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Posts Tagged ‘Rumanía’

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«Café frappé»: Archivo personal


«El Danubio enfila las ciudades como perlas, transcurre grande, y el viento de la noche pasa sobre los cafés al aire libre como la respiración de una vieja Europa que tal vez se encuentre ahora en los márgenes del mundo y no produzca, sino solo consuma, historia».- Claudio Magris, autor de El Danubio


I

Revolotean los cuervos encapuchados alrededor del palacete neoclásico que alberga la Biblioteca Municipal V.A. Ureschia de Galați. Graznan desaforados, tal vez burlándose de los sudorosos humanos que, con las ropas y la piel impregnadas de la pegajosa humedad de la ciudad portuaria, acceden al interior del edificio donde estampas, documentos, partituras y mapas danubianos de distintas épocas, festejan las jornadas que todos los países de la cuenca —desde las altas tierras del macizo de la Selva Negra del que surge, hasta los territorios de su desemboque, casi tres mil kilómetros después, en el mar Negro— acordaron dedicarle. Y así, este antiguo palacete convertido en 1968 en biblioteca y que, de 1856 a 1948, fue sede administrativa de la Comisión del Danubio, regresa durante unos días a su representatividad fluvial celebrando, entre vetustas decoraciones vegetales, mármoles, boiseries, mosaicos y forjas, el discurrir de las aguas danubianas —ora pardas, ora plateadas— en las que la ciudad se mira y congratula.

No pierde la oportunidad el bibliotecario de mayor edad de hacer un inciso en la historia del Danubio en Galați para dar a conocer a los visitantes procedentes de España —a los que se dirige en un francés excelente— que Vasile Alexandrescu Ureschia, que da nombre a la biblioteca, fue un historiador, escritor y viajero moldavo-rumano, apasionado de España, su cultura y su lengua, al que la Real Academia Española distinguió como académico en la segunda mitad del siglo XIX.



II

Van y vienen las gaviotas sobrevolando el barco-bar que, fondeado permanentemente junto al pantalán, acoge en la práctica terraza instalada en la cubierta a la clientela que se alivia, con helados y bebidas frías, de la ola de calor desplazada a Centroeuropa.

En el puerto, el ferry que hace la ruta Galați-IC Brătianu avanza, despacio, sobre el manso líquido dulce. Una de las mujeres del grupo de viajeros bucarestinos con los que han coincidido en el castrum de Tirighina-Barboși explica a los españoles, que contemplan la salida a río abierto del trasbordador, la tragedia sucedida el 10 de septiembre de 1989, a escasas millas del puerto, cuando el ferry Mogoșoaia, que transportaba pasajeros de Galați a Grindu, chocó, en medio de la niebla, contra un convoy búlgaro compuesto por un remolcador y seis barcazas. De las 255 personas, entre pasaje y tripulación, que iban a bordo del Mogoșoaia, solo sobrevivieron 16, considerándose una de las mayores catástrofes en aguas del Danubio.

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«Pedregada»: Archivo personal


A poco más de media hora del comienzo de la función, se escucharon los golpes iniciales del granizo sobre el conglomerado de pizarra. Tornose el azul aciano del cielo en índigo mientras cientos de grumos inmisericordes, zigzagueantes y congelados, lapidaban el Barrio en brutal tamborrada durante los primeros diez minutos  quizás once— que, tras un amago de retirada, se repitió, en furibundas tandas de corta duración, hasta que el arcoíris señaló el fin de la tempestad.

Cuando expiró la arremetida atmosférica, el fenomenal cartel enmarcado en listones de cerezo  apenas protegido bajo la marquesina de la entrada—  que anunciaba la obra, ya solo era un guiñapo colgante que la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio terminó de desprender entre dicterios dedicados a una fuerza invisible o, quizás, a sí misma, que durante trece años lo había preservado en su embalaje original en forma de tubo.


Ese cartel de 1’30×90 en papel satinado, con un fondo en tonos verdosos y pardos resaltando la imagen de un rinoceronte paticorto con el nombre del dramaturgo franco-rumano impresionado, en letras góticas doradas, en su parte superior, había formado parte de una remesa de cien —editados en Rumanía— que Marie-France Ionesco había obligado a desechar porque el nombre de su padre, Eugène Ionesco, había sido transcrito en su forma rumana —Eugen Ionescu— aquel otoño del año 2009 en que se celebraban diversos actos para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor. Ella misma, cual diosa omnipresente, había supervisado cada evento para evitar que Rumanía, país de origen de su progenitor, ondeara la nacionalidad balcánica del literato en detrimento de la francesa. «Estoy harta de que se exhiban los orígenes de mi padre. Él era francés; escribió en francés y vivió en Francia. Rumanía no tiene derecho a celebrar el centenario de mi padre como si de un compatriota se tratara. Que lo celebren si quieren, sí, pero como autor francés».


Igual tiene arreglo. Lo extendemos y, cuando se seque, se nos ocurrirá algo, le susurró Mercedes, directora de la versión adaptada de Rhinocéros, a la veterinaria, responsable de la iluminación y efectos especiales de la obra, cuando ya la sala empezaba a llenarse de público.




[A las ocho y media de una tarde prematuramente oscurecida, con los restos de la granizada blanqueando calles y jardines, se apagaron las luces, se iluminó la pantalla blanca y se vislumbraron tras ella las siluetas sombreadas de los dos personajes que iniciaban el primer acto. Cerca de la tarima del escenario, fuera de las miradas del público, tres inmensos rinocerontes recortados en grueso cartón ondulado aguardaban, en el suelo, su turno de aparición.]

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«Bañistas en Eforie. Mar Negro»: Archivo personal


De regreso a Tulcea desde Sulina, donde las grisáceas y amarronadas, que no azules, aguas del Danubio se unen al mar Negro, se despidieron de quienes, por recomendación del profesor Tarlós, que se ocupó de todos los permisos, fueron sus amables anfitriones y diligentes guías durante tres días y dos noches en el fascinante minicrucero fluvial por los canales del delta del Danubio: los Patzaichin, una familia de lipoveni orgullosa de aquellos ancestros rusos que, tres siglos atrás y huyendo de la persecución político-religiosa de la Iglesia Ortodoxa Rusa oficial, recalaron en las últimas tierras que acompañan, en el final de su épico curso, a uno de los más grandes y rememorados ríos europeos, cuyos sedimentos han conformado un impresionante y extenso humedal de vegetación ecléctica con una singular diversidad faunística que ha convertido estos parajes en Reserva de la Biosfera y Patrimonio Natural de la Humanidad.

Por estas tierras danubianas anduvieron las legiones de Trajano, conquistador de la Dacia, como recuerda el Tropaeum Traiani, erigido para conmemorar la victoria del emperador hispanorromano sobre Decébalo, rey de los dacios.

En el autobús a Constanța recordaba Iliane, entre risas, lo comentado por Igor Patzaichin, el guía más joven: “Rumanía es un pez encajonado con la cara mirando a Hungría y el culo en el mar Negro. Si observáis el mapa comprobaréis que no me lo invento”.

Rumanía es un pez… y en su aleta caudal inferior se halla una ciudad de historia cautivadora, Constanța, mosaico de civilizaciones y culturas, la Tomis griega del litoral del Ponto Euxino (mar Negro) de la antigüedad a cuyo puerto arribaron, según la mitología, Jasón y los Argonautas tras conseguir en la Cólquide el vellocino de oro. Convertida en ciudad romana, fue el lugar donde el emperador Augusto desterró al poeta Ovidio. Aquí, en Tomis / Constanța, vivió y murió el autor del Ars amatoria y su espíritu, dicen, vaga por la ciudad a falta de la tumba jamás hallada a la que añadir el epitafio que el poeta latino dejó escrito en su obra Tristia para que su esposa se encargara de hacerlo cincelar en su estela funeraria y que, con escasas variaciones, puede leerse en el pedestal de la estatua que, en su memoria, se levantó, en el siglo XIX, en la plaza de Constanța que lleva el nombre del literato:

HIC EGO QUI IACEO TENERORVM LVSOR AMORVM
INGENIO PERII NASO POETA MEO
AT TIBI QVI TRANSIS NE SIT GRAVE QVISQVIS AMASTI
DICERE NASONIS MOLLITER OSSA CVBENT

Yo, que aquí yazgo, soy Nasón,
poeta que canté los tiernos amores y morí por mi propio ingenio.
A ti, quien seas, que pasas por aquí, a ti que has amado también,
que no te sea molesto decir que los huesos de Nasón descansen en paz.

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«Casa Chira. Vişeu de Sus»: Archivo personal

 

Cuando le preguntan a la pequeña Jenabou qué le ha gustado más de sus vacaciones en Maramureș, responde, sin titubeos, que los paseos en carro tirado por imponentes pero dóciles búfalos de agua dirigidos por el amable Petre, el recorrido en el tren maderero Mocănița por el valle del río Vaser y la pequeña fiesta en la aldea de Plopiș donde ejerció de jurado en el concurso de pintura rápida y dirigió unas palabras en rumano a las personas asistentes asegurando que no le importaría vivir allí porque “…sunt tot atâția munți ca în țara mea“(sic)[*].

Y he hecho un amigo para siempre, siempre”, se regodea recordando a Petre, el joven trabajador de la granja de búfalos de Andrei, el Ucraniano. Petre, que rezuma bondad y alegría, se halla más cerca de los treinta que de los veinte, tiene síndrome de Down y una extraordinaria sintonía con los animales, a los que cuida con devoción. Andrei, pese al apelativo de Ucraniano, es bucarestino, nacido en la década de los cincuenta. Hijo de un preboste del régimen comunista, mantuvo una ideología sin fisuras hasta 1985, cuando el poeta y disidente Gheorghe Emil Ursu, al que admiraba y con el que participaba en tertulias literarias, fue detenido, encarcelado y apaleado hasta la muerte por supuestos presos comandados por la Securitate. Ese aciago 17 de noviembre de 1985, confiesa, sus convicciones hicieron agua. Participó en una manifestación de protesta en la que se pedían responsabilidades por la muerte de Ursu y fue arrestado y recluido, en durísimas condiciones, durante seis meses, en la prisión de Jilava, la misma en la que había sido asesinado Gheorghe Ursu. En junio de 1986, pese a hallarse en libertad (muy) vigilada, pudo abandonar subrepticiamente Bucarest para instalarse en la región de Maramureș, donde consiguió empleo en la serrería de Vișeu de Sus con documentación falsa que lo acreditaba como procedente de la vecina Ucrania, república que por entonces pertenecía a la Unión Soviética. Sólo regresó a la capital para el entierro de su padre —su madre falleció cuando era niño—, unos meses después del fusilamiento del matrimonio Ceaușescu.


NOTA

[*] «…hay tantas montañas como en mi tierra«.

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«Familia»: Archivo personal


Maman Malika nunca ha sabido o querido explicar a su prole el vínculo real que une a su familia con los Gherghina de Murgeni; unas veces, la abuela de los Gherghina resulta ser una prima segunda del abuelo Lájos y, otras, la hija menor de un sobrino lejano fallecido, junto a un número indeterminado de familiares, en las deportaciones a Transnistria. “Mi padre decía que eran de nuestra sangre”, sintetiza. Y así, mentando al recordado patriarca, acalla cualquier intento de ahondar en el farragoso entramado genealógico donde los Gherghina tienen su sitio desde hace diecinueve o veinte años.

Los Gherghina son muchos y con recursos muy limitados. Originarios de Brăila, el núcleo famiiiar se trasladó a las afueras de Murgeni, a una vieja casa que nunca conoció buenos tiempos y en la que, hasta hace muy poco, carecían de electricidad y agua corriente. A menos de cien metros de la casa de los Gherghina, que tienen, en la trasera del humildísimo edificio, un selvático corral con patos, un par de gallinas y una cabra, se levantan algunas de las mansiones de los romaníes desahogados. Son monumentos a la horterada y el despropósito que hieren el buen gusto estético provocando la indisimulada hilaridad de los deudos foráneos de los Gherghina, que acuden a Murgeni, oficialmente en visitas de cortesía alentadas por maman Malika, y, en realidad, a paliar —en forma de productos semiperecederos o no perecederos que compran en abundancia en un supermercado de Galați— la maltrecha economía de unas personas a quienes el abuelo Lájos, trotamundos romaní nacido en Hungría y fallecido en Francia, consideró de su sangre. Sângele nostru. Nuestra sangre.

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«Reflection in puddle»: Eugene Romanenko


Esta vez no habrá escapadas emotivas”, dice el profesor Tarlós cuando el grupo aborda la mashruska[1] que une Chișinău con Tiraspol. “Visitaremos la destilería, comeremos, daremos un pequeño paseo por la ciudad y regresaremos dentro del cómputo de tiempo que nos dan para estar en el territorio”. Territory, lo llama. No country, state o nation. Territory. Transnistria. La rebelde Transnistria independizada unilateralmente de la República de Moldavia y autoproclamada República Moldava Pridnestroviana; rumanizada la Moldavia reconocida internacionalmente; profundamente rusa e ignorada la otra, la separatista y eslava Transnistria. Y, entre ambas, una guerra civil felizmente corta pero, aún así, cruenta, y un conflicto territorial largo y, aparentemente, irresoluble.

En la frontera —porque la RM Pridnestroviana tiene instalada su propia frontera, tanto en la parte que linda con Ucrania como en la de la oficial República de Moldavia— los guardias eslavos de Transnistria recogen los pasaportes que, en bloque, les entrega el conductor de la mashruska. Enseguida sube un agente y se dirige, en ruso, al profesor Tarlós y su grupo, preguntándoles si se trata de una visita turística. “De estudios”, responde el profesor, también en ruso. “Estamos invitados a la destilería Kvint de Tiraspol”. En un ticket-visado entregado a cada miembro del grupo se les concede una estancia de veinticuatro horas en la República Moldava Pridnestroviana a partir de ese mismo momento, con la aclaración verbal, en inglés, de uno de los agentes, de que si, por cualquier circunstancia, se prolongara la visita están obligados a acudir a la oficina de registros para solicitar una prórroga de estancia y comunicar su lugar de alojamiento. “Y si no, nos mandan al gulag”, murmura entre dientes Monique, una ingeniera agrónoma marsellesa, sin perder la sonrisa.

Las pinceladas de ambientación soviética de la capital moldava, Chișinău, adquieren unos trazos bastante gruesos en Tiraspol, la capital de la RM Pridnestroviana, con la desmesurada estatua de Lenin que, a modo de elevado cancerbero, se alza ante el parlamento de Transnistria; o los repetidos murales donde el Che Guevara, tocado con su gorra roja ladeada, taladra con la mirada a quienes transitan junto a los muros pintados de héroes —Yuri Gagarin incluido— que se asoman a unas calles limpias y con apenas tráfico, álbumes de una época sobrepasada.

Entre tanto memorial, tanto cemento y tanta herrumbre del pasado; ¿a que no hay la mínima alusión a los gitanos que deportaron y dejaron morir de hambre rodeados de alambradas en Transnistria?¿y a los judíos…?”, le pregunta la veterinaria a Stefan Tarlós, en un aparte, durante la degustación de brandis en la Kvint. “De eso no culpes a los rusos. Fue Antonescu. Fuimos nosotros, los rumanos, quienes lo hicimos”, responde él. Y añade mientras se lleva la copa a los labios y finge beber: “Pero no se te ocurra preguntarles a estos porque es posible que te manden a Soroca[2] de una patada en el culo”.



Dos días después, y mientras el avión que la transporta de Bucarest a Barcelona consigue que las dos repúblicas enfrentadas se pierdan en la distancia, retoma la veterinaria la lectura de Negro y rojo, el libro de Ioan T. Morar que, de manera novelada, cuenta la historia de los crímenes cometidos por el ejército rumano en Odesa y la deportación de los gitanos a Transnistria durante la Segunda Guerra Mundial.


[…]No hubo ninguna lucha contra el enemigo, aunque eso fue lo que les dijeron, que había que aniquilar al enemigo, y a los soldados les extrañó ver que ante ellos no había ningún enemigo terrible, ningún civil armado, sino tan solo una población descompuesta, paralizada por el miedo e incapaz de toda respuesta. La única arma de aquel extraño enemigo eran sus lamentos, sus gritos y alaridos a los que se unía la inútil invocación a la compasión[…].- Negro y rojo. Fragmento de la novela de Ioan T. Morar, traducida del rumano por Joaquín Garrigós.


NOTAS

[1] En Moldavia, autobús.
[2] Ciudad moldava donde habitan muchos gitanos.

 

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«Palma»: Archivo personal


Cerca de quince minutos después de alcanzar con el monovolumen el Paso de Ciumârna, en las ondulaciones de Obcina Mare, llegan a la explanada, exhaustos, los tres ciclistas, con sus bicicletas sobrecargadas, a quienes el vehículo rebasó en mitad de la estrecha y serpenteante subida del puerto de montaña. Son tres amigos ucranianos que, como los cuatro ocupantes del monovolumen —en ruta hacia el monasterio de Moldovița—, se sienten atraídos por la insólita mano de hierro y hormigón armado, de siete metros de altura, que preside, entre diversas variedades de abetos y pinos, esa estribación de los Cárpatos Orientales.

En la pequeña explanada abierta alrededor de la escultura, dos puestos —uno de bebidas y carne asada y otro de souvenirs— dan la bienvenida a los sorprendidos viajeros, que circunvalan la base de la inmensa mano, suben y bajan por sus escaleras interiores, otean el bellísimo paisaje, se fotografían y preguntan a los expectantes empleados de los chiringuitos. “Monumentul drumarilor”, dicen. Se trata del homenaje a los trabajadores rumanos y húngaros que construyeron, en condiciones climáticas adversas, esa carretera, cuya fase inicial empezó en 1949 y que no concluiría hasta 1968, cuando, en ese mismo punto, a mil cien metros de altitud, el responsable de obras del trazado desde Suceava unió su mano a la del compañero que había dirigido la ejecución carretera partiendo de Ciumârna.

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«St Stephen’s Green»: Archivo personal


Jueves

Dos días antes del evento a celebrar en Swords, los descendientes de la abuela Nené y el abuelo Lájos  comenzaron a llegar al aeropuerto de Dublín. La rama rumana, la más numerosa, se congregó en Swords; la macedonia, en Malahide y las dos únicas representantes de las ramas francesa e italiana se acomodaron en la capital irlandesa. “¿Pero cómo que os vais a quedar en un hotel cerca de Mountjoy Square si tenemos sitio para vosotras en nuestra casa?”, se escandalizó el primo Claudiu, bisnieto de la abuela Nené y el abuelo Lájos y anfitrión de la reunión familiar. “Esa zona de Dublín no es recomendable.” “Qué exagerado… El hotel es barato y está limpio y la calle tiene cierto encanto cutre que me recuerda a tu vieja Bucarest”, zanjó la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio.
Esa misma tarde, ya campaban la veterinaria y la prima Selomit entre los confiados gamos de Phoenix Park, atentas a las explicaciones que una joven de aspecto claramente hindú daba a un grupo de turistas galeses sobre los asesinatos que tuvieron lugar el 6 de mayo de 1882 en las personas del representante de la Corona Británica, Frederick Cavendish, y su ayudante, Thomas Henry Burke, acuchillados por nacionalistas irlandeses cerca de la que, desde 1938, es la Casa Presidencial de Irlanda. Casi un año dedicó la policía británica a investigar y detener a los autores del crimen, un grupo de fenianos denominados a sí mismos como Los Invencibles que, finalmente, fueron ahorcados en la antigua prisión dublinesa de Kilmainham, cerrada en 1924 y convertida hoy en día en tenebroso museo y lugar de respeto de los irlandeses por el significado que tuvo para la independencia del país; en esa misma prisión se rodaron muchas escenas de la película En el nombre del padre, sobre los Cuatro de Guildford y los Siete de Maguire.


Viernes

Por la mañana, las dos parientes visitaron la impresionante biblioteca del Trinity College antes de regresar a su hotel, donde la prima Claire, madre de Claudiu, las esperaba para recorrer dos o tres tiendas rumanas del barrio de Sheinfeld donde comprar productos de su país para la cena de esa noche, con un pequeño receso para comer en una taberna de fachada granate y aspecto muy irlandés, que resultó estar regentada por una familia lituana. En el pastel de carne que pidieron  repleto de puré de patatas y un plantío de zanahorias—  apenas encontraron dos bolitas de carne, amén de un gusto escasamente apetecible, algo que no pareció pasarle a Claire, que dio cuenta de su ración como si del mejor de los manjares se tratara, mientras Selomit y la veterinaria se excusaban en su falta de apetito para dejar sus platos tal cual se los habían servido.


 

Sábado

A la pequeña y engalanada Antonia  hija de Claudiu y Helena, nieta de la prima Claire y tataranieta de la abuela Nené y el abuelo Lájos  la bautizaron por el rito ortodoxo en una iglesia católica cerca de Swords, donde se congregaron unos setenta y ocho parientes y media docena de amigos. El convite  organizado para las siete de la tarde, pero que comenzó pasadas las ocho—  en un restaurante rumano de las inmediaciones, fue un calco del que tuvo lugar, dos años antes, en la boda del primo Claudiu celebrada en Bucarest: Tres platos sabrosos pero exiguos de la gastronomía rumana servidos, de uno en uno, cada hora y media o dos horas; baile, café y licores entre plato y plato y la tarta engalanada presentada a los asistentes cerca de las dos menos diez de la madrugada, mientras los invitados se acercaban, en fila, a los progenitores de la bautizada para entregarles dinero  en mano y a la vista—  como presente de buena voluntad.

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«Recolección»: Gorka Zarranz Fanlo

 

Dos días antes de la clausura del curso, el profesor Tarlós invitó al reducido grupo de españoles y franceses a desayunar vargabeles[*] en su apartamento a las afueras de Cluj, a unos cinco kilómetros de la extensión de colmenas Langstroth que les había mostrado la tarde anterior y entre cuyos casetones poblados con miles de abejas se paseaba, orgulloso, atrayendo sobre su cuerpo desprotegido un sinfín de antófilos que parecían saludar la familiar presencia del apicultor dejando besos de polen en antebrazos, manos, cuello y rostro, allí donde terminaba la tela de la camisa.

A Stefan Tarlós lo habían conocido semanas atrás, en el departamento de Estudios Agrícolas y Medicina Veterinaria de la Universidad de Cluj-Napoca, durante la recepción a los cursillistas extranjeros. Resultó ser un hombre educado y cultivado que lo mismo se dirigía en alemán que en inglés, francés o español con deje cubano a las veintidós personas, agrupadas por nacionalidades, recién llegadas a la ciudad universitaria. Buen conocedor de la historia de la ciudad, no dudó en oficiar de guía a quienes aceptaron el ofrecimiento, programando, además, diferentes rutas por los cercanos montes Apuseni.

El piso del profesor buscaba ser minimalista salvo por el exceso de fotografías que ocupaban, casi por completo, las paredes del salón comedor abierto a una reducida cocina americana. En casi todas aparecía el profesor Tarlós vestido de uniforme junto con otros hombres de la misma guisa; en una, un Fidel Castro, quizás cincuentón, extendía la mano hacia un treintañero Stefan Tarlós alineado junto a seis militares más; en otra, un encorbatado Ceaușescu se inclinaba, sonriente, con un papel enrollado hacia un Stefan Tarlós con ropas de civil.

¿Esto es en Angola…?”, preguntó la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio señalando una fotografía donde un barbado profesor Tarlós, joven aún, era abrazado por un hombre negro con una amplia sahariana. “No, no. En Etiopía. Ese es el presidente Mengistu. Estuve destinado allí como técnico de las tropas cubanas.” “Por eso habla usted español con acento cubano… ¿Y qué hacía Cuba en Etiopía…?” “Otra época…”, murmuró él. Y enseguida: “Tienen que prometerme que alguno de ustedes asistirá al Congreso Eurbee. ¿No se anima usted, Solange?


NOTA

[*] Torta de origen húngaro con relleno de pasta, huevos, azúcar, requesón, pasas y crema agria.

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«Melodia»: Victor Bezrukov


Pero… ¿cómo que taratatá, taratatá…? ¿Y dónde tenéis las partituras?”, se desespera Óscar, novio de Madalina y aspirante a saxofonista de la charanga. “¿Partituras…? ¿Y no te arreglas si te damos los acordes…? Mira, aquí la mayoría toca de oído”, le explica Emil, percusionista y líder de la banda conocida en el Barrio, entre bromas y veras, como Charangueta Fara, en alusión a la leyenda Fara dumnezei. Fara stapani[1]— serigrafiada en las camisetas negras que llevaron a modo de uniforme en todos los pasacalles de las fiestas de agosto de hace cuatro temporadas.

Aquella primera semana de julio de 2011 todos los miembros de la charanga se desplazaron a Rumanía invitados por una fanfarria de Iași con la que habían compartido actuación callejera el verano anterior en varias localidades monegrinas. Su segundo día en la antigua ciudad moldava coincidió con una asamblea de la Federación Anarquista Rumana cuyo final amenizaron con todo su repertorio festivo, incluida su descacharrante versión de Paquito Chocolatero, y en la que les regalaron las camisetas que, sin ellos proponérselo, terminarían por ser su seña de identidad musical en el Barrio.

Venga, Óscar, que nos conoces y nos llevas escuchando la tira… Tú te haces las notaciones que mejor te parezcan y nos sigues. Que no se trata de dar un concierto sino de pasarlo bien, hombre”, insiste Emil.

Al frontón —donde la charanga improvisa sus ensayos algún sábado por la tarde, cuando el buen tiempo y el concurso de sus nueve miembros lo hacen factible— acuden, como si de una verbena se tratara, tres o cuatro abuelas marchosas, los ociosos de costumbre, un par de madres entusiastas, algunas amigas y amigos de los músicos y parte de la chiquillería autóctona, que escuchan, bailan, opinan, cantan y sugieren hasta que los sones de la Fara se apagan; entonces, como si del final de una gran gala se tratara, aplauden complacidos.



NOTA

[1] En Rum., Sin dioses. Sin amo.

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