—Martín, que te hago una foto.
—Las que tú quieras.
Asistíamos ambos, con un puñado de familiares y gentes anarquistas y republicanas, a la inhumación definitiva en el cementerio de Huesca de Constantino Campo, asesinado en 1937. Te miré y, por primera vez, fui consciente de tu fragilidad, de la vejez sustentada en ese bastón rojinegro que no te abandonaba en los últimos tiempos. Te abracé, sonreíste y navegaron por ese instante de ternura las imágenes de las calles recorridas, de los gritos y cánticos corales reunidos a la vera de la Fuente de las Musas, entre pancartas, en esa misma plaza donde las miradas aún chispeantes de nuestra juventud oteaban tu presencia y la de Mariano Viñuales, el viejo luchador comunista. Nos apelotonábamos alrededor vuestro. Abrazos. Saludos. Admiración. Había cierta emoción en vuestros ojos, que tantos desgarros habían presenciado en el pasado, y brillaban en esos momentos con el conmovedor orgullo de quienes, ante el presente luminoso, dan por bien empleados los años oscuros de lucha. Nos parecíais, entonces, inmortales; dos adorables abuelos guerrilleros antifascistas cuyos corazones seguían bombeando la férrea voluntad de cambiar el mundo. Cuando los latidos de Mariano se detuvieron, tú seguiste fiel, revestido de elegante ancianidad, a aquella plaza, a las manifestaciones, a la reivindicación de justicia social, mientras nosotros íbamos dejando atrás los años mozos pisando, a tu lado, las calles con la madurada firmeza de las convicciones arraigadas, mirándonos en el espejo de las tuyas y arropándote en aquellas interminables jornadas en el cementerio de Las Mártires, desenterrando los huesos agujereados de los desaparecidos, pero nunca olvidados, entre los que tú soñabas encontrar a tus hermanos, José y Román.
Hoy, Martín Arnal Mur, compañero libertario, hubiera cumplido cien años, pero su corazón se quebró el 21 de octubre dejándonos huérfanos de su presencia y herederos de un legado imperecedero para compartir y transmitir.