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Posts Tagged ‘paisaje’

«Perspectiva desde el mirador»: Archivo personal

 

En el Reino de los Mallos la Naturaleza todavía no se ha engalanado con la indumentaria de entretiempo y hasta el Sol parece remiso a mermar la fortaleza de sus rayos, que se abaten, con ínfulas veraniegas, sobre los andarines detenidos en la primera zona de sombra que han encontrado circunvalando los Mallos de Riglos. “Hala, y venga verde y más verde… Se nos han chafado las fotos otoñales. No he visto ni una seta, solo esos pedos de lobo que salen en cualquier parte”, se queja Jenabou. “Pues ríete tú de los pedos de lobo, niña, pero que sepas que, durante siglos, fueron un preciado regalo de la naturaleza. Las esporas tienen propiedades cicatrizantes y antisépticas”. “¿Las usaban las brujas?”. “¿Qué brujas ni qué gaitas? Las usaba cualquiera que conociera sus beneficios medicinales”.

 

Dan cuenta de las castañas que les preparó Mariliena en la freidora de aire, antes de salir. “Os pongo poquetas para que no os fartéis, no vaya a ser que luego no me comáis lo que tengo intención de preparar”, les advirtió.

 

Entre las moles de tonalidades ferruginosas de los mallos —de los que Sender decía que eran «los centinelas de las huestes del Diablo»— se entrevé el Gállego como una serpentina cerúlea que marcha hacia la llanura, hacia el Ebro, sabiéndose amado y defendido por quienes viven y se asoman a sus orillas para reseguir con la mirada los caireles de espuma de sus aguas bravas. Porque es su río; el río del Reino; su río, que nace gabacho para aragonizarse nada más cruzar el Portalet;  su río, el romanizado Gallicus a quienes sus gentes denominan Galligo, aunque ese nombre no tenga cabida en los mapas hidrográficos peninsulares.

 

La brisa sabatina que oxigena sus pulmones les sabe a torroco deshidratado, a virutas de madera, a panizo, a nuez moscada, a migas humedecidas, a ternasco asado y a minglana con azúcar, mientras salvan la distancia que separa la cancela de la torre donde aguarda Mariliena.

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«Ibones de Pondiellos desde la cima del Garmo Negro»: Archivo personal

 

Con los primeros destellos del alba, aparcan los vehículos en el Balneario de Panticosa y se encaminan al acceso que, si se cumple lo planeado, después de tres horas y media y 3.068 metros de ascensión, culminará en la cúspide del Garmo Negro. Son siete; Jenabou, de quince años, la más joven; Chorche, con sesenta y dos, el más veterano.

 

Jürgen, rebautizado como Chorche en los pueblos de la sierra de Guara, llegó a Alquézar, mochila a la espalda, recién cumplidos los veinte años, desde la parte danesa de Hamburgo, su ciudad natal. Era entonces un muchacho alto y flaco, con cabellera rubia y ojos grises que la luz convertía en acerados. Venía, dijo en un castellano rudimentario, a pasar quince días de vacaciones y… allí sigue cuarenta y dos años después. Comenzó ayudando a los guías de montaña y, en pocos años, se transformó, a su vez, en uno de los expertos más reputados de la sierra. Y en Alquézar, Guara y los Pirineos echó sus raíces perdiendo casi por completo su acento alemán y asimilando el deje aragonés.

 

Los pies ribetean las horas y los jadeos son los únicos que rompen el silencio. A tramos, brazos y piernas aúnan esfuerzos y el frío inicial se convierte en sudor. Agobian las sudaderas y cortavientos y se adhieren a la piel los calcetines mojados dentro de las botas. Queda atrás, muy abajo, el bosque que atravesaron con trotes briosos y solo las rocas, pardas y agrisadas, y algunos neveros diseminados acompañan la cada vez más empinada ruta con 1.400 metros de desnivel. Los pulmones demandan una sobredosis de oxígeno y la marcha se ralentiza, pero la testarudez se impone al cansancio y, cuando Chorche acelera el ritmo, el resto lo imita. ¡No más de veinte minutos para hacer cumbre!, grita, sin el menor síntoma de cansancio, desde una cornisa en la que él y Jenabou se han repantigado aguardando al grupo. Los cuerpos, se diría que alados, reaccionan y se impulsan ahítos de adrenalina. Nadie mira atrás. Trepan con la vista al frente y las fuerzas renacidas. Y una sonrisa se dibuja en la faz sudorosa de la veterinaria que se ocupa de la a salud de los gatos del Barrio cuando, veinticinco minutos después, escucha, a escasos metros por encima de ella, los gritos de Jenabou: ¡Te he vencido, Garmo!. Luego, cuando los siete se congregan en la cima del Garmo Negro, el éxtasis: A unos metros, las aguas en azul turquí de los ibones de Pondielllos, rodeados de los gigantescos tresmiles; abajo, el valle de Tena, espléndido, edénico, cautivador.

 

Pasadas las tres y media de la tarde, ya en Sallent de Gallego, donde la señora María Luisa les aguardaba con una apetitosa cazuelada de revuelto de morcilla [FOTO], Jenabou comentó, emocionada y con la arrogancia que da la adolescencia, que el Garmo Negro solo era el primero de los muchos tresmiles que pensaba ascender antes de dedicarse a los ochomiles. Este tresmil era el menos complicado, Jen —señaló Chorche—. No creas que los siguientes te darán facilidades. Te los tendrás que sudar como no imaginas. ¿Los ochomiles…? Mejor no poner el techo muy alto y empezar por los montes que tienes más a mano, ¿no te parece?.

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«Dalia»: Archivo personal


El grupo regresa del paseo por la senda de la pedriza que asciende hasta la pardina más próxima al Barrio. En la huerta de Presen, en el rincón abrigado donde ubicó ella el jardín en memoria de Talito, su hijo fallecido, se afanan las incansables abejas y los vistosos abejorrillos entre las corolas blancas, rosas, amarillas, rojas, que aún conservan la lozanía veraniega y cuyos tallos mece, suave, la brisa del norte amortiguada por el roquedo. Muchos de los himenópteros tienen su morada en los viejos arnales del señor Anselmo, que recuperó y reconstruyó su sobrino nieto Lorién hace unos años. Se acerca Mihaela, sonriente, con las manos todavía sucias de laborar la tierra, y contemplan, junto a ella, el vuelo de los insectos, a los que no parece incomodar la intrusión humana. Saluda con la mano Presen desde la entrada del invernadero; saben que no se reunirá con ellos para evitar que le vean los ojos llorosos, emocionada, como le sucede siempre al ver a quienes fueron amigos y amigas de su hijo en aquel espacio de la huerta que le dedicó amorosamente. Se despiden de ella y Mihaela; esta y Vasile, su marido, llegaron al Barrio a finales de agosto, sin apenas hablar castellano pero trayendo con ellos el regalo más preciado: cuatro hijos pequeños cuya escolarización en la escuela del pueblo ha evitado la supresión de una de las aulas de Primaria.

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«O Campanal. Valle de Tena (Huesca)»: Archivo personal


A las siete y veinte de la mañana dominical, con docena y media de gotitas de lluvia cumplimentándoles la piel recién duchada, se internan en el Betato (palabra aragonesa que en castellano se traduce como vedado, prohibido), el bosque encantado que Agustín del Correo pobló de criaturas fantásticas en aquellas narraciones infantiles desbordantes de magia pirenaica que les relataba y en las que hayas, abedules y pinos custodiaban los secretos de las brujas del valle de Tena, exorcizadas algunas pero nunca vencidas las que portaban, en sus silencios, la sabiduría ancestral.

Cuando, a petición de la veterinaria, se detiene el grupo bajo la tupida cúpula del ramaje que forman las inmensas hayas del bosque, todavía son capaces de recrear en sus oídos los imposibles bisbiseos de las hechiceras en sus conciliábulos secretos o los golpes sobre los tamboriles que precedían a los aquelarres y que tan bien remedan los torcecuellos   —los peculiares repicapuercos, como se nombran estos pájaros en aragonés—  tableteando con los picos sobre los troncos de los árboles, siguiendo el rastro de las incautas hormigas.

Camino del ibón, aún vuelve la cabeza María Petra, como si esperara ver a las bruxas que habitaron el hayedo del Betato de los cuentos de Agustín lanzándoles adioses cálidos y conjurando bienandanzas que sobrevuelan la cara nororiental de la sierra de la Partacua y envuelven a los senderistas hasta rozarles los rastros de la niñez ocultos en la memoria.


Está documentado que, en el siglo XVII, fue encausado por brujería, junto a dos cómplices, un hidalgo del valle, Pedro de Arruebo, hombre rico e instruido, que fue condenado a galeras (de las que logró huir) por haber endemoniado a 1600 personas, en su mayoría mujeres, que tras ser seducidas, mostraban «síntomas de posesión demoníaca» (dolores generalizados, mareos, convulsiones, pérdida de apetito y memoria, cánticos en lengua desconocida…). Un sindiós. Realizado un exorcismo en la iglesia de Tramacastilla de Tena, doscientas de esas mujeres se elevaron, en alucinante danza giratoria, hasta rozar la bóveda del templo, aterrorizando incluso al mismo exorcista y obligando al rey Felipe IV a tomar cartas en el asunto y a enviar con urgencia al Inquisidor General del Reino, que murió, al poco de llegar al valle de Tena, de resultas, se dice, de un maleficio.


Retiradas nubes y lluvia, refulge el Sol por la abertura del arco geotectónico de O Campanal, la caprichosa formación natural enclavada a 1860 metros de altitud, esculpida por el agua y el viento tras miles de años de erosión de la roca caliza y que el grupo deja atrás para descender hasta una pequeña hoya y remontar un nuevo desnivel que los acerca a uno de los tesoros de la Partacua, a los pies de los 2744 metros de imponentes paredes verticales de la peña Telera: el ibón de Piedrafita [FOTO], el más accesible de los cincuenta lagos glaciares del valle, destacando entre los canchales que salpican el suelo, y en cuyas aguas transparentes y gélidas, incluso en verano, moraban antaño las ondinas, entre las que destacaba  —Agustín del Correo, dixit—  la Mariaugüetas, bondadosa y sociable, que se disfrazaba de pastora para entablar conversación con quienes cuidaban los rebaños de ovejas y vacas que pastaban cerca del remanso y protegía, aseguraba el recordado cuentacuentos, a “todos los seres de corazón limpio que se acercaban al ibón”.

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«Donde la nieve II»: Archivo personal


Se deslizan despacio, pendientes de Madalina Cristea, más entusiasmada que habilidosa en su segunda jornada de esquí. “¡Mete el culo, que si no cargas todo el peso en las espinillas!”, le grita la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. El último descenso lo hacen, acalorados, con los anoraks  atados a la cintura, bajo un Sol que, despiadado, va dejando a la vista las placas de hielo y algunas rocas desnudas cubiertas por la nieve horas antes.


Muy cerca de estos sinuosos pastizales blanqueados de las tierras jaquesas, donde todavía el invierno muestra cierto rigor de antaño, nace el rio Aragón, que dio nombre al Biello [1] Reyno y a la posterior Corona y del que sigue siendo deudo el territorio que abarca, de norte a sur,  desde Ansó (Huesca) a Abejuela (Teruel). Aquí, en el valle de Astún, entre los imponentes omes grandizos [2]  petrificados que forman el ficticio mausoleo de Pyrene, la desgraciada princesa que dio nombre a la cordillera y cuyas lágrimas originaron los espectaculares ibones pirenaicos; dos de ellos, el de Escalar y el de Truchas, mantienen vivo el caudal del río Aragón a lo largo de los 195 kilómetros que recorre hasta rendir sus aguas al Ebro.


A las tres de la tarde, después de casi seis horas en un no parar, regresan al aparcamiento anexo a la estación. Sudorosos, fatigados y apetentes, los generosos bocadillos de tortilla de patata que les preparó Olarieta antes de partir les saben como el más exquisito de los manjares.






NOTAS

[1] En aragonés, viejo.
[2] Id, gigantes.

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«Colores»: Archivo personal


Recién amanecido, se internan por el hayedo. Lola Haas, que se halla de visita desde el jueves, como invitada de la señorita Valvanera, la vieja maestra, se lamenta del frío matutino y la humedad de sus pies enfundados en unas zapatillas de loneta. “Mira que le dije que ese calzero no era adecuado para subir al monte…”, le susurra la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio a María Petra.

Atraviesan el campo de almendros ya vareados que abarca desde el desnivel de la pardina de arriba hasta los límites de las vides del saso y suben, por un repecho resbaladizo, hasta el mirador donde la sierra, todavía veteada de verano, alza sus crestas a la neblina horadada por los rayos solares. “No creo que me acostumbrara a la vida rural. Estos parajes están bien para hacer senderismo, como los de Bujaruelo y Ordesa, pero vivir aquí todo el año como vosotras…”, reflexiona en voz alta Lola, sentada sobre un solitario pedrusco cuarteado y a prudente distancia de la pendiente yerma del barranco. “Mujer, que nosotras no vivimos en el monte sino en el pueblo”.


La tarde del sábado María Petra y la veterinaria llevaron a Lola a la nave del señor Juan a escoscar medio saco de almendras, recogidas esa misma mañana, que el hombre había reservado para las garrapiñadas de la señorita Valvanera. Con buena disposición al principio, la francesa no tardó en cansarse de separar, a navaja, las pieles secas amarronadas que envolvían las almendras; otro tanto sucedió cuando, siguiendo el rudimentario proceso de toda la vida, hubo de quebrar con una piedra la cáscara exterior para acceder a la semilla comestible. “Esto mismo hacían los que vivían en esas cuevas prehistóricas de más arriba”, ironizó después de haber partido no más de media docena de almendras, convertir la mayoría de las semillas en migajas y lastimarse dos dedos.


Regresan al Barrio por la senda viciada cubierta de diminutos guijarros que bordea el barranco. “Este sendero es más practicable que el otro”, dice Lola. María Petra y la veterinaria se miran y sonríen. Ninguna de ellas le explica que, a menos de cien metros, ese camino accesible termina abruptamente en una leve cortada con cinco anclajes metálicos, a modo de escalones, que han de salvarse para retomar el camino hasta el pueblo.

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«Pycnoporellus»: Archivo personal


Los chasquidos de las resueltas pisadas sobre el lecho de ramitas y hojas comprimidas del sotobosque alertan a los arrendajos que, apostados en el follaje, transmutan la suave cadencia de su parloteo en desatada vocinglería —¡Intruso, intruso, intruso!, parecen clamar—. Es tal el rebullicio de los córvidos que, además de lacerar los tímpanos del caminante, hace salir de su camuflado dormidero a una gineta que, en un visto y no visto, cruza, espantada, entre las piernas humanas y desaparece bajo los matorrales que remontan, enmarañados, hasta la pardina Foncillas.

Apaciguadas las volátiles zaragateras, se desliza el recién llegado hacia el río arrastrando el tafanario, como tantas otras veces, por el talud arcilloso cuyo acceso se distrae tras un árbol abatido y colonizado de pycnoporellus. Aguarda la frigidez mañanera del agua para acometer botas, calcetines y tejanos hasta entumecer, de pies a muslos, la dermis asaltada conforme el humano entrometido, dispuesto a alcanzar el ribazo contrario, vadea jadeante los remolinos que esculpen y engalanan de espuma las aristas de los poliedros rocosos encallados en el cauce.

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Mirador Roc del Quer (Andorra)

«Mirador del Roc del Quer (Andorra)»: Archivo personal


Mirad a Maruja, con qué seguridad y sin el menor titubeo enfila el puente tibetano de Canillo [FOTO] tomándoles la delantera a sus acompañantes más jóvenes y versados en desafiar las alturas, los mismos que, en petit comité, aventuraban que la mujer recularía cuando advirtiera que la estructura  —anclada en dos puntos alejados más de seiscientos metros entre sí—  oscilaba bajo sus pies. Mas hela aquí, alborozada y sin la menor señal de vértigo ni fatiga, como si entre sus acciones cotidianas se hallara atravesar el abismo suspendida sobre medio kilómetro de pasarela móvil ondulada o encaramada a la plataforma del mirador del Roc del Quer, que levita sobre los valles andorranos de Montaup y Valira d’Orient, paisajes por los que peregrinan, encandilados, los ojos de quienes retan a la gravedad para arrobarse con una panorámica fastuosa.



La idea de viajar a Andorra e invitar a Maruja surgió en un descanso del Campeonato de Guiñote, cuando servía Olarieta, junto a los cafés, unas chocolatinas que Josefo, su hijo, había traído de Francia. “Para chocolates buenos aquellos que comprábamos en Andorra”, comentó entonces Maruja. Y recordó aquellos viajes al principado pirenaico  —allá por los años setenta, cuando ella era una jovencita— que organizaba una agencia de Huesca y de los que las mujeres del Barrio regresaban cargadas con bolsones de azúcar, bloques de mantequilla, tabletas de chocolate y, de vez en cuando, algún transistor. “Éramos tan ingenuas que no teníamos ni idea de cuál era el límite que nos dejarían pasar por la aduana, y las veces que los guardias registraban el maletero del autobús y nos obligaban a mostrar lo que cada una había comprado, siempre había alguien que llevaba de más y se lo hacían dejar. Luego estaba la gente que, además de sus compras, venía cargada de cajetillas de tabaco escondidas bajo la ropa. Mi madre se ponía de los nervios, temiendo acabar en el cuartelillo, cuando veía a algunas mujeres del pueblo con una gordura antinatural por el tabaco que llevaban en el refajo, sabiendo, además, que se lo llevaban a Benigno y era él, y no ellas, quien sacaba beneficio”. Benigno fue, durante años, el contrabandista oficioso del Barrio; lo mismo trapicheaba con tabaco que con televisores, aparatos de radio, tocadiscos o cualquier encargo que se le hiciera. Carente de tierras, el contrabando fue su medio de vida. Era un hombre cordial y extrovertido, con muy buenas relaciones en Huesca, en donde colocaba su mercancía. Sus negocios se vinieron abajo casi al final de su vida, cuando, tras ser detenido y enjuiciado, fue condenado a algo más de un año de cárcel.

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«Garganta del Todra (Marruecos)»: Archivo personal


Si me estozo por estos andurriales, nada de dejarme tirada en este secarral. Me lleváis a casa”, les decía María Petra mientras iban ascendiendo, bajo un sol inmisericorde, por un sendero térreo del valle del Dadés [FOTO] guiados por Sandi, un joven dom de la familia Sumarj de Tinghir, emparentado con los primos de la veterinaria residentes en Chauen. Era el cuarto y último día del grupo por las estribaciones de la cordillera del Atlas, en la considerada como puerta del desierto, que presenta un paisaje entre rojizo y color café en el que destacan los espectaculares desfiladeros que los ríos Dadés y Todra fueron excavando en las rocas calcáreas durante miles de años hasta completar un efectista diseño de paredones de más de 30 metros que se abren y empequeñecen a los grupos de turistas que se adentran en estas maravillas naturales, antesalas del Sahara, donde, entre angosturas y para perplejidad de los avezados visitantes, no faltan ni los puestos de alfombras coloridas bajo las rocas laminadas [FOTO]. “¿Preguntamos si son voladoras y así no cogemos el avión en Tetuán?”, bromeaba Étienne.


Dejaron atrás el tórrido sur para regresar al no menos agostador norte marroquí —donde reinan las elevaciones del Rif—, acogidos, una vez más, en Chauen, la pintoresca localidad de origen andalusí en la que los judíos sefardíes dejaron su impronta pintando de azul los muros exteriores de las casas, tradición que se ha mantenido, pese a ser el verde el color simbólico del Islam, y ha dado a la bella ciudad —tenida como santa por los creyentes— su entrañable singularidad [FOTO]. Chauen fue, durante siglos, inaccesible para los occidentales, hasta la llegada, en 1920, de las tropas españolas, que impusieron un régimen militar y administrativo que finalizó en 1956, con la independencia del hasta entonces llamado Protectorado de Marruecos.

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«Los centinelas del Reino»: Archivo personal


En el número 42 del Diario Oficial del Ministerio de Marina, con fecha 18 de febrero de 1946, hay un apunte, bajo el epígrafe Bajas, que dice: «Transcurrido el año de «observación facultativa» que determina el artículo 165 del vigente Reglamento de la Escuela Naval Militar, y por no hallarse en condiciones de continuar la vida escolar, se dispone cause baja en la misma el Caballero Aspirante de Marina D. Manuel Derqui Martos». Algo inocuo y aparentemente ajeno a los ojos de la mayoría de no conocerse que el tal Caballero Aspirante que había navegado en el Juan Sebastián Elcano y al que se menciona en esa nota, devendría, con el tiempo, en escritor —cierto que minoritario y, por ende, perfectamente desconocido— que pese a su origen cubano (había nacido en La Habana, el 12 de septiembre de 1921), pasaría su niñez en Tetuán para recalar, tras su baja de la Marina, en Zaragoza, ciudad que adoptó como propia, y terminar sus días, todavía joven, en Aragüés del Puerto, pueblecito de la provincia de Huesca en el que su corazón se paró para siempre el día 13 de septiembre de 1973.

Como otros escritores, fue a su muerte cuando los textos de Manuel Derqui Martos, literato prolífico que había venido publicando en periódicos y revistas, vieron la luz en forma de libros. Dos de ellos a resaltar:


  • Meterra, novela que, según el propio autor, es «la biografía imaginada de un pintor que fracasa como hombre y como artista». Fue publicada en 1974 y los conocedores de la obra de Derqui señalan que, además de su factura experimental, posee una impronta kafkiana evidente en la que la Zaragoza del autor cubanoaragonés tiene cumplida correspondencia con la Praga de Kafka.
  • Cuentos, recopilación de narraciones breves publicadas en la prensa aragonesa, que se dio a la imprenta en 1978; de entre los textos recogidos destaca De Rerum Malleorum, magistral relato fantástico que se desarrolla en los Mallos de Riglos y describe una alucinante ascensión de dos alpinistas a los tubos pétreos que Derqui rebautiza como Macizo de Logris, quimérica elevación en la que conviven vampiros, lamias y seres del Inframundo con una poderosísima fauna autóctona, convertida en perversa y mortífera en la narración, y tan surrealista como el fantasmagórico hábitat dibujado con maestría por el escritor, que hace perecer a sus angustiados protagonistas en un entorno que, incluso sin el envoltorio de irrealidad claustrofóbica, se presta a la fabulación y la hipérbole.


La extraordinaria imaginación de Manuel Derqui Martos aporta sensaciones sobrenaturales nuevas a un lugar que obsequia su arriscada belleza y su magia a quienes contemplan los monumentales escarpes de conglomerados rojizos  —el Puro, el Pisón, el Visera, el Firé…, a los que Sender llamó “centinelas de las huestes del Diablo”—  y buscan entrever, entre las grietas de los imponentes farallones erguidos sobre el río Gállego, las ocultas criaturas ancestrales de las leyendas, observadoras no intervinientes (¿o sí?) del devenir humano, anfitrionas de tormentas y ventiscas y testigos silentes, tanto de los esfuerzos por conquistar las cimas, como de las ilusiones derrotadas.

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