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Posts Tagged ‘naturaleza’

«Río Sadar»: Archivo personal

 

Vagar por el adorable bosquete por el que discurre, manso, el humilde río Sadar es una apreciable regalía para los sentidos. Los pies retozan sobre la hierba enmoquetada de otoño y los chasquidos de las hojas holladas reverberan en los troncos de los abetos, los sauces, los tilos, los álamos boleanas, los ciruelos rojos, los chopos lombardos, los mostajos, los arces, los plátanos, los ginkgos bilobas, las píceas, las secuoyas, los robles, los olmos, para regresar a los tímpanos humanos en forma de bisbiseos que el paseante imagina como retazos de las conversaciones privadas que mantienen las plantas leñosas elevadas en una lengua secreta que solo los herrerillos, cernícalos, agateadores, mochuelos, cornejas, carboneros, petirrojos y otras aves que se asientan en sus ramas, son capaces de comprender.

Quizás —se dice el andarín— fuera una lavandera cascadeña la primera en advertir la tropelía perpetrada este verano, alertando de inmediato a los habitantes de la floresta:
—¡Están matando a nuestros caseros! ¡Los humanos están derribando nuestros árboles!

Cuando a los trinos horrorizados de la lavandera —o de una abubilla o de un gorrión común— se unieron las voces indignadas de los paseantes habituales de la arboleda, cuyo terreno pertenece al campus de la Universidad de Navarra —la del Opus Dei—, ya habían sido talados más de un centenar de árboles y otros ciento setenta y cuatro se hallaban en capilla.

El vocerío no tardó en llegar al Ayuntamiento de Pamplona, que envió a la Policía Municipal a paralizar el apeo y a los responsables medioambientales a investigar las posibles irregularidades cometidas por la Universidad opusdeísta, que carecía de la preceptiva licencia municipal para ejecutar dicha acción.

En su descargo, alegó la Universidad que todos los árboles derribados estaban enfermos —¿TODOS? ¿Los ciento veinticuatro?—, presentando «podredumbre y variación del color, que indican colonización por hongos y bacterias», suponiendo, muchos de ellos, un peligro para los viandantes por la posibilidad de desmoronarse. Definió la deforestación realizada como «consecuencia de un malentendido», a raíz de un informe del área de Jardines del Ayuntamiento de Pamplona, fechado en enero de 2025, en el que aconsejaba la tala de los árboles de la ciudad, por motivos de seguridad, cuando estos presentaran «pérdidas súbitas de estabilidad».

Y así —mientras unos acusan y amenazan con sanciones y otros se justifican; mientras nacen y crecen los artículos periodísticos a favor de unos o de otros, con la afinidad política como principal argumento; mientras los técnicos medioambientales del Ayuntamiento evalúan la salud de los chopos lombardos y álamos boleanas a los que, por el momento, se ha conmutado la pena capital—, el paseante, apeado del arrobo otoñal, contempla el vacío dejado por los ejemplares ajusticiados y piensa en el desconcierto de sus pequeños pobladores, testigos del desastre y obligados a acogerse a la solidaridad de los ocupantes de los demás árboles.

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«Perspectiva desde el mirador»: Archivo personal

 

En el Reino de los Mallos la Naturaleza todavía no se ha engalanado con la indumentaria de entretiempo y hasta el Sol parece remiso a mermar la fortaleza de sus rayos, que se abaten, con ínfulas veraniegas, sobre los andarines detenidos en la primera zona de sombra que han encontrado circunvalando los Mallos de Riglos. “Hala, y venga verde y más verde… Se nos han chafado las fotos otoñales. No he visto ni una seta, solo esos pedos de lobo que salen en cualquier parte”, se queja Jenabou. “Pues ríete tú de los pedos de lobo, niña, pero que sepas que, durante siglos, fueron un preciado regalo de la naturaleza. Las esporas tienen propiedades cicatrizantes y antisépticas”. “¿Las usaban las brujas?”. “¿Qué brujas ni qué gaitas? Las usaba cualquiera que conociera sus beneficios medicinales”.

 

Dan cuenta de las castañas que les preparó Mariliena en la freidora de aire, antes de salir. “Os pongo poquetas para que no os fartéis, no vaya a ser que luego no me comáis lo que tengo intención de preparar”, les advirtió.

 

Entre las moles de tonalidades ferruginosas de los mallos —de los que Sender decía que eran «los centinelas de las huestes del Diablo»— se entrevé el Gállego como una serpentina cerúlea que marcha hacia la llanura, hacia el Ebro, sabiéndose amado y defendido por quienes viven y se asoman a sus orillas para reseguir con la mirada los caireles de espuma de sus aguas bravas. Porque es su río; el río del Reino; su río, que nace gabacho para aragonizarse nada más cruzar el Portalet;  su río, el romanizado Gallicus a quienes sus gentes denominan Galligo, aunque ese nombre no tenga cabida en los mapas hidrográficos peninsulares.

 

La brisa sabatina que oxigena sus pulmones les sabe a torroco deshidratado, a virutas de madera, a panizo, a nuez moscada, a migas humedecidas, a ternasco asado y a minglana con azúcar, mientras salvan la distancia que separa la cancela de la torre donde aguarda Mariliena.

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«La vaca refitolera«: Archivo personal

 

Para Olmo —el sobrino nieto oscense de María Blanca, la vecina— todos los animales son bichos. Pero pronuncia con tal efusividad la palabra que, si la escuchara y comprendiera el más tiquismiquis de los animales voluminosos que pueblan la sierra, se sentiría halagado. Además de a los animales, Olmo, que tiene cinco años, adora los puzles, a los futbolistas del Huesca y a Jenabou —la hija quinceañera de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio—, que ejerce de niñera a ratos y le narra divertidas historias de bichos parlanchines además de llevarlo y traerlo por todos los corrales, establos y vericuetos del pueblo donde gallinas, patos, ocas, cisnes, yeguas, burros, vacas, ovejas, cabras, cerdos, perros, gatos… han acabado formando parte del zoo pinturero que el pequeño ha atesorado en su creativa imaginación.


Hace dos domingos, María Blanca y Olmo pasaron temprano por la casa de la veterinaria a llevarles un plato con papanași [FOTO] que había hecho Anca, la joven rumana que trabaja en la Casa de Turismo Rural. En ese momento llamó Carmelo, el pastor, al móvil de la veterinaria para pedir ayuda porque dos de las ovejas se habían caído desde el puntón cercano a los pastos y yacían —no sabía si heridas pero, en cualquier caso, estaban vivas— en un repecho, a unos cinco o seis metros por debajo de la cima. La veterinaria y Étienne se aprovisionaron de cuerdas, avisaron al forestal para que les echara una mano y, en el vehículo del último y con Jenabou y Olmo dispuestos a no perderse nada, partieron por la pista de tierra que atraviesa el sotobosque. Fue el pequeño quien, recién iniciada la pendiente cercana al meandro del río, avistó a la rabosa a través de la ventanilla [FOTO], pese a la distancia entre el animal y el vehículo. Por fortuna, el bicho desapareció como por ensalmo y se pudo contener a Olmo, que, entre hipidos, quería bajar del coche para ver a la zorra de cerca. “No podemos parar aquí, Olmo, cariño. A las rabosas no les gusta que las molesten, y, además… ¿no ves que se ha marchado…?”, le decía Jenabou. “Joder con el crío de los cojones… ¿Para qué lo habéis traido?”, refunfuñaba el forestal.

El último tramo hasta el puntón lo hicieron caminando, con Olmo subido a la espalda de Etienne. Carmelo aguardaba en la cima. ”Una se ha despeñau”, anunció lacónico, ”pero la otra aguanta en el repalmar”. Fue la veterinaria la que descendió y sujetó con cinchas a la oveja superviviente, que no tardó en ser izada, con mucho cuidado, por los otros tres. El bicho rescatado resultó no tener sino pequeñas erosiones en las patas y se incorporó al rebaño comunal como si jamás hubiera estado a punto de descalabrarse. A Olmo, ignorante de la muerte de una de las ovejas, lo entretuvo Jenabou con Bretona [FOTO], uno de los ejemplares de la yeguada de monte que comparten pastos con el rebaño ovino del pueblo y la vacada de Casa Ginés. La yegua reconoció el silbido de la adolescente —que ha estado montándola durante el verano, ayudando a los guías que realizan recorridos turísticos a caballo— y acudió junto a su amazona deleitando al pequeño Olmo con sus cabeceos y chillidos semejantes a la risa.

A la oveja muerta la dejáis para los pobres buitres. No la saquéis de ahí”, pidió Carmelo antes de que se marcharan, dirigiéndose, sobre todo, al forestal. “Ya se verá”, respondió este. Cuando salvaron el desnivel para dirigirse al vehículo, aparcado donde se interrumpe la pista, aún tuvo Olmo otro encuentro con uno de sus queridos bichos: Una de las reses de la vacada de Casa Ginés se plantó delante de los rescatadores, como si quisiera cumplimentarlos. Y así se mantuvo, inmóvil, con los ojos fijos en el grupo, mientras el vehículo avanzaba pista abajo. Casi habían llegado al pueblo y todavía continuaba Olmo, girado hacia la luna trasera del vehículo, con el adiós en la mano.

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«Ibones de Pondiellos desde la cima del Garmo Negro»: Archivo personal

 

Con los primeros destellos del alba, aparcan los vehículos en el Balneario de Panticosa y se encaminan al acceso que, si se cumple lo planeado, después de tres horas y media y 3.068 metros de ascensión, culminará en la cúspide del Garmo Negro. Son siete; Jenabou, de quince años, la más joven; Chorche, con sesenta y dos, el más veterano.

 

Jürgen, rebautizado como Chorche en los pueblos de la sierra de Guara, llegó a Alquézar, mochila a la espalda, recién cumplidos los veinte años, desde la parte danesa de Hamburgo, su ciudad natal. Era entonces un muchacho alto y flaco, con cabellera rubia y ojos grises que la luz convertía en acerados. Venía, dijo en un castellano rudimentario, a pasar quince días de vacaciones y… allí sigue cuarenta y dos años después. Comenzó ayudando a los guías de montaña y, en pocos años, se transformó, a su vez, en uno de los expertos más reputados de la sierra. Y en Alquézar, Guara y los Pirineos echó sus raíces perdiendo casi por completo su acento alemán y asimilando el deje aragonés.

 

Los pies ribetean las horas y los jadeos son los únicos que rompen el silencio. A tramos, brazos y piernas aúnan esfuerzos y el frío inicial se convierte en sudor. Agobian las sudaderas y cortavientos y se adhieren a la piel los calcetines mojados dentro de las botas. Queda atrás, muy abajo, el bosque que atravesaron con trotes briosos y solo las rocas, pardas y agrisadas, y algunos neveros diseminados acompañan la cada vez más empinada ruta con 1.400 metros de desnivel. Los pulmones demandan una sobredosis de oxígeno y la marcha se ralentiza, pero la testarudez se impone al cansancio y, cuando Chorche acelera el ritmo, el resto lo imita. ¡No más de veinte minutos para hacer cumbre!, grita, sin el menor síntoma de cansancio, desde una cornisa en la que él y Jenabou se han repantigado aguardando al grupo. Los cuerpos, se diría que alados, reaccionan y se impulsan ahítos de adrenalina. Nadie mira atrás. Trepan con la vista al frente y las fuerzas renacidas. Y una sonrisa se dibuja en la faz sudorosa de la veterinaria que se ocupa de la a salud de los gatos del Barrio cuando, veinticinco minutos después, escucha, a escasos metros por encima de ella, los gritos de Jenabou: ¡Te he vencido, Garmo!. Luego, cuando los siete se congregan en la cima del Garmo Negro, el éxtasis: A unos metros, las aguas en azul turquí de los ibones de Pondielllos, rodeados de los gigantescos tresmiles; abajo, el valle de Tena, espléndido, edénico, cautivador.

 

Pasadas las tres y media de la tarde, ya en Sallent de Gallego, donde la señora María Luisa les aguardaba con una apetitosa cazuelada de revuelto de morcilla [FOTO], Jenabou comentó, emocionada y con la arrogancia que da la adolescencia, que el Garmo Negro solo era el primero de los muchos tresmiles que pensaba ascender antes de dedicarse a los ochomiles. Este tresmil era el menos complicado, Jen —señaló Chorche—. No creas que los siguientes te darán facilidades. Te los tendrás que sudar como no imaginas. ¿Los ochomiles…? Mejor no poner el techo muy alto y empezar por los montes que tienes más a mano, ¿no te parece?.

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«El senderista»: Archivo personal


En el somonte de la reverdecida estampa montuosa de la sierra de Leyre, se agolpan las aguas del embalse de Yesa, a las que mira —desde la balconada pétrea donde fue erigido— el milenario monasterio. Danzan los pies viajeros por los senderos de tierra reblandecida y tatuada de surcos en los que el persistente sirimiri deposita con paciencia los alfileres acuosos a los que el Sol, aún no batido, hace destellar como si de caprichosas vetas de plata se tratara.

El aire dulcemente húmedo trae aromas a tomillo y espliego que se expanden entre abetos, encinas, avellanos y arces montejos, protectores de las pequeñas colonias de orgullosos agaricales [FOTO] que brotan aquí y allá, arropados por un mantillo de hojarasca que recibe, esponjoso, la firme acometida de las pisadas humanas.

Ascienden los senderistas por la pendiente herbácea, bajo la vigilancia de un águila culebrera, tal vez desplazada desde su hábitat en las espectaculares foces serranas en las que las rapaces mantienen su cuartel general; a medio camino, le toman el relevo una pareja de águilas calzadas que desaparecen tras el farallón de dolomitas y calizas entre las que se abre el Paso del Oso [FOTO].

Se aposentan los andarines frente a la abertura natural que enmarca las tierras del valle del río Aragón, en el viejo y pequeño condado que el gran monarca navarro Sancho III el Mayor dejó en herencia a su hijo Ramiro y del que este fue rey —el primer rey de Aragón—. Y allí, en el Paso del Oso, donde Aragón y Navarra se abrazan, parece detenerse el tiempo para los caminantes, que aspiran y otean, almuerzan, callan, reposan y olvidan la hora como si, en su fuero interno, pretendieran emular a Virila, el santo abad medieval del monasterio de Leyre que, un día, salió a pasear por las inmediaciones del cenobio y, abstraído en sus reflexiones y en el canto de un esforzado ruiseñor, cuando regresó al monasterio habían transcurrido trescientos años.

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«Minervas en el panical»: Archivo personal


A poca distancia del bosquecillo de coníferas, al socaire del peñasco de la margen izquierda que, enfrentado a su homónimo de la orilla derecha, forma la garganta que encajona el cauce del río, crecen los cardos panicales, tan ordenadamente distribuidos que bien parecen sembrados por manos hortelanas. Aseguran los viejos que merced a esas plantas perennes se dio nombre a las escurridizas paniquesas que, acometidas por las víboras, buscaban en la savia del azulado y enhiesto vegetal remedio para las mortales mordeduras. Y si esa prodigiosa simbiosis de listeza animal y empatía herbácea resulta extraordinaria, no lo es menos la supervivencia de una menguada colonia de mariposas minervas refugiadas en esa franja de terreno resguardado que compone una impresionante terraza con vistas al río. Animosas ellas bajo los débiles rayos de un Sol que las alienta y confunde, resisten los alfilerazos fríos del otoño recién venido, ajenas a que su sobrepasado ciclo vital está llegando a su fin. Extasiado, las observo coquetear con las brácteas de los cardos y, en un impulso cándido, acerco, necio de mi, la mano ansiando que me rocen los dedos y cosquilleen mis yemas… Mas, apenas iniciado el avance, me detiene una punción leve, como si el panical, consciente del efímero revoloteo de sus anaranjadas rondadoras, quisiera transmitirme con la superficial estocada su tajante apercibimiento: «¡Déjalas tranquilas, humano!».

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«O Campanal. Valle de Tena (Huesca)»: Archivo personal


A las siete y veinte de la mañana dominical, con docena y media de gotitas de lluvia cumplimentándoles la piel recién duchada, se internan en el Betato (palabra aragonesa que en castellano se traduce como vedado, prohibido), el bosque encantado que Agustín del Correo pobló de criaturas fantásticas en aquellas narraciones infantiles desbordantes de magia pirenaica que les relataba y en las que hayas, abedules y pinos custodiaban los secretos de las brujas del valle de Tena, exorcizadas algunas pero nunca vencidas las que portaban, en sus silencios, la sabiduría ancestral.

Cuando, a petición de la veterinaria, se detiene el grupo bajo la tupida cúpula del ramaje que forman las inmensas hayas del bosque, todavía son capaces de recrear en sus oídos los imposibles bisbiseos de las hechiceras en sus conciliábulos secretos o los golpes sobre los tamboriles que precedían a los aquelarres y que tan bien remedan los torcecuellos   —los peculiares repicapuercos, como se nombran estos pájaros en aragonés—  tableteando con los picos sobre los troncos de los árboles, siguiendo el rastro de las incautas hormigas.

Camino del ibón, aún vuelve la cabeza María Petra, como si esperara ver a las bruxas que habitaron el hayedo del Betato de los cuentos de Agustín lanzándoles adioses cálidos y conjurando bienandanzas que sobrevuelan la cara nororiental de la sierra de la Partacua y envuelven a los senderistas hasta rozarles los rastros de la niñez ocultos en la memoria.


Está documentado que, en el siglo XVII, fue encausado por brujería, junto a dos cómplices, un hidalgo del valle, Pedro de Arruebo, hombre rico e instruido, que fue condenado a galeras (de las que logró huir) por haber endemoniado a 1600 personas, en su mayoría mujeres, que tras ser seducidas, mostraban «síntomas de posesión demoníaca» (dolores generalizados, mareos, convulsiones, pérdida de apetito y memoria, cánticos en lengua desconocida…). Un sindiós. Realizado un exorcismo en la iglesia de Tramacastilla de Tena, doscientas de esas mujeres se elevaron, en alucinante danza giratoria, hasta rozar la bóveda del templo, aterrorizando incluso al mismo exorcista y obligando al rey Felipe IV a tomar cartas en el asunto y a enviar con urgencia al Inquisidor General del Reino, que murió, al poco de llegar al valle de Tena, de resultas, se dice, de un maleficio.


Retiradas nubes y lluvia, refulge el Sol por la abertura del arco geotectónico de O Campanal, la caprichosa formación natural enclavada a 1860 metros de altitud, esculpida por el agua y el viento tras miles de años de erosión de la roca caliza y que el grupo deja atrás para descender hasta una pequeña hoya y remontar un nuevo desnivel que los acerca a uno de los tesoros de la Partacua, a los pies de los 2744 metros de imponentes paredes verticales de la peña Telera: el ibón de Piedrafita [FOTO], el más accesible de los cincuenta lagos glaciares del valle, destacando entre los canchales que salpican el suelo, y en cuyas aguas transparentes y gélidas, incluso en verano, moraban antaño las ondinas, entre las que destacaba  —Agustín del Correo, dixit—  la Mariaugüetas, bondadosa y sociable, que se disfrazaba de pastora para entablar conversación con quienes cuidaban los rebaños de ovejas y vacas que pastaban cerca del remanso y protegía, aseguraba el recordado cuentacuentos, a “todos los seres de corazón limpio que se acercaban al ibón”.

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«As crabetas/Las cabritas»: Archivo personal


I

Aun antes de culminar por segunda vez el repecho que asciende desde el río a la trocha, entrevió la sombra de las rapaces necrófagas en el farallón, planeando, en vuelo silencioso, sobre la angostura pedregosa del cauce fluvial, atraídas por el cadáver, todavía caliente, del desgraciado muflón recién despeñado. Minutos antes, lo había visto precipitarse del remate del peñasco vertical, entre una lluvia de rocas de distintos tamaños que golpearon con estrépito el suelo de la hondonada y quedaron como ofrendas al animal quebrado. Él, que acababa de llegar jadeante al antepecho que se abría al barranco, volvió a descender raudo, arrastrando culo y piernas por los guijarros y matorrales de la pendiente, suplicando a la Madre Naturaleza que el muflón careciera de cualquier atisbo de vida para no verse en la obligación de rematarlo. Sintió en sus manos la tibieza de aquel cuerpo roto bajo los mechones lanosos; le acarició el hocico y pasó los dedos por la cornamenta desencajada y, cuando se separó del animal muerto, vio la sangre que le empapaba los vaqueros en la parte de las rodillas.


II

Apoyado en el pretil, con los restos del muflón visibles veinte o treinta metros por debajo, contempló los círculos señalizadores de los cuatro buitres leonados con sus dos metros de alas tensadas, elegantes y pacientes bajo el Sol que metalizaba sus cuerpos y engrandecía sus siluetas reflejadas en el roquedo. Cerró los ojos a la luminosidad que, a ratos, los cegaba y, al abrirlos de nuevo, las vio: Tres cabras asilvestradas lo observaban desde la cornisa del escarpe enfrentado. Quietas, curiosas, atentas. Tal vez testigos de la mortal caída y de las caricias humanas junto al lecho del río. Escasamente tuvo tiempo de retener la imagen en el móvil, con el Sol distorsionando la panorámica, antes de desaparecer las cimarronas por el lado oculto de la escarpadura.



NOTA

Entalto es un vocablo aragonés que significa hacia arriba, en lo alto.

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«Donde la nieve II»: Archivo personal


Se deslizan despacio, pendientes de Madalina Cristea, más entusiasmada que habilidosa en su segunda jornada de esquí. “¡Mete el culo, que si no cargas todo el peso en las espinillas!”, le grita la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. El último descenso lo hacen, acalorados, con los anoraks  atados a la cintura, bajo un Sol que, despiadado, va dejando a la vista las placas de hielo y algunas rocas desnudas cubiertas por la nieve horas antes.


Muy cerca de estos sinuosos pastizales blanqueados de las tierras jaquesas, donde todavía el invierno muestra cierto rigor de antaño, nace el rio Aragón, que dio nombre al Biello [1] Reyno y a la posterior Corona y del que sigue siendo deudo el territorio que abarca, de norte a sur,  desde Ansó (Huesca) a Abejuela (Teruel). Aquí, en el valle de Astún, entre los imponentes omes grandizos [2]  petrificados que forman el ficticio mausoleo de Pyrene, la desgraciada princesa que dio nombre a la cordillera y cuyas lágrimas originaron los espectaculares ibones pirenaicos; dos de ellos, el de Escalar y el de Truchas, mantienen vivo el caudal del río Aragón a lo largo de los 195 kilómetros que recorre hasta rendir sus aguas al Ebro.


A las tres de la tarde, después de casi seis horas en un no parar, regresan al aparcamiento anexo a la estación. Sudorosos, fatigados y apetentes, los generosos bocadillos de tortilla de patata que les preparó Olarieta antes de partir les saben como el más exquisito de los manjares.






NOTAS

[1] En aragonés, viejo.
[2] Id, gigantes.

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«Colores»: Archivo personal


Recién amanecido, se internan por el hayedo. Lola Haas, que se halla de visita desde el jueves, como invitada de la señorita Valvanera, la vieja maestra, se lamenta del frío matutino y la humedad de sus pies enfundados en unas zapatillas de loneta. “Mira que le dije que ese calzero no era adecuado para subir al monte…”, le susurra la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio a María Petra.

Atraviesan el campo de almendros ya vareados que abarca desde el desnivel de la pardina de arriba hasta los límites de las vides del saso y suben, por un repecho resbaladizo, hasta el mirador donde la sierra, todavía veteada de verano, alza sus crestas a la neblina horadada por los rayos solares. “No creo que me acostumbrara a la vida rural. Estos parajes están bien para hacer senderismo, como los de Bujaruelo y Ordesa, pero vivir aquí todo el año como vosotras…”, reflexiona en voz alta Lola, sentada sobre un solitario pedrusco cuarteado y a prudente distancia de la pendiente yerma del barranco. “Mujer, que nosotras no vivimos en el monte sino en el pueblo”.


La tarde del sábado María Petra y la veterinaria llevaron a Lola a la nave del señor Juan a escoscar medio saco de almendras, recogidas esa misma mañana, que el hombre había reservado para las garrapiñadas de la señorita Valvanera. Con buena disposición al principio, la francesa no tardó en cansarse de separar, a navaja, las pieles secas amarronadas que envolvían las almendras; otro tanto sucedió cuando, siguiendo el rudimentario proceso de toda la vida, hubo de quebrar con una piedra la cáscara exterior para acceder a la semilla comestible. “Esto mismo hacían los que vivían en esas cuevas prehistóricas de más arriba”, ironizó después de haber partido no más de media docena de almendras, convertir la mayoría de las semillas en migajas y lastimarse dos dedos.


Regresan al Barrio por la senda viciada cubierta de diminutos guijarros que bordea el barranco. “Este sendero es más practicable que el otro”, dice Lola. María Petra y la veterinaria se miran y sonríen. Ninguna de ellas le explica que, a menos de cien metros, ese camino accesible termina abruptamente en una leve cortada con cinco anclajes metálicos, a modo de escalones, que han de salvarse para retomar el camino hasta el pueblo.

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