo. Con qué ímpetu la venganza soberana se precipitó sobre Juan de Lanuza el Mozo y todos los gentilhombres aragoneses que habían antepuesto, como era su deber, los Fueros representativos del antiguo Reino de Aragón a las exigencias de la Corona de España.

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«#girasolesparaizarbe»: Matthias Cooper


A Izarbe, que sembró de girasoles, hoy dolientes, su esperanza y la nuestra.


¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla, pero qué injustamente arrebatada!…, clamaba el poeta…

Y así, impotentes, manoteamos en las horas que intuíamos las últimas, comprimiéndolas en la rabia, buscando paralizarlas para que tu aliento y tu pulso aletearan y esa vida por la que batallaste, escudada en la sonrisa, no fuera vencida. Ahora, ya inmortal, lloran los girasoles en el hueco de tu ausencia y tremolan sus hojas absorbiendo del oxígeno tu aroma para mezclarlo con la savia y erguirse, en tu honor, ante un Sol que aún busca tu rostro para esculpir con su luz tu viveza.



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Izarbe Gil Márquez (2000-2021) falleció, dejando inacabada su experiencia, en Zaragoza, el día 13 de mayo, tras guerrear, durante cuatro años, contra el Sarcoma de Ewing.
Su último año de vida fue una lucha sobrecogedora y admirable para hacer visible la enfermedad e impulsar su investigación y tratamiento efectivo.
No logró vencer el mal que la consumía pero su empeño, a través del movimiento virtual #girasolesparaizarbe, ha hecho posible que, tras su muerte, la Asociación de Pacientes con Sarcomas y Tumores Raros haya creado la Beca APSATUR-GIRASOLES PARA IZARBE, para la investigación del Sarcoma de Ewing,  dotada con 25.000 euros.

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«Sueña»: AranZazu


En la pared del fondo de la biblioteca del Centro de Cultura Popular, compartiendo espacio con las fotografías del denominado Pensil de Autores y Autoras de Aragón, hay una camiseta verde de la Escuela Pública junto a una tarjeta en la que se lee, con la precisa caligrafía de la señorita Valvanera: «Al profesor Aramayona, a quien tantas luchas nos unen». Al lado, cerca de un retrato de Ana María Navales y un dibujo hecho a plumilla de Ánchel Conte, cuelga, enmarcado entre varitas de boj, el último artículo de la bitácora del profesor, aquel que escribió el mismo día de su voluntaria muerte, anunciándola. Bajo el cuadro, una pequeña estantería de apenas metro y medio de alta donde, además de sus libros y algunos de sus artículos en prensa —sencillamente encuadernados—, se halla un DVD de la serie Tabú, de Jon Sistiaga, con el último viaje reflexivo de Antonio Aramayona Alonso, en los entornos de su combativa vida, desgranando su cotidianidad previa a ese final que él mismo planificó, anunció y ejecutó el día cinco de julio de dos mil dieciséis, a las cuatro de la tarde, en Zaragoza, la ciudad donde nació en 1948.


Antonio Aramayona, admirado maestro, que se definía a sí mismo —siempre reconocible y tan familiar en su silla de ruedas— como perroflauta motorizado por las calles de Zaragoza, fue profesor de Ética y Filosofía, activista del laicismo y de la Marea Verde por la Escuela Púbica, miembro de la Asociación Pro Derecho a Morir Dignamente, combatiente por la justicia social, escritor, articulista y defensor hasta las últimas consecuencias de la libertad individual para vivir y morir.

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«10 de agosto»: Pablo Segura


Mientras el Partido Popular de Aragón realzaba su soberbia y actualizaba el ropero de las solemnidades para el magno acontecimiento universitario del 23 de septiembre, el Rector Magnífico de la Universidad de Zaragoza, con la lealtad institucional comprimiéndole el esternón, removía en su caldero de alquimista la pócima fantástica donde desleír su propia cobardía:


«La Universidad de Zaragoza estima oportuno aclarar algunos extremos en relación con la suspensión del acto de apertura del curso universitario.

La decisión ha sido adoptada desde la más estricta lealtad institucional con el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte y con la Jefatura del Estado, con los que ha trabajado en todo momento en los aspectos de organización y seguridad del acto. La información sobre las alteraciones que se podían producir en la Sala Paraninfo era conocida por el Ministerio, al que se le comunicaron con detalle las circunstancias. Con él se mantuvo un dialogo fluido y con su asentimiento se decidió la suspensión del acto, puesto que la iniciativa tenía que surgir de la Universidad de Zaragoza que era la anfitriona y conocía las cuestiones concretas que podían afectar al acto académico.

Esta decisión fue adoptada con el convencimiento de todas las partes de que el desarrollo normal del acto y el respeto a la Jefatura del Estado debían ser puntos esenciales del mismo y que podían verse dañados con incidentes.

La Universidad de Zaragoza se ha caracterizado a lo largo de su historia por el respeto a las instituciones legítimamente establecidas. Forma parte de su esencia. Conjuntamente con ellas la Universidad procura crear y mantener un marco de lealtad mutua que es la mejor imagen que se puede dar de Aragón. Así ha actuado siempre y así seguirá haciéndolo en el ejercicio de su autoridad y en el ámbito de su capacidad de decisión.

Merecen nuestra reprobación quienes se alejan de esa línea de respeto y con su actitud causan daño a las instituciones y, en particular, a nuestra Universidad.

El Rectorado no desea realizar más declaraciones sobre esta cuestión, ya que en todo momento su postura ha sido la de colaborar con lealtad para evitar conflictos. Otra cosa no haría sino prolongar un debate que a nadie beneficiaría.»[*]


No encontrará el lenguaraz ministro mejores manos para calentarle las calzas ni el barbado heredero Borbón cortesano con mayor disposición a lamerle los botines —y aun la principesca ranura de sus posaderas— ni la Universidad de Zaragoza dirigente más entregado a deslegitimar a estudiantes, profesorado, colectivos y particulares desafectos a la innoble doctrina de doblar el espinazo y enmudecer ante quienes pretenden convertir la Enseñanza Pública en estrato baldío.


NOTA

[*] Declaración institucional sobre la suspensión del acto de apertura del curso universitario.

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