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Posts Tagged ‘Aragón’

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«El senderista»: Archivo personal


En el somonte de la reverdecida estampa montuosa de la sierra de Leyre, se agolpan las aguas del embalse de Yesa, a las que mira —desde la balconada pétrea donde fue erigido— el milenario monasterio. Danzan los pies viajeros por los senderos de tierra reblandecida y tatuada de surcos en los que el persistente sirimiri deposita con paciencia los alfileres acuosos a los que el Sol, aún no batido, hace destellar como si de caprichosas vetas de plata se tratara.

El aire dulcemente húmedo trae aromas a tomillo y espliego que se expanden entre abetos, encinas, avellanos y arces montejos, protectores de las pequeñas colonias de orgullosos agaricales [FOTO] que brotan aquí y allá, arropados por un mantillo de hojarasca que recibe, esponjoso, la firme acometida de las pisadas humanas.

Ascienden los senderistas por la pendiente herbácea, bajo la vigilancia de un águila culebrera, tal vez desplazada desde su hábitat en las espectaculares foces serranas en las que las rapaces mantienen su cuartel general; a medio camino, le toman el relevo una pareja de águilas calzadas que desaparecen tras el farallón de dolomitas y calizas entre las que se abre el Paso del Oso [FOTO].

Se aposentan los andarines frente a la abertura natural que enmarca las tierras del valle del río Aragón, en el viejo y pequeño condado que el gran monarca navarro Sancho III el Mayor dejó en herencia a su hijo Ramiro y del que este fue rey —el primer rey de Aragón—. Y allí, en el Paso del Oso, donde Aragón y Navarra se abrazan, parece detenerse el tiempo para los caminantes, que aspiran y otean, almuerzan, callan, reposan y olvidan la hora como si, en su fuero interno, pretendieran emular a Virila, el santo abad medieval del monasterio de Leyre que, un día, salió a pasear por las inmediaciones del cenobio y, abstraído en sus reflexiones y en el canto de un esforzado ruiseñor, cuando regresó al monasterio habían transcurrido trescientos años.

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«El Ebro, besando Zaragoza, caminito de la mar»: Archivo personal


Entre la tarde del 9 y la mañana del día 10 de septiembre de 2001, fueron llegando a Bruselas, en autobuses y vehículos particulares, los manifestantes. Cuarenta y nueve días antes, José Luis Martínez, mensajero aragonés de la Marcha, había iniciado su andadura en Biscarrués (Huesca) para cubrir a pie los casi mil cuatrocientos kilómetros que separan la localidad oscense —símbolo de la lucha, por la cruzada de sus habitantes contra la construcción de un proyectado pantano que iba a anegar su futuro— de la sede de la Comisión Europea.

Bruselas recibió a los viajeros fría, gris; con rachas de lluvia heladora que saludaba a aquellas decididas gentes extranjeras que iban tomando posiciones en la Estación del Norte, punto de partida de la manifestación.


Todo había comenzado en febrero de 2000, cuando el ministro de Medio Ambiente del gobierno de José María Aznar, Jaume Matas, anunció el Plan Hidrológico Nacional y su macroproyecto estrella: el trasvase de agua del Ebro a Alicante, Almería, Barcelona, Castellón, Murcia y Valencia. La respuesta en Aragón y el delta del Ebro se tradujo en manifestaciones de protesta que se intensificaron al ser aprobado en las Cortes —con los votos de PP, Convergencia i Unió y Coalición Canaria— un proyecto que las gentes de los territorios cedentes consideraban faraónico, altamente lesivo y contrario a las recomendaciones de la Nueva Cultura del Agua. Tras su publicación en el BOE, el 5 de julio de 2001 —con entrada en vigor el 26 del mismo mes— y conocerse que se había dispuesto la detracción anual de 1.050 hm3 de agua y que el presupuesto para acometer las monumentales obras de infraestructura se elevaba a 3,6 billones de pesetas que se pretendían financiar con fondos europeos, las organizaciones antitrasvasistas, que no habían dejado de clamar contra el dislate y atropello de un PHN que tenía más de beneficioso negocio que de proyecto para paliar la escasez de agua, comprendieron que sus alegaciones sobre el impacto ambiental y socioeconómico de aquel PHN debían ser expuestas sin dilaciones ante quien, en última instancia, poseía la llave de la caja de donde saldría el dinero: la Comisión Europea, con sede en la capital belga.


A las 13 horas de ese 10 de septiembre, bajo una tromba de agua espectacular y con no más de 10° de temperatura, las personas concentradas echaron a andar por las calles de Bruselas. A esa misma hora, lo hacían también, por sus respectivas localidades, cientos de manifestantes concentrados en Zaragoza, Teruel, Huesca y las tierras del delta del Ebro. Diferentes lugares; igual causa. Entre 12.000 y 14.000 personas llenaron Bruselas de música, cánticos, banderas, pancartas, lemas y colorido, mientras arreciaba la lluvia y los pocos bruselenses —resguardados bajo paraguas y chubasqueros— que circulaban por las calles miraban con pasmo a los manifestantes, calados pero resueltos, que en alegre alboroto iban salvando los tres kilómetros que separaban la Estación del Norte de la del Mediodía, final de la Marcha. Como diría después Manel Tomás, de la Plataforma en Defensa del Ebro: En la Comisión Europea, a los antitrasvasistas no nos conocían, así que la Marcha Azul fue nuestra carta de presentación.



EPÍLOGO

Las protestas y manifestaciones masivas contra el trasvase del Ebro en Zaragoza, Madrid, Barcelona, Palma de Mallorca, Valencia y otras localidades continuaron a lo largo de todo el mandato de Aznar, cuyo ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, llegó a afirmar en Murcia que «el trasvase se hará por cojones». En 2005, el gobierno de Rodríguez Zapatero derogó los artículos del PHN referidos al trasvase del Ebro.

El Estatuto de Autonomía de Aragón en su reforma de 2014 señala que no se podrán realizar disposiciones sobre las aguas del Ebro sin la conformidad del gobierno aragonés y que, en cualquier caso, la Comunidad Autónoma de Aragón garantizará 6.550 hm3 para uso exclusivo de las personas residentes en la Comunidad.

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«Jesús sin hogar, escultura en bronce de Timothy Schmalz»: Archivo personal


«Yo nací en Alfamén, un pueblito o caserío de la provincia de Zaragoza, como a veinte kilómetros del pueblo donde había nacido Domingo Laín. También soy de familia de campesinos pobres, y también desde niño fui educado como en una actitud normal muy sana en aquellos pueblos, con una religiosidad popular muy fuerte, y con las mismas cualidades fundamentales de honradez, solidaridad humana y cristiana, pues eso los padres de uno lo inculcan mucho y desde sus primeros días de vida. Esa es la norma general en aquellas regiones españolas. A los once años yo me fui para el seminario de Zaragoza. Primero estuve en un pueblito que se llama Alcorisa, donde estaba el seminario menor, después pasé al seminario mayor.
[…]
Estuve sin saber de mi familia durante nueve años. Cuando ya supe de mi familia, ya habían muerto mi padre y mi madre. Hacia ya varios años. Ellos tampoco volvieron a saber nunca de mí. Lo mas duro que me dio fue una vez que se habló de mi supuesta muerte, con mucha certeza, yo no podía comunicarme con mi mamá, pero yo sí la oía hablar a ella por radio. Le hacían una entrevista en donde ella decía que me estaban haciendo misas por mi eterno descanso. Que ella estaba segura de que yo era un hombre muy bueno, aunque decían que yo había muerto por malo. Y que ella oraba mucho para que, ya que había muerto, pues que Dios me llevara al cielo. Yo la oía en esa entrevista, pero las condiciones de la guerrilla en ese momento eran de una guerrilla errante, nómada, y nunca me pude comunicar con ella.
Ella murió sin saber si yo realmente había muerto o no.(…) Mis padres se llamaban Marcelino Pérez y Herminia Martinez.
»
Manuel Pérez Martínez, el Cura Pérez, guerrillero—



El 14 de febrero de 1998 fallecía en Colombia, de una hepatitis fulminante, Gregorio Manuel Pérez Martínez, el Cura Pérez, sacerdote aragonés natural de Alfamén (Zaragoza), que, junto a José Antonio Jiménez Comín, de Ariño (Teruel), y Domingo Laín Sanz, de Paniza (Zaragoza), —también eclesiásticos—  formaron parte activa del Ejército de Liberación Nacional Colombiano del que también fue miembro Camilo Torres, precursor de la Teología de la Liberación.

Ordenado sacerdote en 1966 y afiliado a la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispano-Americana, Manuel Pérez recala, junto a José Antonio Jiménez, en la República Dominicana, de donde ambos fueron expulsados por su empatía con sus feligreses y su implicación en la lucha por los derechos humanos; otro tanto sucedería con el panicense Domingo Laín, que desarrollaba su misión pastoral en Colombia.

Obligados Manuel y José Antonio a instalarse forzosamente en Cartagena de Indias, su actitud de ayuda y defensa de las clases desfavorecidas hace que sean deportados —al igual que Domingo Laín—  a España, desde donde, y con documentación falsa, regresan los tres a Colombia integrándose en la guerrilla del ELN en 1969. Un año después, en Antioquía, fallece José Antonio Jiménez por parada respiratoria, tras haber sido mordido por una serpiente y realizado una extenuante travesía por la selva.

En 1974, Domingo Laín muere en combate contra las fuerzas gubernamentales en la Quebrada de la Llana y, dos años después, Manuel Pérez toma las riendas de la guerrilla y renueva su compromiso en la lucha por la liberación del pueblo.

En 1986, Manuel Pérez, a cuya cabeza puso precio la CIA, es excomulgado al considerarse la intervención de la guerrilla a su mando en el secuestro y asesinato del obispo de Araucas, Jesús Emilio Jaramillo. Pese a reconocer que el asesinato del obispo Jaramillo fue un gravísimo error, el anatema del Vaticano no hizo la menor mella en las convicciones del Cura Pérez, que se confesó creyente hasta el final de su vida.



Los restos del Cura Pérez reposan en la jungla del departamento de Santander, al noreste de Colombia. En Alfamén (Zaragoza), la calle Manuel Pérez recuerda al sacerdote guerrillero nacido en la localidad el 9 de mayo de 1943.






ANEXO


NOTA

Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 9 de mayo de 2012.

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«Bajo la aparente calma del agua»: Archivo personal


En los años sesenta, la empresa paraestatal ENHER construyó el embalse de Mequinenza, que anegaría las tierras y parte del pueblo bajocinqueño, siendo trasladada la localidad a otra zona de nuevas edificaciones y con el mismo nombre. Para aplacar al vecindario, que no se oponía a la construcción del pantano pero exigía, a cambio, compensaciones justas, la empresa se comprometió a respetar las viviendas del pueblo viejo que no formaran parte de las zonas a inundar; a realizar catas en la Iglesia de la Asunción y la Casa Parroquial para establecer, según su estado, si quedaban en pie o eran derruidas; a indemnizar sin dilaciones y correctamente a los vecinos expropiados y a contratar en obras de la ENHER a aquellas personas que, dedicadas a labores agrícolas o mineras, perdieran su trabajo al quedar sus tierras bajo el agua y las vetas inoperativas. Pero finalizado ya el pantano y a punto de abrirse las compuertas hidráulicas, el incumplimiento de las promesas soliviantó a parte del vecindario mequinenzano. “Trasládense y recibirán la indemnización”, decía la empresa. “Cumplan lo pactado y nos iremos”, respondían las treinta y ocho familias díscolas que se negaban a abandonar sus casas mientras no se solucionara su futuro.

Entre quienes se mantenían en sus trece estaba mosén Eduardo, el cura del pueblo, que, solidario con los vecinos rebeldes, se negaba a trasladarse a la Casa Parroquial del pueblo nuevo, a la vez que protegía la iglesia de la picota que sabía caería sobre ella si él abandonaba. Toda vez que la vivienda del cura había sido expropiada en 1969, los directivos de la empresa denunciaron  la actitud del sacerdote ante el todopoderoso arzobispo de Zaragoza y recalcitrante defensor del Glorioso Alzamiento, Pedro Cantero Cuadrado, que mandó llamar a Eduardo Royo en septiembre de 1970 exigiéndole abandonar la vieja vivienda sacerdotal, orden que se negó a acatar mosén Eduardo mientras, dijo, “no haya salido el último vecino del pueblo viejo”.

Los tira y afloja entre el arzobispo, conchabado con la ENHER, y el sacerdote Eduardo Royo y los vecinos se mantuvieron hasta enero de 1972, cuando un ultimátum del arzobispo llevó al mosén a atrincherarse en la Casa Parroquial acompañado de los curas párrocos de Fabara, Maella y Nonaspe. Las amenazas del jerarca católico y la empresa llegaron a tal punto que, para coaccionar a los encerrados, se subió el nivel del agua hasta la altura del suelo de la iglesia. Pero Eduardo Royo y sus tres compañeros, a los que se habían unido otros sacerdotes de la zona, no transigieron.

El 9 de abril de 1973, el arzobispo Cantero Cuadrado autorizó, con un mandato del Gobernador de la provincia, la entrada por la fuerza de la Guardia Civil en la vivienda del cura, de la que tiraron la puerta abajo desalojando sin contemplaciones a mosén Eduardo y a quienes en ese momento compartían con él encierro voluntario. El cura se trasladó, entonces, a una casa del pueblo viejo de Mequinenza y continuó celebrando misa en el antiguo templo.

Destituido de su cargo por Cantero Cuadrado el mismo día que se abría al culto la iglesia recién construida en el pueblo nuevo, Eduardo Royo todavía tuvo el arrojo de enfrentarse a su superior eclesiástico celebrando, a las 12 de la mañana del 16 de septiembre de 1973, la última misa en el Mequinenza amenazado, a la vez que se inauguraba el pueblo nuevo de Mequinenza, en cuya plaza principal, sin apenas mirones, se concentraron autoridades civiles, militares y eclesiásticas…

Y dicen que, aquel día, en el pueblo viejo de Mequinenza, el templo condenado al derrumbe y dedicado a Nuestra Señora de la Asunción, donde Eduardo Royo celebraba la última Eucaristía, estaba a rebosar de fieles y curiosos.



En junio de 1974, la Dirección General de Obras Públicas dio la razón a los vecinos que, durante años, habían reclamado las indemnizaciones que les correspondían. En 1980, la antigua iglesia del pueblo viejo, construida en 1803 y de la que había sido párroco mosén Eduardo, fue derribada. Sus cimientos todavía son visibles.

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«Donde sangran las amapolas»: Archivo personal


En una entrevista concedida al Heraldo de Aragón en 2002, le explicaba Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) a Antón Castro cómo y por qué había nacido su novela Concierto al atardecer [reeditada en 2023], en la que, a través de Alonso, protagonista y alter ego, el escritor evoca, con cierto sentimiento de culpa por ser uno de los sobrevivientes, a los compañeros con los que compartió encarcelamiento, horror y desesperanza en el Seminario de Teruel, transformado en presidio, aquel durísimo invierno de 1937, que solo se diferenció de los terribles meses anteriores en el rigor climático.

Había abrazado a muchos amigos, más de veinte, y había despedido a un centenar de hombres que pensaban que iban a trasladarlos a otra cárcel y los llevaban a fusilar. Eso fue verdaderamente horrible y superarlo me costó una vida entera. Padecía pesadillas por las noches, le confesaba a su entrevistador. Y recordaba que en ese lugar sufrió el horror, el hambre, notabas los dolores en el estómago. Te pegaban, aunque tampoco eran palizas. Vivías en la incertidumbre del pánico. Adquirí el compromiso personal, conmigo mismo y con la memoria de los caídos, de decir lo que ellos no habían podido decir. Así nació mi novela… Además, se producía un hecho espeluznante: los que lo sabíamos estábamos comprometidos a mantener la moral de los que creían que la saca era un traslado de cárcel y no un viaje hacia la muerte. Imposible el olvido.



A VOSOTROS,

mis amigos de cárcel, compañeros de estupor y del espanto,
muchos de cuyo nombre no me acuerdo o nunca lo he sabido,
rostros que se presentan un instante y quizás se confunden,
ojos puestos bajo distinta frente,
una voz de su boca enajenada,
un gesto desprendido de qué manos
o apenas simplemente un estar en silencio…

otros viviendo fuera de su muerte en mi memoria intactos,
Joaquín Muñoz, Segura, Vilatela,
el médico Barea y Francisco Lafuente
y Vázquez y Morales, Pedro Gálvez,
los Tablones, los Chanos y Victorio y el chato de las minas
y aquél ¿cómo era aquél? y el otro, el otro, el otro…

lívidas tardes, madrugadas lívidas,
el terror gota a gota, fuente, arroyuelo, río
desbordándose oculto por los nervios,
un tiempo sin relojes, largas horas brevísimas
y el corazón en tempestad tan aquietado…

hace treinta y cuatro años en estas mismas horas
en que sin convocarnos me venís a los versos,
tuvimos la más honda hermandad, compañeros
sentados a la puerta del alma para esperar la muerte,
el sacrificio inútil mas la esperanza cierta…

estas palabras mías que empezaron a andar sin yo saberlo
hace treinta y cuatro años cuando juntos
hicimos la antesala de la muerte
y estuvieron andando en el estrépito de cañones y músicas triunfales,
hurtándose a exquisitas vigilancias y anatemas feroces,
a la debilidad y al desaliento de tan gastados días,
os las devuelvo ahora,
las desando,
pronunciando en voz alta vuestros nombres
que desde lejanías de espacio y tiempo vuelven a aquel instante mismo
y estoy junto a vosotros aguardando la lista,
qué guijarro tan hondo cayendo en el silencio de cada nombre,
qué tirón de los ojos a los ojos amigos,
qué soledad desamparada quedándose detrás a cada paso,
apretadas las manos sobre el temblor de otras lejanas manos
quizás tan confiadas en el lecho tarado por la ausencia,
y os vuelvo a ver y quiero
ser absolutamente fiel a mi mirada,
os veo ir al encuentro de la muerte sabiendo
que no hay sedas que cubran la desnudez del crimen.

—Poema de Ildefonso-Manuel Gil contenido en el libro De persona a persona, publicado en 1971—



Tras su excarcelación, Ildefonso-Manuel Gil, que había estudiado Derecho, se doctoró en Filosofía y Letras y se concentró en la Literatura y en esas clases que daba, casi de tapadillo, en centros de enseñanza privados  —como el colegio Santo Tomás de los Labordeta, que acogía a muchos enseñantes aragoneses depurados por el franquismo—  para sacar adelante a su recién formada familia (se casó, en 1943, con Pilar Carasol Torralba, alumna suya de bachillerato en el colegio Santo Tomás) que iba aumentando poco a poco. ¿Su ilusión? Ser catedrático de Literatura, pero para ello debía firmar el exigido certificado de adhesión al Movimiento. Me acordaba de los amigos a los que había dado un abrazo porque los iban a asesinar, y… ¿cómo iba yo a hacer una adhesión a Franco?.

En 1962, sabiendo que su negativa a avalar la dictadura le impediría acceder a la ansiada cátedra, se trasladó con Pilar y sus hijos a Estados Unidos, donde nacería la menor de sus cinco retoños. Allí, lejos de España y con un contrato de docente universitario bajo el brazo, pudo empezar a redactar su sobrecogedora novela Concierto al atardecer, que llevaba casi treinta años gestándose en su mente y tardó otros treinta en ser publicada.

Entremedias, este vate, honesto y fiel a sus ideales —que prefería ser llamado poeta de la Generación de la República y no de la que se ha terminado denominando Generación de 1936, por tratarse, decía, de un año nefasto en la historia de España— ejerció de profesor de Literatura Española en la Rutgers University y dio conferencias y lecciones magistrales en centros universitarios de Estados Unidos y Canadá, sin dejar jamás de lado el motor de su vida, la escritura, actividad a la que siguió dedicándose también, con su puntilloso y reconocido estilo, a su regreso a España en 1985 y hasta su muerte en 2003.

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«Los colores del día nuevo»: Archivo personal


Desde el vértice puro de la sangre, impulsado
irrefrenablemente hacia la piedra
que llevará grabado mi nombre y mi apellido,
humildemente vengo con la lengua abrasada
y el corazón tatuado de inviernos y veranos.

Desde el vértice puro de la sangre,
desde mi voz mortal os requiero y os digo,
con la misma sencillez con que muere
un anciano
o pare una muchacha,
que se ha llevado el cierzo el pan y los membrillos
que legué en testamento a mis hermanos.

Y ahora que la vida ya la siento más lejos
y más cerca la muerte —perdonad mi egoísmo—,
me hierve un mal moral y unos deseos
de repartir el trigo con vosotros,
de repartir el agua, el sueño y el mensaje,
y el deshielo violento de la noche.
Yo tengo suficiente con el sol de la tarde.
Su color ya me llega hasta los ojos.

Empezad a coger lo que más suene:
una arroba de miel en la garganta,
un poema rezando en la cocina,
un espejo viejísimo
que reflejó la imagen de mis padres,
una canción que llora en la despensa,
una boca callada, unos dientes rabiosos,
un poco de café, unos gramos de azúcar,
dos pájaros que cantan su delirio
y un amor en cenizas
(pero éstas me las quedo).

Hay tanta luz ardiente en las pestañas
o rumores nocturnos entreabiertos;
hay tantas lenguas vivas creciendo en rebeldía
y tanta rigidez en las costumbres,
que me pongo mi traje de domingo
y me voy a cantar al hombre que aún me escucha.

Todo lo doy por vuestro.
Sólo quiero los pies
para hundirme en la tierra.

—Poema Vértice de la sangre, del libro del mismo título, premio San Jorge 1974, del poeta aragonés Luciano Gracia Bailo (1917-1986)

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«Castillo de Montearagón»: Archivo personal


No pararé, padre y rey mío, hasta que la ciudad sea nuestra”, cuentan que prometió, el 4 de junio de 1094, Pedro I ante el agonizante Sancho Ramírez, rey y comandante de los ejércitos aragoneses, herido de muerte por una aciaga flecha ante las poderosas murallas de la ciudad musulmana de Wasqa  Bolskan íbera y Osca romana, la urbe más al norte de todo Al-Ándalus, vasalla del rey hudí Al-Musta’in II de Saraqusta.

Sancho Ramírez, rey del todavía joven y poco extenso reino pirenaico de Aragón y de Pamplona, había puesto cerco a Wasqa, rico waliato  de unos cinco mil habitantes, con cuatrocientos años de gobierno árabe y pieza clave para la expansión del reino hacia el sur. Los aragoneses conocían bien el terreno que hollaban; durante años, habían mantenido excelentes relaciones con aquellos a quienes pretendían conquistar, unas veces como recolectores de las opimas cosechas de los campos que se extendían extramuros y, otras, como aliados en los conflictos que los gobernadores árabes mantenían con otros territorios. Pero la necesidad de ampliar su reino había llevado a Sancho a intentar hacerse con aquel enclave que, de ser conquistado, abriría las puertas a futuros logros.

En las cercanías de la fortificada Wasqa, en un monte pelado, había mandado levantar el rey aragonés un soberbio castillo-abadía que se alzaba, provocador y majestuoso, a escasos kilómetros del amurallado recinto musulmán de cien torres imponentes. Y a ese castillo, llamado de Montearagón, se trasladó el rey para dirigir el hostigamiento contra la deseada urbe que se extendía a sus pies. Al oeste de la ciudad cercada, en otro cerro estratégico conocido como El Pueyo de Sancho, mandó edificar un baluarte de vigilancia permanente entre Wasqa y la Taifa de Saraqusta.

Caído Sancho Ramírez junto a la anhelada ciudad, su hijo Pedro tomó el relevo con idéntico ímpetu. Diez años tardaría la musulmana Wasqa en abrirse, derrotados sus valedores, ante sus nuevos gobernantes.
El 19 de noviembre de 1096, los ejércitos aragoneses y navarros, enfrentados a las tropas árabes y castellanas que defendían Wasqa, vencieron a sangre y hierro en la pavorosa, y dicen que mágica, batalla de los llanos de Alcoraz, en los aledaños de la localidad sitiada, con el inestimable concurso del santo caballero Jorge y su corcel volador.


«…invocando al Rey el auxilio de Dios nuestro señor, apareció el glorioso cavallero y martir S. George, con armas blancas y resplandecientes, en un muy poderosos cavallo enjaeçado con paramentos plateados, con un cavallero en las ancas, y ambos a dos con Cruces rojas en los pechos y escudos, divisa de todos los que en aquel tiempo defendían y conquistavan la tierra Santa, que aora es la Cruz y habito de los cavalleros de Montesa. Espantaronse los enemigos de la fe viendo aquellos dos cavalleros cruçados, el uno a pie, y el otro a cavallo: y como Dios les perseguía empeçaron de huyr quien mas podía. Por el contrario los Christianos, aunque se maravillaron viendo la nueva divisa de la Cruz: pero en ser Cruz se alegraron, y cobraron esfuerço hiriendo en los Moros: y assi los arrancaron del campo y acabaron de vencer».

—Fragmento de la Crónica de la batalla de Alcoraz, escrita por Diego de Aynsa en 1619—.


Ocho días después, Wasqa abría sus siete puertas a los nuevos señores y se inclinaba ante el rey Pedro I, que ascendió, victorioso, por las empinadas callejuelas que llevaban hasta la mezquita mayor, conocida, popularmente, como Misleida. Huesca —con parte de su población musulmana emigrada y repoblada por aragoneses pirenaicos, mozárabes y francos—  entraba a formar parte del Reino de Aragón.





NOTAS

  • Una leyenda del siglo XIII atribuye a San Beturián el triunfo de las tropas aragonesas sobre las castellano-musulmanas. Cuéntase que el santo se apareció al mismísimo rey Pedro I antes de la refriega prometiéndole ayuda si acudían a la lucha portando las reliquias guardadas en el cenobio situado en la Peña Montañesa. La relación de San Jorge con la batalla de Alcoraz no se establecería hasta dos siglos después.
  • El Pueyo de Sancho, a cuyos pies tuvo lugar la batalla de Alcoraz, se conoce actualmente como cerro de San Jorge, uno de los pulmones verdes de la ciudad de Huesca. En su cima se halla la ermita de San Jorge. El santo es, además, desde el siglo XV, uno de los patronos de la ciudad —junto a San Lorenzo y San Vicente Mártir—.

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«Almacenes Simeón (Huesca), diciembre de 1969»: Foto cedida


En la década de los sesenta, cuando todavía los aparatos de radiodifusión ocupaban el lugar de honor en los hogares, Radio Zaragoza emitía un programa navideño, patrocinado por el Bazar X de la capital aragonesa, que tenía como protagonista al Pájaro Pinzón; se trataba de una avecilla que ejercía de corresponsal de los Reyes Magos en Aragón, observando el comportamiento de la grey infantil y trasladando sus conclusiones semanales a Radio Zaragoza, donde, entre trinos que, naturalmente, sólo podía comprender Pilar Ibáñez, la locutora, daba cuenta de las buenas acciones de Fulanito y las barrabasadas de Menganita, cuyos nombres terminaban inscribiéndose en sendos libros: el Libro de Oro y el Libro Negro del Carbón.

En el Barrio, la chiquillería escuchaba, no sin cierta aprensión, la retahíla de nombres intercalados en uno u otro libro; en ocasiones, la rabia y la vergüenza se apoderaban de quien se reconocía como el niño que se hacía pipí en la cama o la niña que no ayudaba a su abuela a recoger leña para la estufa; en otras, un niño obediente o una niña estudiosa escuchaban, emocionados, cómo Pinzón, traducido por la presentadora, gorjeaba sus filiaciones escritas en el anhelado Libro de Oro. Ni unos ni otras sabían que era Agustín del Correo, conchabado con las familias, quien ejercía, mediante cartas semanales, de chambelán voluntario de aquel pajarito acusica al que nada se le escapaba. Y, aunque el programa dejó de emitirse, Agustín del Correo mantuvo en activo a Pinzón, atribuyéndole, además, la capacidad de transformarse en cualquier ave que revoloteara o viviera en el Barrio, ya fuera la querida Bascués  la cigüeña vieja, el búho de Casa Berches o cualquiera de los patos que la señora Camila paseaba entre las hierbas del arcén para que se alimentaran de caracolas de tierra.


…y aún sigue Pinzón —sobreviviente al inolvidable Agustín del Correo (1937-2010)—  instalado en cualquier parte, oteando, desde el primer día de diciembre, a su tercera generación de insaciables pedigüeños infantiles del Barrio.


NOTA

Edición revisada y ampliada de un artículo publicado en esta bitácora el día 18 de diciembre de 2015.

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«Descenso del río Cinca»: Asc. Nabateros del Sobrarbe


…hubo un tiempo en el que los bosques del valle soñaban ser modestos bajeles nabateros firmemente asidos por los brotes de sarga los cuerpos descortezados, deslizándose —ya mecidos por la exasperante suavidad del meandro, ya en doliente balanceo sobre el bravo líquido hídrico y lamidos abetos y pinos, hasta el corazón, por las acometidas insolentes del agua— mientras la pericia de los hombres, majestuosos guardianes del preciado tesoro maderero   —manos sobre el largo remo, piernas indiferentes a las lanzadas acuosas—, sorteaba piedras y sedimentos. Por el camino del río.


Este mes de diciembre, el Comité Intergubernamental de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, reunido en Rabat, reconocia el histórico transporte fluvial de la madera de los nabateros del Sobrarbe, la Val d’Echo y la Galliguera, en Aragón; de los gancheros de Castilla La Mancha, los almadieros de Navarra y Valencia, los raiers de Cataluña y el timber rafting de Alemania, Austria, Chequia, Letonia y Polonia, pasando a ingresar en la Lista Representativa como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.


Himno Nabatero, en lengua aragonesa, de La Orquestina del Fabirol

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«Entre lo divino y lo terreno»: Archivo personal


A principios del siglo XVII, un número indeterminado de copias de un oscuro manuscrito escrito a finales del siglo XV y culminado en 1507 —donde se hace un prolijo listado de familias judías del Reino de Aragón que optaron por la conversión al catolicismo para evitar que se les aplicara el Decreto de los Reyes Católicos que las condenaba a ser expulsadas de España— adquiere tal relevancia por los datos sensibles que expone y en los que se ven reflejados y señalados linajes aragoneses cuyos miembros ocupan puestos eximios en los estamentos de poder, que la Diputación General del Reino, institución sobreviviente de la antigua Corona de Aragón que ya había examinado el oprobioso manuscrito en 1601, se ve impelida a solicitar, en 1615, amparo a Felipe IV de Castilla (III de Aragón) y a la propia Inquisición para que se censure y prohíba el infamante libelo que amenaza con socavar, como si de una cruzada se tratara, los pilares de la sociedad aragonesa que, a tenor de lo revelado en tales páginas, ostenta tantas máculas e impurezas en sus ancestros  —en su mayoría judeoconversos pero también moriscos—  que, de aplicarse los Estatutos de Limpieza de Sangre, no habría familia ni gremio que se salvara de purgas y anatemas.


El supuesto autor del manuscrito  —sobre el que los estudiosos no se ponen de acuerdo, considerando algunos que la autoría es anónima—, Juan de Anquías o Anchías, fue un allegado de la Inquisición que desarrolló su oficio en la Rioja y en las ciudades de Huesca y Lérida, así como en Zaragoza, población que abandonó al declararse la peste para acogerse en Belchite, lugar en el que, según asegura en el prólogo que quizás añadió a posteriori al manuscrito, «deliberé de hacer este sumario por dar luz a los que tuvieran voluntad de no mezclar su sangre limpia con ellos y se sepa de qué generaciones de judíos descienden los siguientes, para que la expulsión general de ellos hecha en España en el año 1492 no quite de la memoria a los que fuesen sus parientes». Parece ser, además, que esta insidiosa advertencia contra los linajes aragoneses de orígenes impuros, guarda relación con el asesinato en Zaragoza de Pedro de Arbués (1441-1485), Inquisidor de Aragón, que fue ejecutado por judeoconversos ante el altar mayor de la Seo zaragozana, dando lugar a una de las represiones más feroces que se recuerdan, a las que el censo de Juan de Anquías o Anchías, aún incompleto entonces pero bien detallado en las filiaciones anotadas, ayudó en la tarea.


El exhorto de los mandatarios aragoneses, dado el descrédito y la deshonra que suponía, pese a haberse redactado un siglo antes, el que ya era llamado Libro Verde de Aragón (en alusión al color de las velas de los Autos de Fe), tuvo cumplida respuesta a favor. En 1620, el Tribunal de la Inquisición decretó la prohibición de tenencia del manuscrito, su lectura, copia y propalación, realizándose, además, en 1622, en la plaza del Mercado de Zaragoza, la quema de cuantas copias del mismo fueron halladas.

El honor aragonés había sido, por fin, purificado por las llamas que, a la vez, habían arrasado con cualquier veleidad familiar pasada.

La celeridad de todas las instancias para deshacerse de un texto que ponía en la picota genealogías de importancia en la nobleza, la política y la membresía eclesiástica aragonesa, e incluso castellana, fue refrendada y alabada por el propio rey Felipe IV, que se dirigió por escrito al Inquisidor General en estos términos: «Por el Consejo de Aragón se me ha representado la diligencia y cuidado que habéis hecho poner en recoger el libro que llaman Verde en aquel Reyno. Agradescoos lo que habéis dispuesto en esto y por ser cosa de la calidad que es y convenir que no quede ni aun rastro del dicho libro, os encargo que hagáis continuar las diligencias tan apretadamente como conviene y lo espero de vuestro mucho celo.—Señalado de Su Majestad en Madrid, a 17 de Noviembre de 1623.—Al Inquisidor General».


En la actualidad, cinco copias del Libro Verde de Aragón   —de distintas épocas y en su mayoría incompletas—  se distribuyen entre el Archivo General de Valencia, el Archivo Histórico Nacional, la Biblioteca Colombina de Sevilla, la Bibioteca del Colegio de Abogados de Zaragoza y la Biblioteca Nacional.

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