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Posts Tagged ‘Pirineos’

«Ibones de Pondiellos desde la cima del Garmo Negro»: Archivo personal

 

Con los primeros destellos del alba, aparcan los vehículos en el Balneario de Panticosa y se encaminan al acceso que, si se cumple lo planeado, después de tres horas y media y 3.068 metros de ascensión, culminará en la cúspide del Garmo Negro. Son siete; Jenabou, de quince años, la más joven; Chorche, con sesenta y dos, el más veterano.

 

Jürgen, rebautizado como Chorche en los pueblos de la sierra de Guara, llegó a Alquézar, mochila a la espalda, recién cumplidos los veinte años, desde la parte danesa de Hamburgo, su ciudad natal. Era entonces un muchacho alto y flaco, con cabellera rubia y ojos grises que la luz convertía en acerados. Venía, dijo en un castellano rudimentario, a pasar quince días de vacaciones y… allí sigue cuarenta y dos años después. Comenzó ayudando a los guías de montaña y, en pocos años, se transformó, a su vez, en uno de los expertos más reputados de la sierra. Y en Alquézar, Guara y los Pirineos echó sus raíces perdiendo casi por completo su acento alemán y asimilando el deje aragonés.

 

Los pies ribetean las horas y los jadeos son los únicos que rompen el silencio. A tramos, brazos y piernas aúnan esfuerzos y el frío inicial se convierte en sudor. Agobian las sudaderas y cortavientos y se adhieren a la piel los calcetines mojados dentro de las botas. Queda atrás, muy abajo, el bosque que atravesaron con trotes briosos y solo las rocas, pardas y agrisadas, y algunos neveros diseminados acompañan la cada vez más empinada ruta con 1.400 metros de desnivel. Los pulmones demandan una sobredosis de oxígeno y la marcha se ralentiza, pero la testarudez se impone al cansancio y, cuando Chorche acelera el ritmo, el resto lo imita. ¡No más de veinte minutos para hacer cumbre!, grita, sin el menor síntoma de cansancio, desde una cornisa en la que él y Jenabou se han repantigado aguardando al grupo. Los cuerpos, se diría que alados, reaccionan y se impulsan ahítos de adrenalina. Nadie mira atrás. Trepan con la vista al frente y las fuerzas renacidas. Y una sonrisa se dibuja en la faz sudorosa de la veterinaria que se ocupa de la a salud de los gatos del Barrio cuando, veinticinco minutos después, escucha, a escasos metros por encima de ella, los gritos de Jenabou: ¡Te he vencido, Garmo!. Luego, cuando los siete se congregan en la cima del Garmo Negro, el éxtasis: A unos metros, las aguas en azul turquí de los ibones de Pondielllos, rodeados de los gigantescos tresmiles; abajo, el valle de Tena, espléndido, edénico, cautivador.

 

Pasadas las tres y media de la tarde, ya en Sallent de Gallego, donde la señora María Luisa les aguardaba con una apetitosa cazuelada de revuelto de morcilla [FOTO], Jenabou comentó, emocionada y con la arrogancia que da la adolescencia, que el Garmo Negro solo era el primero de los muchos tresmiles que pensaba ascender antes de dedicarse a los ochomiles. Este tresmil era el menos complicado, Jen —señaló Chorche—. No creas que los siguientes te darán facilidades. Te los tendrás que sudar como no imaginas. ¿Los ochomiles…? Mejor no poner el techo muy alto y empezar por los montes que tienes más a mano, ¿no te parece?.

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«O Campanal. Valle de Tena (Huesca)»: Archivo personal


A las siete y veinte de la mañana dominical, con docena y media de gotitas de lluvia cumplimentándoles la piel recién duchada, se internan en el Betato (palabra aragonesa que en castellano se traduce como vedado, prohibido), el bosque encantado que Agustín del Correo pobló de criaturas fantásticas en aquellas narraciones infantiles desbordantes de magia pirenaica que les relataba y en las que hayas, abedules y pinos custodiaban los secretos de las brujas del valle de Tena, exorcizadas algunas pero nunca vencidas las que portaban, en sus silencios, la sabiduría ancestral.

Cuando, a petición de la veterinaria, se detiene el grupo bajo la tupida cúpula del ramaje que forman las inmensas hayas del bosque, todavía son capaces de recrear en sus oídos los imposibles bisbiseos de las hechiceras en sus conciliábulos secretos o los golpes sobre los tamboriles que precedían a los aquelarres y que tan bien remedan los torcecuellos   —los peculiares repicapuercos, como se nombran estos pájaros en aragonés—  tableteando con los picos sobre los troncos de los árboles, siguiendo el rastro de las incautas hormigas.

Camino del ibón, aún vuelve la cabeza María Petra, como si esperara ver a las bruxas que habitaron el hayedo del Betato de los cuentos de Agustín lanzándoles adioses cálidos y conjurando bienandanzas que sobrevuelan la cara nororiental de la sierra de la Partacua y envuelven a los senderistas hasta rozarles los rastros de la niñez ocultos en la memoria.


Está documentado que, en el siglo XVII, fue encausado por brujería, junto a dos cómplices, un hidalgo del valle, Pedro de Arruebo, hombre rico e instruido, que fue condenado a galeras (de las que logró huir) por haber endemoniado a 1600 personas, en su mayoría mujeres, que tras ser seducidas, mostraban «síntomas de posesión demoníaca» (dolores generalizados, mareos, convulsiones, pérdida de apetito y memoria, cánticos en lengua desconocida…). Un sindiós. Realizado un exorcismo en la iglesia de Tramacastilla de Tena, doscientas de esas mujeres se elevaron, en alucinante danza giratoria, hasta rozar la bóveda del templo, aterrorizando incluso al mismo exorcista y obligando al rey Felipe IV a tomar cartas en el asunto y a enviar con urgencia al Inquisidor General del Reino, que murió, al poco de llegar al valle de Tena, de resultas, se dice, de un maleficio.


Retiradas nubes y lluvia, refulge el Sol por la abertura del arco geotectónico de O Campanal, la caprichosa formación natural enclavada a 1860 metros de altitud, esculpida por el agua y el viento tras miles de años de erosión de la roca caliza y que el grupo deja atrás para descender hasta una pequeña hoya y remontar un nuevo desnivel que los acerca a uno de los tesoros de la Partacua, a los pies de los 2744 metros de imponentes paredes verticales de la peña Telera: el ibón de Piedrafita [FOTO], el más accesible de los cincuenta lagos glaciares del valle, destacando entre los canchales que salpican el suelo, y en cuyas aguas transparentes y gélidas, incluso en verano, moraban antaño las ondinas, entre las que destacaba  —Agustín del Correo, dixit—  la Mariaugüetas, bondadosa y sociable, que se disfrazaba de pastora para entablar conversación con quienes cuidaban los rebaños de ovejas y vacas que pastaban cerca del remanso y protegía, aseguraba el recordado cuentacuentos, a “todos los seres de corazón limpio que se acercaban al ibón”.

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«Donde la nieve II»: Archivo personal


Se deslizan despacio, pendientes de Madalina Cristea, más entusiasmada que habilidosa en su segunda jornada de esquí. “¡Mete el culo, que si no cargas todo el peso en las espinillas!”, le grita la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. El último descenso lo hacen, acalorados, con los anoraks  atados a la cintura, bajo un Sol que, despiadado, va dejando a la vista las placas de hielo y algunas rocas desnudas cubiertas por la nieve horas antes.


Muy cerca de estos sinuosos pastizales blanqueados de las tierras jaquesas, donde todavía el invierno muestra cierto rigor de antaño, nace el rio Aragón, que dio nombre al Biello [1] Reyno y a la posterior Corona y del que sigue siendo deudo el territorio que abarca, de norte a sur,  desde Ansó (Huesca) a Abejuela (Teruel). Aquí, en el valle de Astún, entre los imponentes omes grandizos [2]  petrificados que forman el ficticio mausoleo de Pyrene, la desgraciada princesa que dio nombre a la cordillera y cuyas lágrimas originaron los espectaculares ibones pirenaicos; dos de ellos, el de Escalar y el de Truchas, mantienen vivo el caudal del río Aragón a lo largo de los 195 kilómetros que recorre hasta rendir sus aguas al Ebro.


A las tres de la tarde, después de casi seis horas en un no parar, regresan al aparcamiento anexo a la estación. Sudorosos, fatigados y apetentes, los generosos bocadillos de tortilla de patata que les preparó Olarieta antes de partir les saben como el más exquisito de los manjares.






NOTAS

[1] En aragonés, viejo.
[2] Id, gigantes.

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Mirador Roc del Quer (Andorra)

«Mirador del Roc del Quer (Andorra)»: Archivo personal


Mirad a Maruja, con qué seguridad y sin el menor titubeo enfila el puente tibetano de Canillo [FOTO] tomándoles la delantera a sus acompañantes más jóvenes y versados en desafiar las alturas, los mismos que, en petit comité, aventuraban que la mujer recularía cuando advirtiera que la estructura  —anclada en dos puntos alejados más de seiscientos metros entre sí—  oscilaba bajo sus pies. Mas hela aquí, alborozada y sin la menor señal de vértigo ni fatiga, como si entre sus acciones cotidianas se hallara atravesar el abismo suspendida sobre medio kilómetro de pasarela móvil ondulada o encaramada a la plataforma del mirador del Roc del Quer, que levita sobre los valles andorranos de Montaup y Valira d’Orient, paisajes por los que peregrinan, encandilados, los ojos de quienes retan a la gravedad para arrobarse con una panorámica fastuosa.



La idea de viajar a Andorra e invitar a Maruja surgió en un descanso del Campeonato de Guiñote, cuando servía Olarieta, junto a los cafés, unas chocolatinas que Josefo, su hijo, había traído de Francia. “Para chocolates buenos aquellos que comprábamos en Andorra”, comentó entonces Maruja. Y recordó aquellos viajes al principado pirenaico  —allá por los años setenta, cuando ella era una jovencita— que organizaba una agencia de Huesca y de los que las mujeres del Barrio regresaban cargadas con bolsones de azúcar, bloques de mantequilla, tabletas de chocolate y, de vez en cuando, algún transistor. “Éramos tan ingenuas que no teníamos ni idea de cuál era el límite que nos dejarían pasar por la aduana, y las veces que los guardias registraban el maletero del autobús y nos obligaban a mostrar lo que cada una había comprado, siempre había alguien que llevaba de más y se lo hacían dejar. Luego estaba la gente que, además de sus compras, venía cargada de cajetillas de tabaco escondidas bajo la ropa. Mi madre se ponía de los nervios, temiendo acabar en el cuartelillo, cuando veía a algunas mujeres del pueblo con una gordura antinatural por el tabaco que llevaban en el refajo, sabiendo, además, que se lo llevaban a Benigno y era él, y no ellas, quien sacaba beneficio”. Benigno fue, durante años, el contrabandista oficioso del Barrio; lo mismo trapicheaba con tabaco que con televisores, aparatos de radio, tocadiscos o cualquier encargo que se le hiciera. Carente de tierras, el contrabando fue su medio de vida. Era un hombre cordial y extrovertido, con muy buenas relaciones en Huesca, en donde colocaba su mercancía. Sus negocios se vinieron abajo casi al final de su vida, cuando, tras ser detenido y enjuiciado, fue condenado a algo más de un año de cárcel.

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Circo glaciar de Soaso (Ordesa)

«Circo de Soaso y cascada de la Cola de Caballo»: Archivo personal


A Lola Haas le llama la atención el número de personas que, a hora tan temprana, se hallan en la pradera rodeada de paredes escarpadas de Ordesa para internarse por los diferentes senderos que se abren y recorren el impresionante territorio glaciar al que sus más de sesenta millones de años de antigüedad han dotado de una belleza sin parangón. Lola y sus acompañantes se encaminan por la Senda de los Cazadores [FOTO] al circo de Soaso, donde, entre la Punta Tobacor y el macizo de Monte Perdido, emerge el salto de la Cola de Caballo [FOTO].

Pasta, indiferente al extasiado pulular humano, el ganado vacuno [FOTO], al que Jenabou saluda —como si las vacas fueran viejas conocidas— antes de unirse al grupo de adolescentes del campamento del Refugio de Bujaruelo que la han invitado a ascender junto a ellos por la vía ferrata [FOTO], guiados por un montañero de la zona. Los adultos, en cambio, toman la ruta de la Faja Racón, que remonta hasta 1.900 metros de altitud y se interna en un espectacular bosque de abetos y hayas. Caminan en silencio, con los oídos prestos a los sonidos del entorno y esa sensación  —a la que anoche se refería Lola Haas—  de sentirse dianas de miradas ocultas. Es la propia Lola la primera en avistar los sarrios, a pocos metros por encima del sendero, tan ágiles y escurridizos como temerosos [VÍDEO], molestos, quizás, por esas presencias humanas, ahora quietas y fascinadas, que incursionan en el exclusivo hábitat que cobija la vida salvaje.

Me duelen hasta las pestañas. He caminado más estos cinco días que en siete meses”, confiesa Lola esa misma noche, ya en el Refugio, en la sobremesa de la cena, haciendo balance grupal de la jornada, mientras la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio termina de marcar en el mapa, con rotulador rojo, la travesía realizada. “¿Y esto en verde?”, pregunta Lola. “La ruta que hicimos por los valles de Bujaruelo y Otal. ¿Ves…? En este punto está el puente colgante de Burguil [FOTO] que tanto canguelo te daba cruzar, y aquí el salto del Pich [FOTO]”, señala la veterinaria. “Cuando cruzamos ese puente no sabía que era la parte más sencilla de la ruta. Se balanceaba tanto…”, se justifica la visitante francesa sin dejar de observar el mapa. ”¿Y los círculos azules, qué significan?”. “Se corresponden con las cascadas en las que hemos estado. Aquí está la de la Cueva [FOTO], aquí la de Abetos [FOTO], aquí la de la Paúl [FOTO], aquí…”.

Van apagándose luces y voces. A medianoche, la oscuridad en el Refugio va pareja con la negrura exterior, salpicado el silencio por el ulular de las rapaces nocturnas y algún ronquido que se escapa de entre los yacentes que ocupan el dormitorio comunal.

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«Dedo de Yenefrito»: Archivo personal


Pasan once minutos de las ocho y media de la mañana y el peculiar Tren de Alta Montaña El Sarrio inicia la ascensión de la pista forestal que conducirá a los once pasajeros, distribuidos en los dos vagones abiertos, de Panticosa al valle de la Ripera. “Es una pasada, mamá. Antes pensaba que el mejor tren de montaña era el de Artouste, pero me encanta este”, se entusiasma Jenabou, a la que el madrugón  —lleva en danza desde las cinco y media de la mañana—  no parece haberle afectado. El tractor reconvertido en locomotora serpentea lentamente por el camino de tierra, salvando el desnivel de más de mil quinientos metros de altitud, mientras se revela a los ojos del fascinado grupo un entorno resguardado de las ansias aniquiladoras humanas. Pura naturaleza del Pirineo axial, con espectaculares formaciones magmáticas a cuyos pies se extiende una frondosa flora donde los tímidos sarrios, junto a corzos y nutrias fluviales, tienen su edénico hogar.

Jenabou mira a su alrededor con ojos brillantes, palmotea, señala, conjetura qué animales observarán, ocultos en las vaguadas, el traqueteo del tren, y agradece el día soleado y con escasas nubes que le permite abarcar con la vista tan excepcional paisaje. Tras cincuenta y cuatro minutos de maravilloso recorrido, el tren arriba a las bifurcaciones senderistas que parten de la Ripera, un valle de origen glaciar en el que hace millones de años tuvo lugar una legendaria batalla entre los gigantes pétreos que, en la actualidad, inmóviles, presiden y dominan Panticosa y sus alrededores.


Cuenta la leyenda que, cuando las montañas pirenaicas tenían vida, dos familias de gigantes rocosos que se erguían sobre el balneario de Panticosa se disputaban el gobierno del lugar. La del Garmo Negro, que pasaba de los tres mil metros de altura, pretendía que la del Garmo Blanco, que no llegaba a esas dimensiones, acatara las órdenes de quien lo rebasaba en alzada, en contencioso que provocaba continuos rifirrafes de los que ni una familia ni otra salía victoriosa. Y aconteció que Argualas, hija menor del Garmo Negro, y Yenefrito, primogénito del Garmo Blanco, se enamoraron y decidieron huir al Rincón del Verde, en el valle de la Ripera, para vivir su amor lejos del enfrentamiento de sus parientes. Cuando la familia del Garmo Negro descubrió la defección de Argualas, marchó en su busca para darle su merecido a Yenefrito, en cuya defensa acudió la familia del Garmo Blanco. La batalla entre ambas familias fue pavorosa, como lo prueba la geomorfología actual del valle de la Ripera. La superioridad del Garmo Negro decantó la victoria y Yenefrito cayó herido de muerte. Antes de fenecer sepultado por la furia pétrea rival y, todavía agonizante en brazos de su amada Argualas, le prometió a esta que la esperaría siempre, alzando uno de sus dedos como símbolo del voto realizado. Y cuando los colosos de piedra perdieron la facultad de la vida y el movimiento, en Panticosa quedaron —montañas majestuosas e inertes para la eternidad— el Garmo Negro, Argualas y el Garmo Blanco. Y en el valle de la Ripera, el dedo de Yenefrito sobresaliendo de su propio túmulo.


Apeados del tren en el corazón del valle de la Ripera, les aguardan, todavía, algo más de cuatro horas de ruta pedestre en desnivel sinuoso, con el pico Tendeñera vigilando los pasos humanos y su coquetuela cascada haciendo de avanzadilla visual de todos los tesoros con los que toparse, entre ellos, el propio dedo de Yenefrito, cuyo avistamiento agiliza la marcha de Jenabou junto a un eufórico “¡Ya lo veo, mamá! ¡Ahí está Yenefrito!”. “Eh, eh, ve con cuidado, que te puedes resbalar y caer por la escarpadura”, le previene su madre. “Es grandioso, mamá, y aunque su historia sea un cuento chino yo me imagino su corazón debajo de mis pies, latiendo una chispita con el recuerdo de Argualas”. “Cuando volvamos hacia Panticosa, te señalaré dónde está el pico Argualas”, le dice Étienne. “¿Pero existe un pico Argualas?”, pregunta, sorprendida, la niña. “Por supuesto. Igual que existen los dos picos Garmos. Ahora los veremos”.

Hacen una parada en el ibón de Catieras y dan cuenta de los bocadillos que portaban en las mochilas mientras va agrisándose el cielo y se ven obligados a emprender el regreso a Panticosa entre pequeñas rachas de aire que vaticinan la llegada de la tormenta. La meteorología parece compadecerse de los andarines porque, pese a la amenazante tonalidad del cielo, la tromba de agua y granizo no se desata hasta que llegan al aparcamiento donde, a primera hora de la mañana, dejaron el coche.




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«Aísa»: Archivo personal


Anochece en estos Valles Tranquilos del Biello Aragón [*].

Bajo el balcón de barandilla ornamentada que preside la fachada de la casa se distinguen en la penumbra las margaritas y tusilagos que crecen junto al portalón rojizo de la entrada, con sus piedrecitas blanqueadas delimitando el espacio y el farolillo que hay a la izquierda de la aldaba dejando caer su brillo desteñido sobre el metal bruñido del buzón. Resuenan pasos en el empedrado de la calle en pendiente, pero no se ve a nadie. “Es el fantasma del rey Batallador vigilando los sueños”, dice la pequeña Jenabou, que no ha dejado de fantasear sobre el monarca navarroaragonés desde la visita a la ermita de San Esteban, donde el futuro soberano fue educado. “O igual marcha a la cascada de Sibiscal a darse un baño bajo la Luna… Bueno, no, que era un rey de otros tiempos y entonces no estaba de moda quitarse la roña, ¿no, mamá…? Para ser un rey guerrero era bien poquita cosa… Uno con sesenta y dos dijeron que le medía el esqueleto, ¿no? En unos meses le paso hasta yo. ¿Sabéis…? Cuando volvamos a casa podríamos parar en San Pedro el Viejo y volver a ver las tumbas del Batallador y del Monje”. “¿Para presentarles tus respetos y hacerles una reverencia?”, bromea Étienne. “Bah, no… Es que me gustan esos claustros y siempre encuentro algo interesante en los relieves de las columnas”.

Se rinden al sosiego las voces nocharniegas en el último tramo sabatino, en la habitación abuhardillada desde cuya ventana encarada al norte se adivina la mole del monte Aspe, a cuyos pies nace el río Estarrún, que discurre suavemente por el valle de Aísa hasta diluir sus aguas en las del brioso río Aragón y marchar con él a tierras navarras para engrandecer el caudal del padre Ebro.

Jenabou duerme.



NOTA

[*] Se conoce como Biello (Viejo) Aragón al territorio pirenaico donde empezó a forjarse el Reyno.

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«Embalse de Lanuza»: Archivo personal


Antes de las dos, llegan a Casa Patro, en Tramacastilla, donde han reservado mesa para comer. Lola Haas se desprende, sin disimulo, de las sandalias de plataforma y lee con poco interés los platos anunciados en el menú. “Estoy más cansada que hambrienta, así que comeré lo que pidáis”, dice. “¿Pero estás bien? ¿Has disfrutado del paseo?”, se interesa la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Mucho. Pero no creía que me haríais caminar tanto… Hubiera traído calzado más adecuado”. Un silencio indolente acompaña la sopa de ajo ligeramente coloreada con pimentón a la que siguen las piezas de entrecot de ternera a la brasa y unas buenas raciones de tarta casera de tiramisú que la invitada, aunque tiquismiquis con la repostería de fuera de Francia, alaba.

Diecinueve grados, marca el termómetro; siete más que cuando, horas antes, aparcaban unos kilómetros más arriba para visitar la localidad de Lanuza, con sus coquetos edificios rehabilitados, recorriendo, sin apresurarse, un corto tramo del cautivador entorno del pantano con una Lola remisa a alargar en exceso el trayecto a pie porque, se justificaba, “no he venido preparada para echarme al monte” (sic).

En ese mismo lugar —hoy parcialmente inundado por las aguas embalsadas del río Gállego y escenario del Festival Pirineos Sur— nacieron siglos atrás, para el mundo y la historia, los Lanuza, cuyo cargo hereditario de Justicia Mayor de Aragón —precursor de la figura del Defensor del Pueblo— ostentaron con rectitud hasta que el celo en la defensa de los Fueros aragoneses, por encima de las disposiciones del rey de España, Felipe II, daría con el más joven de ellos, Juan V de Lanuza, en el cadalso, allá en Zaragoza, en 1591, con el hacha mortífera del verdugo separándole la cabeza del cuerpo por mandato real.


En qué mala hora Antonio Pérez, el huido exsecretario del rey español, desempolvó su ascendencia aragonesa para acogerse al derecho de asilo que los Fueros de Aragón contemplaban para cuantos deudos perseguidos lo demandasen. Cuán lejos estaban los Lanuza, padre e hijo, de calibrar las consecuencias que se derivarían de la correcta aplicación de las leyes forales en contra de los mandatos de un Felipe II dispuesto a aprehender, sin importar los costes, a su antiguo secretario de cámara que, pese al feroz despliegue de sus enemigos, salió indemne merced a la protección aragonesa y consiguió ponerse a salvo en Francia. Cómo corrió la sangre por Zaragoza cuando los ejércitos reales cayeron sobre la ciudad y los férreos defensores del Justiciazgo. Con qué ímpetu la venganza soberana se precipitó sobre Juan de Lanuza el Mozo y todos los gentilhombres aragoneses que habían antepuesto, como era su deber, los Fueros representativos del antiguo Reino de Aragón a las exigencias de la Corona de España.

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«Bosque de Sorogain»: Archivo personal


Bosteza tempranamente la tarde. Del otro lado de los cristales de la ventana se abrazan las sombras mientras Sátur unta con queso de puchero las rebanadas de pan dispuestas sobre la enorme mesa que, a modo de tosca isleta, separa la sencilla cocina del zaguán donde, en ordenado caos, se apilan mochilas y tabardos. En el exterior, ladra Polillas, el mastín. Una sola vez; un ladrido bronco, autoritario, que precede a su entrada. Trae entre sus pelos amarilleados una amalgama de olores que se adueñan de la estancia y se entremezclan con la contundencia del queso y los suaves efluvios de las hierbas aromáticas ya resecas que cuelgan de las vigas de madera del techo.

Un par de kilómetros más arriba, la ancestral muga donde Sátur, hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de mugalaris, centra todas sus historias, reales e inventadas, mientras acompaña al grupo de técnicos mediambientales que recorren el valle de Sorogain y observan, huelen y toman muestras atentamente vigilados por el viejo Polillas, inmune a las caricias y llamadas de aquellos a quienes, seguramente, considera intrusos de poco fiar.


Ese mismo día, por la mañana, cuando regresaban de recorrer un tramo del río Erro, señaló Sátur con la cabeza una zona que ya habían transitado en la jornada anterior y dijo: “Ahí fue donde los guardias dieron el alto a los fugados de Segovia y mataron al anarquista”. Y mientras el grupo se detenía mirando el lugar indicado y recomponiendo la escueta información recibida, Sátur siguió adelante escoltado por el perro.

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«Otoño en el valle»: Archivo personal


A través de la neblina que la luz extraviada del Sol va arañando, se vislumbra el perfil de peña Foratata, velamen quieto del valle de Tena, a cuyo pie hormiguean, sendero adelante, los cuatro mochileros en este día calmo, glacial y, a trechos, nebuloso, como a punto de nieve. Baja el río tranquilo, bordeado de otoño invernal, con las aguas limpias mostrando su lecho térreo y las brillantes truchas culebreando entre las piedras. Sisean las ramas desvestidas de los álamos y circundan la trocha los abetos viejos de hojas aplanadas que el viento arrastra hasta la vereda, acolchando los pasos que la recorren. Quizás por esta misma senda paseara sus sueños Fermín Arrudi, aquel gigante de Sallent que recorrió el mundo mostrando su imponente presencia pero que siempre regresaba a su familiar universo pirenaico de crestas montaraces y gentes introvertidas y generosas. De él, de ese gigante bonachón que vivió unas casas más allá, recuerda la señora María Luisa, la anfitriona, aquello que le contaba su abuela, que conoció de niña a Fermín. Y, entre anécdotas, va sirviendo a los agotados andarines colmadas raciones de bisaltos salteados con jamón, mientras en la sartén bailan, exhalando el más delicioso de los aromas, las tortetas negras cortadas en láminas, esperando su turno para ser devoradas con fruición.

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