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Posts Tagged ‘otoño’

«Infancia»: Archivo personal

 

Aquel curso, la Escuela Rural del Barrio se había ofrecido como anfitriona del Festival Navideño Interescolar en el que participaban los centros educativos unitarios de cinco pueblos de la zona. Desde primeros de diciembre, los ensayos, la cartelería y los programas de mano, además de las clases ordinarias, mantenían ocupados a alumnado y maestras del Barrio, que prolongaban el horario escolar, con tanto deleite como frenesí, entremezclados con las madres, afanadas en la confección de la vestimenta.

Iban a poner en escena, teatralizándolo, el villancico El Chiquirritín, que, finalizada la obra, interpretarían a coro apoyándose en dos guitarras, una bandurria, castañuelas y panderetas. De la direccion musical se encargaba Trini, una exalumna de la escuela con estudios de piano y nula paciencia para trabajar con gente menuda. Y fue en el tema musical donde surgió el primer contratiempo. Los cinco niños y niñas que hacían de pastores debían acercarse, de uno en uno, a acariciar al Niño —interpretado por Sergiete, un bebé de ocho meses, rollizo y simpaticote, que no pasaba por recién nacido pero era el único bebé del Barrio— y cantarle el primer verso del villancico, “Ay, del Chiquirritín, Chiquirriquitín”. La veterinaria, entonces niña, que había llegado por primera vez al Barrio en mayo y, aunque había conseguido aprender castellano, confundía sílabas y tenía un acento francés acentuadísimo, era una de las pastorcillas; pero su versión de aquello que debía entonar difería bastante del original.

—Ay, del Pichiguitín, Pichiguititín —decía.

—Que no es pichiguitín —se desesperaba Trini—. Escúchame: chi-qui-rri-tín.

Pi-chi-gui-tín.

—No, presta atención. Mírame los labios: chi-qui-rri-tín.

Pi-chi-gui-tín —insistía la niña. Y de ahí no había quien la sacara.

 

El segundo revés vino por parte del alcalde, que se negaba a que un ternero y Zaramandico, el burro del señor Juan, entraran en el Salón de Plenos donde iba a celebrarse el evento.

—Mira, Valvanera, empiezo a estar harto del Festival. Me pediste que os pagáramos los aperitivos y las bebidas para agasajar a las escuelas. Y acepté. Pero te estás pasando pretendiendo meter en el Ayuntamiento esos animales. Hacedlos en papel o poned muñecos, hostias.

—Es un belén viviente, Gonzalo, y no quieras saber lo que me ha costado que nos presten el ternero. No seas tiquismiquis, que esto es un Ayuntamiento de pueblo y tú mismo crías cerdos.

 

Llegó el día del Festival. El Salón de Plenos se hallaba tan concurrido que ni los dos portalones podían cerrarse; había gente siguiendo el espectáculo hasta en el pasillo y las escaleras. Las dramatizaciones de las escuelas invitadas fueron un éxito y llegó, en último lugar, la actuación del colegio anfitrión.

Hacer pasar, entre el publico apretujado, al ternero y a Zaramandico camino del escenario, fue toda una proeza que se resolvió entre aluviones de carcajadas. Pero no fueron tan ruidosas como las que sonaron a posteriori, cuando, pasados diez minutos del comienzo de la obra El Chiquirritín, salió la primera pastorcita —la veterinaria niña— y, tras acariciar la cabeza del Niño Jesús, entonó:

—Ay, del Pichiguitín, Pichiguititín.

La concurrencia se retorcía de risa. Entonces, hizo su entrada Talito, el segundo pastorcillo, que le hizo cosquillas al bebé y, después, cantó:

—Ay del Pichiguitín, Pichiguititín.

Lo mismo la tercera pastora. Y el cuarto pastor y la quinta. Trini, a un lado del escenario, estuvo en un tris de sufrir un soponcio, que casi llegó a la apoplejía cuando, agrupado todo el alumnado en la escena final para cantar, completo, el villancico, escuchó las voces de aquel coro con el que tanto había ensayado:

—Ay, del Pichiguitín, Pichiguititín, metidito entre pajas. Ay, del Pichiguitín, Pichiguititín, queridín, queridito del alma…

El público carcajeante aplaudió con ganas la actuación, en la creencia de que aquel pichiguitín, pichiguititín no era sino una chirigota hecha aposta. Y lo era, por supuesto; ya se había encargado Emil, uno de los chicos de 6º de E.G.B. y líder del alumnado, de persuadir a sus compañeros y compañeras para desquitarse por los rapapolvos continuados —y, en su mayor parte, inmerecidos— que el grupo había recibido de Trini durante los ensayos.

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«Ya es Navidad en The Temple Bar (Dublín)»: Archivo personal

 

De lo que va de las nueve y veintisiete del sábado —hora de llegada— a las doce y treinta y cinco del lunes —hora de partida—.

Al igual que muchas ciudades españolas —en las que el escaparatismo navideño guiña su brillibrilli desde finales de octubre/principios de noviembre—, los establecimientos dublineses han sacado sus sacos de adornos al uso y los han vaciado tras las cristaleras, sobre las marquesinas, en los aleros y a pie de calle; a veces, es tal el revoltillo que no se sabe si entre tanta prodigalidad visual se esconde el famoso Wally de gorro y jersey a rayas blancas y rojas o solo se trata de una agresiva mercadotecnia que supone que el atiborramiento de imágenes alela tanto a las y los mirones que les hace airear la tarjeta o el efectivo con mayor ligereza. Cualquier cosa. “Con qué devoción le hincaría ahora mismo el diente a una tableta de turrón de praliné”, confesaba Marís mientras, tras dejar las mochilas en el hotel, se dirigian a zampar donuts recién hechos al Krispy Kreme.

 

[…]

 

Pero si bien Dublín va al alimón con otros países en pregonar la Navidad un mes antes de su celebración oficial, es pionera, en este otoño de 2025, en adelantar el  invierno, proyectándolo en la pared ante la que se halla la escultura de uno de los símbolos de la ciudad, Molly Malone [FOTO], la joven pescadera —algunos dicen que vendía pescado de día y se prostituia de noche— fallecida de fiebres en plena calle, allá por el siglo XVII, que alimenta leyendas y letras de canciones. Cuando se colocó la estatua, en 1988, el imaginario popular atribuyó a los magníficos pechos que le asoman a la representada por la parte superior del corpiño, el don de traer suerte a quienes los acariciasen. Y así, toqueteo va y viene, terminaron tan desgastados que su superficie tenía una concavidad bien perceptible y tuvieron que ser recompuestos. A partir de entonces, las autoridades dublinesas decidieron poner vigilancia al monumento para disuadir a los turistas de la costumbre del manoseo.

 

[…]

 

Cuando se encontraban dentro del recinto del Trinity College [FOTO], Yoly se plantó: “A ver… La otra vez hicimos el tour por el Trinity y la biblioteca antigua y pagamos veinte euros… ¿Vamos a pagar hoy veinticinco por más de lo mismo? Sugiero irnos a respirar al parque Fénix”. Y a visitar los gamos marcharon. El Phoenix Park, abierto al público en el siglo XVIII —antaño había sido pabellón de caza real—, es un parque urbano de entre setecientas nueve y setecientas doce hectáreas cuyo nombre irlandes, Fionn Uisce, significa «agua clara». Un zoológico, dos lagos, espectaculares jardines y varias edificaciones históricas se distribuyen en un espacio excepcional —atravesado por el río Liffey— en el que los gamos salvajes, descendientes de los que poblaban el antiguo pabellón de caza, son de una sociabilidad llamativa [FOTO] al estar habituados al contacto con la especie humana. Entre los edificios del Phoenix Park destaca el que, desde 1938, es la residencia oficial del Presidente de Irlanda; de estilo neoclásico, se dice que en él se inspiró el arquitecto que diseñó la Casa Blanca. Como curiosidad, en una de sus ventanas hay una vela permanentemente encendida para, según la tradición, guiar a los emigrantes irlandeses de vuelta a su país.

 

[…]

 

En el pub The Quais —donde comieron un exquisito pastel de carne [FOTO], tradicional de la gastromomía irlandesa— coincidieron con dos parejas de Zaragoza que les hablaron de una costumbre navideña de los dublineses (muy) bebedores de cerveza; consiste en visitar sucesivamente doce pubs y echarse al coleto una pinta en cada uno para celebrar los doce meses del año. “Bah”, contratacaba Taty, “conozco a más de uno que no necesita escudarse en la Navidad ni en ser irlandés para beber lo mismo o incluso más”. El universo cervecero está muy sobrevalorado, lo mismo que algunos pubs de renombre subidos, en exclusiva, al carro del turismo mientras la calidad de sus servicios se desparra a pie de barra. Otros, en cambio, pese a no tener espacio, o muy poco, en las guías turísticas, mantienen su estatus de Public HouseCasa Pública, que de ahí procede la palabra pub—, con precios bien combinados con la calidad y sin sobrepasar el aforo a la hora de las actuaciones musicales en directo. Y viene bien cambiar de ambiente. Por eso, la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, que en eso de buscar alternativas es muy avispada, encontró un restaurante vietnamita de gratísimos aromas donde Étienne y sus cuatro compañeras degustaron, entre otras sabrosísimas especialidades del país asiático, la clásica sopa de fideos con carne y hierbas aromáticas [FOTO] y un plato de carne de cerdo agridulce con arroz y huevo frito con la yema líquida [FOTO]. Genuinas delicias para el paladar.

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«En armónico desorden»: Archivo personal

 

Runrunean las hojas muertas que las púas metálicas del rastrillo acorralan y apiñan en colorido desorden. Húmedas y exánimes, se dejan amasar por infantiles manos enguantadas que desbarajustan los montículos redondeados que va componiendo Lurditas, la alguacila, asiendo el mango tubular de la herramienta, mientras observa a la solícita chiquillería de la Escuela, con sus brazadas de bractéolas, yendo de la hojarasca al contenedor de compostaje y a la inversa.

 

Lurditas, ¿las hojas muertas tienen alma?

 

Manda la tradición que los jóvenes intervinientes que desfilarán esta tarde noche guiando hasta el cementerio, con la luminosidad de sus candelas, a los espíritus de las personas muertas extraviadas en las trochas de la sierra, muestren la pureza de sus corazones mediante el sacrificio, y, en el Barrio, es costumbre, desde que se reinstauró la Procesión de Almetas [1] y Totones [2], que los niños y niñas de la Escuela, protagonistas de tan singular comparsa, ofrezcan un día de recreo escolar para realizar tareas comunitarias y así exhibir, ante el vecindario y los entes sobrenaturales que contemplan los aconteceres humanos, su buena disposición, actitud que detesta Patetas, el diantre malandrín que pulula, incorpóreo, por estos lugares, porque le hace perder energía para atraer adeptos a su causa.

 

Yacen las hojas muertas en el vientre del fosal que ampara su sueño eterno. Ajenas a la luz y el cierzo, quizás, en los primeros espasmos de la putrefacción, añoren las ramas de las que pendían, vivas y ufanas, anfitrionas de pajarillos retozones y diligentes arañas. Ya no serán testigos de la magia fantasmal de la última tarde noche de octubre ni de los cuerpos infantiles cubiertos de sayones y túnicas que recorrerán, entre risas, cirios y tembleques, la hoy concurrida senda que lleva al camposanto.

 
 
 
NOTAS

[1] En el Alto Aragón, ánimas de los difuntos que fallecieron violentamente o dejando asuntos pendientes; se pasean, invisibles, entre los vivos y son tan queridas como temidas.
[2] Id., ánimas guardianas de los cementerios; al igual que el Coco, tienen fama de llevarse con ellos a niñas y niños que permanecen despiertos durante la noche.

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«Perspectiva desde el mirador»: Archivo personal

 

En el Reino de los Mallos la Naturaleza todavía no se ha engalanado con la indumentaria de entretiempo y hasta el Sol parece remiso a mermar la fortaleza de sus rayos, que se abaten, con ínfulas veraniegas, sobre los andarines detenidos en la primera zona de sombra que han encontrado circunvalando los Mallos de Riglos. “Hala, y venga verde y más verde… Se nos han chafado las fotos otoñales. No he visto ni una seta, solo esos pedos de lobo que salen en cualquier parte”, se queja Jenabou. “Pues ríete tú de los pedos de lobo, niña, pero que sepas que, durante siglos, fueron un preciado regalo de la naturaleza. Las esporas tienen propiedades cicatrizantes y antisépticas”. “¿Las usaban las brujas?”. “¿Qué brujas ni qué gaitas? Las usaba cualquiera que conociera sus beneficios medicinales”.

 

Dan cuenta de las castañas que les preparó Mariliena en la freidora de aire, antes de salir. “Os pongo poquetas para que no os fartéis, no vaya a ser que luego no me comáis lo que tengo intención de preparar”, les advirtió.

 

Entre las moles de tonalidades ferruginosas de los mallos —de los que Sender decía que eran «los centinelas de las huestes del Diablo»— se entrevé el Gállego como una serpentina cerúlea que marcha hacia la llanura, hacia el Ebro, sabiéndose amado y defendido por quienes viven y se asoman a sus orillas para reseguir con la mirada los caireles de espuma de sus aguas bravas. Porque es su río; el río del Reino; su río, que nace gabacho para aragonizarse nada más cruzar el Portalet;  su río, el romanizado Gallicus a quienes sus gentes denominan Galligo, aunque ese nombre no tenga cabida en los mapas hidrográficos peninsulares.

 

La brisa sabatina que oxigena sus pulmones les sabe a torroco deshidratado, a virutas de madera, a panizo, a nuez moscada, a migas humedecidas, a ternasco asado y a minglana con azúcar, mientras salvan la distancia que separa la cancela de la torre donde aguarda Mariliena.

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«La vaca refitolera«: Archivo personal

 

Para Olmo —el sobrino nieto oscense de María Blanca, la vecina— todos los animales son bichos. Pero pronuncia con tal efusividad la palabra que, si la escuchara y comprendiera el más tiquismiquis de los animales voluminosos que pueblan la sierra, se sentiría halagado. Además de a los animales, Olmo, que tiene cinco años, adora los puzles, a los futbolistas del Huesca y a Jenabou —la hija quinceañera de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio—, que ejerce de niñera a ratos y le narra divertidas historias de bichos parlanchines además de llevarlo y traerlo por todos los corrales, establos y vericuetos del pueblo donde gallinas, patos, ocas, cisnes, yeguas, burros, vacas, ovejas, cabras, cerdos, perros, gatos… han acabado formando parte del zoo pinturero que el pequeño ha atesorado en su creativa imaginación.


Hace dos domingos, María Blanca y Olmo pasaron temprano por la casa de la veterinaria a llevarles un plato con papanași [FOTO] que había hecho Anca, la joven rumana que trabaja en la Casa de Turismo Rural. En ese momento llamó Carmelo, el pastor, al móvil de la veterinaria para pedir ayuda porque dos de las ovejas se habían caído desde el puntón cercano a los pastos y yacían —no sabía si heridas pero, en cualquier caso, estaban vivas— en un repecho, a unos cinco o seis metros por debajo de la cima. La veterinaria y Étienne se aprovisionaron de cuerdas, avisaron al forestal para que les echara una mano y, en el vehículo del último y con Jenabou y Olmo dispuestos a no perderse nada, partieron por la pista de tierra que atraviesa el sotobosque. Fue el pequeño quien, recién iniciada la pendiente cercana al meandro del río, avistó a la rabosa a través de la ventanilla [FOTO], pese a la distancia entre el animal y el vehículo. Por fortuna, el bicho desapareció como por ensalmo y se pudo contener a Olmo, que, entre hipidos, quería bajar del coche para ver a la zorra de cerca. “No podemos parar aquí, Olmo, cariño. A las rabosas no les gusta que las molesten, y, además… ¿no ves que se ha marchado…?”, le decía Jenabou. “Joder con el crío de los cojones… ¿Para qué lo habéis traido?”, refunfuñaba el forestal.

El último tramo hasta el puntón lo hicieron caminando, con Olmo subido a la espalda de Etienne. Carmelo aguardaba en la cima. ”Una se ha despeñau”, anunció lacónico, ”pero la otra aguanta en el repalmar”. Fue la veterinaria la que descendió y sujetó con cinchas a la oveja superviviente, que no tardó en ser izada, con mucho cuidado, por los otros tres. El bicho rescatado resultó no tener sino pequeñas erosiones en las patas y se incorporó al rebaño comunal como si jamás hubiera estado a punto de descalabrarse. A Olmo, ignorante de la muerte de una de las ovejas, lo entretuvo Jenabou con Bretona [FOTO], uno de los ejemplares de la yeguada de monte que comparten pastos con el rebaño ovino del pueblo y la vacada de Casa Ginés. La yegua reconoció el silbido de la adolescente —que ha estado montándola durante el verano, ayudando a los guías que realizan recorridos turísticos a caballo— y acudió junto a su amazona deleitando al pequeño Olmo con sus cabeceos y chillidos semejantes a la risa.

A la oveja muerta la dejáis para los pobres buitres. No la saquéis de ahí”, pidió Carmelo antes de que se marcharan, dirigiéndose, sobre todo, al forestal. “Ya se verá”, respondió este. Cuando salvaron el desnivel para dirigirse al vehículo, aparcado donde se interrumpe la pista, aún tuvo Olmo otro encuentro con uno de sus queridos bichos: Una de las reses de la vacada de Casa Ginés se plantó delante de los rescatadores, como si quisiera cumplimentarlos. Y así se mantuvo, inmóvil, con los ojos fijos en el grupo, mientras el vehículo avanzaba pista abajo. Casi habían llegado al pueblo y todavía continuaba Olmo, girado hacia la luna trasera del vehículo, con el adiós en la mano.

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«Una cierta melancolía»: Archivo personal


Pasaste con Bizén toda la noche del 26 al 27 de febrero: bebiendo y viendo la televisión, comentando los programas hasta la madrugada. A las siete de la mañana te entró hambre, bajaste a la calle a comprar pan. Querías hacerte una tortilla francesa. La casa de la calle Borrell no tiene ascensor. Vivíamos en un quinto piso, cuyas escaleras nos mataban cuando volvíamos borrachos, cuando llegábamos del mercado cargados de garrafas de agua, cuando regresábamos de pasar unos días en Zaragoza cargados de bolsas, cuando volvíamos con las manos en los bolsillos después de ir al apartado de correos.

Lo último que recuerda Bizén, porque después se durmió, es que te ofreciste a prepararle una tortilla. Te preparaste una tortilla francesa, y poco más tarde te tiraste por el balcón.— Fragmento de Amarillo, novela-elegía escrita por FÉLIX ROMEO (1968-2011).


En el rincón resguardado del cierzo donde el tiempo se ceba con los erosionados sillares de piedra calcárea de la muralla, deambula, incorpóreo, Félix Romeo; planea entre el escuálido ramaje del árbol y acaricia los peciolos de las hojas hasta que el siseo trémulo atrae al lector ensimismado que gira la cabeza y absorbe, con las pupilas expandidas, las deformidades del viejo muro y el desteñido color del exiguo follaje donde gorriones e insectos se parapetan.

Él, el lector voraz que desafía, encapuchado, las primeras horas, aún frescas, de una mañana de noviembre, se remueve haciendo rechinar levemente las tablillas despintadas del banco que acoge su escueta humanidad; deja el libro de Romeo haciendo equilibrios sobre sus rodillas, retira la capucha de su cabeza, cierra los ojos unos instantes, se pone de pie, acomoda delicadamente a la izquierda del banco el ejemplar y se encamina, zarandeado por el cierzo, a la avenida que asoma ruidosa.

Habrá otras manos y otros ojos; quién sabe si otro rincón amurallado donde el espíritu de Romeo sobrevuele su propio escrito en busca de sí mismo y de Chusé Izuel, el amigo y compañero que un día escribiera que “un suicida, por muchas explicaciones que haya podido dejar tras de sí […], parece llevarse siempre consigo un secreto, un gran misterio que jamás podrá ser resuelto”, para acabar suicidándose él mismo unos meses después, el 27 de febrero de 1992, dejándole a Félix Romeo la dolorosa tarea de desentrañar el misterio de ese instante en que la opción de la vida quedó brutalmente descartada.





NOTA

Unos días antes de suicidarse, Chusé Izuel (1968-1992) remitió a la mujer que amaba un conjunto de dieciséis relatos que, en 1994, los amigos y compañeros de piso de IzuelFélix Romeo y Bizén Ibarra— editaron bajo el título Todo sigue tranquilo.

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«El senderista»: Archivo personal


En el somonte de la reverdecida estampa montuosa de la sierra de Leyre, se agolpan las aguas del embalse de Yesa, a las que mira —desde la balconada pétrea donde fue erigido— el milenario monasterio. Danzan los pies viajeros por los senderos de tierra reblandecida y tatuada de surcos en los que el persistente sirimiri deposita con paciencia los alfileres acuosos a los que el Sol, aún no batido, hace destellar como si de caprichosas vetas de plata se tratara.

El aire dulcemente húmedo trae aromas a tomillo y espliego que se expanden entre abetos, encinas, avellanos y arces montejos, protectores de las pequeñas colonias de orgullosos agaricales [FOTO] que brotan aquí y allá, arropados por un mantillo de hojarasca que recibe, esponjoso, la firme acometida de las pisadas humanas.

Ascienden los senderistas por la pendiente herbácea, bajo la vigilancia de un águila culebrera, tal vez desplazada desde su hábitat en las espectaculares foces serranas en las que las rapaces mantienen su cuartel general; a medio camino, le toman el relevo una pareja de águilas calzadas que desaparecen tras el farallón de dolomitas y calizas entre las que se abre el Paso del Oso [FOTO].

Se aposentan los andarines frente a la abertura natural que enmarca las tierras del valle del río Aragón, en el viejo y pequeño condado que el gran monarca navarro Sancho III el Mayor dejó en herencia a su hijo Ramiro y del que este fue rey —el primer rey de Aragón—. Y allí, en el Paso del Oso, donde Aragón y Navarra se abrazan, parece detenerse el tiempo para los caminantes, que aspiran y otean, almuerzan, callan, reposan y olvidan la hora como si, en su fuero interno, pretendieran emular a Virila, el santo abad medieval del monasterio de Leyre que, un día, salió a pasear por las inmediaciones del cenobio y, abstraído en sus reflexiones y en el canto de un esforzado ruiseñor, cuando regresó al monasterio habían transcurrido trescientos años.

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«Fogar»: Archivo personal


Las llamas se ensoberbecen entonando un siseo mutado en alaridos intermitentes que reverberan en la hornacina de piedra volcánica que las constriñe.

Oscilan y se retuercen entre las fauces desdentadas del fogaril que las aloja y custodia.

Braman y se rebelan; se enfurecen y expanden. Bailotean convulsas sin chamán que las amanse ni las refrene ni guíe.

Después, vencidas y extenuadas, van feneciendo, hambrientas de leña, entre aflictivos susurros para extinguirse, al fin, aún contristadas, dejando su impronta lustrosa en la carne que yace sentenciada entre brasas.

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«Minervas en el panical»: Archivo personal


A poca distancia del bosquecillo de coníferas, al socaire del peñasco de la margen izquierda que, enfrentado a su homónimo de la orilla derecha, forma la garganta que encajona el cauce del río, crecen los cardos panicales, tan ordenadamente distribuidos que bien parecen sembrados por manos hortelanas. Aseguran los viejos que merced a esas plantas perennes se dio nombre a las escurridizas paniquesas que, acometidas por las víboras, buscaban en la savia del azulado y enhiesto vegetal remedio para las mortales mordeduras. Y si esa prodigiosa simbiosis de listeza animal y empatía herbácea resulta extraordinaria, no lo es menos la supervivencia de una menguada colonia de mariposas minervas refugiadas en esa franja de terreno resguardado que compone una impresionante terraza con vistas al río. Animosas ellas bajo los débiles rayos de un Sol que las alienta y confunde, resisten los alfilerazos fríos del otoño recién venido, ajenas a que su sobrepasado ciclo vital está llegando a su fin. Extasiado, las observo coquetear con las brácteas de los cardos y, en un impulso cándido, acerco, necio de mi, la mano ansiando que me rocen los dedos y cosquilleen mis yemas… Mas, apenas iniciado el avance, me detiene una punción leve, como si el panical, consciente del efímero revoloteo de sus anaranjadas rondadoras, quisiera transmitirme con la superficial estocada su tajante apercibimiento: «¡Déjalas tranquilas, humano!».

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«Al otro lado de los arriates»: Archivo personal


(Mediodía.
Él.
Los gatos.
La tumbona.
Y un libro).


El Sol, quijote entre nubes plomizas y barrigonas que amagan lluvia, le pirografía las mejillas de tibios arabescos.
Le llegan retazos de conversaciones del otro lado de los arriates que dividen el terreno del solanar entre las dos casas.
Trae la brisa fragancia de lilas y alhelíes y el grato aroma del pescado dorándose en la parrilla de los vecinos; se levantan hilillos de humo que desaparecen apenas iniciado el ascenso.

Aspìra y saliva con los ojos entrecerrados.

Una sombra intercepta las caricias del Sol y quedan en suspenso las reconfortantes emanaciones. Escucha, a la altura de su rostro, la voz que irrumpe en su éxtasis, desbaratándolo:

Quio, espabila y llama a tus gatos, que no hay manera de uchalos y están relojiando contino el rodaballo. Me fería duelo tener que rujialos con la manguera…


(Regresa Enrique, el cuñado de la vecina, al solanar colindante. El yacente abandona, mohíno, la tumbona y lo sigue, reprobándole en silencio el instante frustrado).

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