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Posts Tagged ‘aves’

«En el azud»: Archivo personal


Planean sobre las aguas enturbiadas del azud tres azulones nativos; los dos machos persiguen, en batiente cortejo, a la hembra de plumaje moteado, que grazna en tonos graves y ásperos revolviéndose, altanera, contra los pretendientes volanderos que la compelen, con sus apremiantes ¡quek-ek-ek!, para el apareamiento. Ella los rechaza y amonesta; apresura su vuelo y desciende hasta desaparecer tras los carrizos que crecen a uno y otro lado del aliviadero. Los repudiados galanes revolotean confundidos unos minutos, desisten y amaran en el azud, inmutables ante los gritos amenazantes de Ludivina y Moisés, los cisnes negros soberanos del agua embalsada y sus orillas.

Se apacigua el azud y regresan, solapados, los sonidos habituales que el aire frío lleva y trae a los tímpanos del observador yacente. Vigilan los cisnes, silenciosos y quietos, la travesía náutica de sus adversarios y arrecia el cierzo bamboleando las hojas del libro que reposa sobre la esterilla desde la que el visitante, ladeado, deja vagar su mirada para después retomar la lectura y sumirse, entre las páginas de Lágrimas en los tejados, en las crudas vivencias del abuelo Antón, asediado por el Alzheimer, con las bombas de Bielsa atronando y devastando, a pedazos atemporales, el escondrijo de sus recuerdos.

En la floresta que ribetea las aguas ondulantes murmuran, agitadas, hojuelas y brácteas que, desprendidas, revolotean, caen al suelo y se deslizan bailoteando en anárquica coreografía. Marchan los azulones, se relajan los cisnes y recoge el lector la novela de Sandra Araguás y la esterilla para emprender el regreso allá donde el adobe y el hormigón se confabulan.

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«Ludivina en el azud»: Archivo personal


Al final del declive que desciende desde la antigua represa en desuso, donde los chopos blancos se inclinan hacia las varas invernales de los cornejos, tintadas de amarillo y verde, se levanta —camuflada entre arbustos desnudos, con su tejadillo agrisado y sus paredes ocres— la Casita de los Patos, convertida, desde hace cinco años, en morada de Moisés y Ludivina, la pareja de cisnes negros de Casa Urraca que se desplazan, entre siseos y ufanos gruñidos, por las frías aguas del azud compartidas en verano, no sin recelo, con las dos o tres bañistas que se sumergen, desnudas y al alba, en el oculto remanso.

La primitiva Casita de los Patos partió de un proyecto escolar dirigido por la señorita Valvanera hará unos treinta años; se construyó en la escuela del Barrio, con madera de conglomerado y tejado de pizarra —como una cabaña a escala— y el montaje final en la que sería su ubicación costó un esfuerzo físico considerable, por las dificultades de acceso, y un tobillo roto a la maestra, que perdió pie al inicio del talud. Durante varios años las tareas de mantenimiento de la Casita fueron llevadas a cabo, voluntariamente, por quienes participaron en su construcción hasta que, a raíz de instalarse Moisés y Ludivina en el azud, la dueña de las aves empezó a ocuparse, también, del pequeño refugio anexo.

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«Fosqueta»: Archivo personal


Los últimos nueve kilómetros, de los veintisiete que separan el Barrio de la pardina Foncillas, transcurren por un camino forestal desnivelado, pedregoso y bordeado de pinos cuyas raíces asoman, como recias serpientes, por entre el piso desigual que el sacudido vehículo recorre entre curvadas pendientes que alternan interminables ascensos y repentinos descensos, en una difícil ruta que termina bruscamente en la misma pardina, donde piedras, raíces y baches desaparecen dejando que las torturadas ruedas del coche se deslicen por una alfombra herbosa hasta llegar a la pavimentada entrada de la Fosqueta.


¿Y dices que le han dado un repaso al tejado?
No, no. Lo que digo es que lo averiguaremos cuando llueva.
Pues mejor que llueva poco, porque si tenemos que volver por esa pista y encima embarrada…
No seas agorero.


La Fosqueta fue, antaño, paridera y refugio de pastores, hasta que los Foncillas, al convertir el prado en tierra de pastos para su yeguada de monte, la acondicionaron para poder vivir en ella durante los desplazamientos estacionales del ganado. A la sala principal —la única que formó parte de la antigua edificación, con su enorme cocina de leña de hierro fundido— se le añadieron dos anexos; uno, en forma de pasillo, con dos literas de tres plazas cada una y otro, minúsculo, ejerciendo de retrete con ducha.


(…)

Pese a las escasas brasas en el compartimento de combustión, expande la vieja cocina un calorcillo a ratos incómodo que obliga a los cinco ocupantes de la fosqueta a mantener de par en par puerta y ventanas mientras rueda la segunda tanda de cafés y van disminuyendo las tentadoras porciones del empanadico de calabaza que Étienne ha troceado pese a las quejas de la veterinaria: “No lo cortes todo, que no vamos a poder con él”.


La ratonera sigue ahí”, advierte la pequeña Jenabou, dejando los prismáticos sobre la mesa y señalando hacia el poste que se entrevé, a lo lejos, desde la ventana frontal, y donde un águila ratonera lleva cerca de cinco horas posada, muy quieta. “¿Podremos ir después al encinar a ver si está el torcecuello de esta mañana?”, pregunta la niña.


(…)

Agoniza el día, herido por las sombras, dejando un rastro grana en los bordes romos de los montes y avanza la oscuridad por el prado hasta que los ojos apenas son capaces de distinguir las borrosas siluetas de los árboles cercanos —allí donde arenga el arrendajo— que inclinan sus copas sobre la cortada que desemboca en el río.


Bajo la cabeza de la pequeña Jenabou, dormida sobre las piernas de Iliane, asoma una gastada esquina de Los rituales del caos, de Carlos Monsiváis, que la veterinaria no se atreve a recuperar para no romper el plácido reposo de las miembros más jóvenes del grupo.

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«Traveller Migrations»: Alfonso


Mientras el cierzo hostigaba al automóvil entre bamboleantes movimientos, se acercaron ellas, en vuelo bajo, al castillo de Montearagón. Venían del sur; quizás, de las inmediaciones del embalse de Valdabra. Tal vez llegasen al centenar, en formación desigual y griterío sostenido. Bajas. Muy bajas; tanto, que casi se advertía el desacompasado palpitar de sus pechos grisáceos lacerados por las embestidas del cierzo que, embravecido y despiadado, desplegaba su invisible furia desde los nubarrones inflamados de agua a las ancianas y sufridas carrascas que montan guardia permanente en la cuneta.

Todavía no habían sobrevolado las aves de cabecera la torre albarrana de la fortificación, cuando se produjeron, entre caóticos batires de alas, las primeras deserciones en el cada vez más precario orden de la miríada. Los grúidos que conformaban la rezaga viraron bruscamente hacia el este, trazaron un perfecto semicírculo y recularon al sur; el resto de las grullas se dispersó en vuelo errático, ora al oeste ora al este, hasta que, cuando las volátiles iniciadoras de la desbandada ya se perdían a lo lejos de regreso al humedal, el grupo rezagado se recompuso y siguió la misma ruta de sus compañeras.




…daba mandobles el cierzo a la mañana.

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Gyps fulvus

«Buitre en una acera oscense» (detalle): S.E.


Dicen que, tras desesperados vuelos rotatorios, se dejó caer, exhausto, sobre el asfalto, con la envergadura desplegada y el pico abierto en muda llamada de agonía.

Dicen que, tal vez vez enfermo o deshidratado, rehízo su apostura ante las humanas miradas expectantes y encaró, erguido e indiferente, los flashes, bocinas y palabras de aquel entorno ajeno a sus instintos.

Dicen que, aturdido, contemplaba el infinito reflejado en el ladrillo rojizo de las casas mientras manos atrevidas le acariciaban el plumaje bajo el que palpitaba el miedo.

Dicen que no se resistió a ser izado, transportado, anillado y enjaulado. Y sólo cuando, días después, otras manos generosas lo depositaron en el otero, fijó el buitre leonado sus pupilas en las presencias que lo acompañaban y, lentamente, se distanció del suelo.

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