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Posts Tagged ‘Navarra’

«Río Sadar»: Archivo personal

 

Vagar por el adorable bosquete por el que discurre, manso, el humilde río Sadar es una apreciable regalía para los sentidos. Los pies retozan sobre la hierba enmoquetada de otoño y los chasquidos de las hojas holladas reverberan en los troncos de los abetos, los sauces, los tilos, los álamos boleanas, los ciruelos rojos, los chopos lombardos, los mostajos, los arces, los plátanos, los ginkgos bilobas, las píceas, las secuoyas, los robles, los olmos, para regresar a los tímpanos humanos en forma de bisbiseos que el paseante imagina como retazos de las conversaciones privadas que mantienen las plantas leñosas elevadas en una lengua secreta que solo los herrerillos, cernícalos, agateadores, mochuelos, cornejas, carboneros, petirrojos y otras aves que se asientan en sus ramas, son capaces de comprender.

Quizás —se dice el andarín— fuera una lavandera cascadeña la primera en advertir la tropelía perpetrada este verano, alertando de inmediato a los habitantes de la floresta:
—¡Están matando a nuestros caseros! ¡Los humanos están derribando nuestros árboles!

Cuando a los trinos horrorizados de la lavandera —o de una abubilla o de un gorrión común— se unieron las voces indignadas de los paseantes habituales de la arboleda, cuyo terreno pertenece al campus de la Universidad de Navarra —la del Opus Dei—, ya habían sido talados más de un centenar de árboles y otros ciento setenta y cuatro se hallaban en capilla.

El vocerío no tardó en llegar al Ayuntamiento de Pamplona, que envió a la Policía Municipal a paralizar el apeo y a los responsables medioambientales a investigar las posibles irregularidades cometidas por la Universidad opusdeísta, que carecía de la preceptiva licencia municipal para ejecutar dicha acción.

En su descargo, alegó la Universidad que todos los árboles derribados estaban enfermos —¿TODOS? ¿Los ciento veinticuatro?—, presentando «podredumbre y variación del color, que indican colonización por hongos y bacterias», suponiendo, muchos de ellos, un peligro para los viandantes por la posibilidad de desmoronarse. Definió la deforestación realizada como «consecuencia de un malentendido», a raíz de un informe del área de Jardines del Ayuntamiento de Pamplona, fechado en enero de 2025, en el que aconsejaba la tala de los árboles de la ciudad, por motivos de seguridad, cuando estos presentaran «pérdidas súbitas de estabilidad».

Y así —mientras unos acusan y amenazan con sanciones y otros se justifican; mientras nacen y crecen los artículos periodísticos a favor de unos o de otros, con la afinidad política como principal argumento; mientras los técnicos medioambientales del Ayuntamiento evalúan la salud de los chopos lombardos y álamos boleanas a los que, por el momento, se ha conmutado la pena capital—, el paseante, apeado del arrobo otoñal, contempla el vacío dejado por los ejemplares ajusticiados y piensa en el desconcierto de sus pequeños pobladores, testigos del desastre y obligados a acogerse a la solidaridad de los ocupantes de los demás árboles.

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«El senderista»: Archivo personal


En el somonte de la reverdecida estampa montuosa de la sierra de Leyre, se agolpan las aguas del embalse de Yesa, a las que mira —desde la balconada pétrea donde fue erigido— el milenario monasterio. Danzan los pies viajeros por los senderos de tierra reblandecida y tatuada de surcos en los que el persistente sirimiri deposita con paciencia los alfileres acuosos a los que el Sol, aún no batido, hace destellar como si de caprichosas vetas de plata se tratara.

El aire dulcemente húmedo trae aromas a tomillo y espliego que se expanden entre abetos, encinas, avellanos y arces montejos, protectores de las pequeñas colonias de orgullosos agaricales [FOTO] que brotan aquí y allá, arropados por un mantillo de hojarasca que recibe, esponjoso, la firme acometida de las pisadas humanas.

Ascienden los senderistas por la pendiente herbácea, bajo la vigilancia de un águila culebrera, tal vez desplazada desde su hábitat en las espectaculares foces serranas en las que las rapaces mantienen su cuartel general; a medio camino, le toman el relevo una pareja de águilas calzadas que desaparecen tras el farallón de dolomitas y calizas entre las que se abre el Paso del Oso [FOTO].

Se aposentan los andarines frente a la abertura natural que enmarca las tierras del valle del río Aragón, en el viejo y pequeño condado que el gran monarca navarro Sancho III el Mayor dejó en herencia a su hijo Ramiro y del que este fue rey —el primer rey de Aragón—. Y allí, en el Paso del Oso, donde Aragón y Navarra se abrazan, parece detenerse el tiempo para los caminantes, que aspiran y otean, almuerzan, callan, reposan y olvidan la hora como si, en su fuero interno, pretendieran emular a Virila, el santo abad medieval del monasterio de Leyre que, un día, salió a pasear por las inmediaciones del cenobio y, abstraído en sus reflexiones y en el canto de un esforzado ruiseñor, cuando regresó al monasterio habían transcurrido trescientos años.

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«Fogar»: Archivo personal


Las llamas se ensoberbecen entonando un siseo mutado en alaridos intermitentes que reverberan en la hornacina de piedra volcánica que las constriñe.

Oscilan y se retuercen entre las fauces desdentadas del fogaril que las aloja y custodia.

Braman y se rebelan; se enfurecen y expanden. Bailotean convulsas sin chamán que las amanse ni las refrene ni guíe.

Después, vencidas y extenuadas, van feneciendo, hambrientas de leña, entre aflictivos susurros para extinguirse, al fin, aún contristadas, dejando su impronta lustrosa en la carne que yace sentenciada entre brasas.

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«Desde el mirador»: Archivo personal


A buen paso y sin paradas, caminan desde Zizur hasta el cordal de la sierrecilla —donde una prospección descubrió un emplazamiento romano de campaña— que domina Gazólaz, siguiendo el familiar itinerario que otros senderistas, en su mayoría mujeres, recorren en una y otra dirección, aunque obviando la ascensión al monte. Son tantas las personas que parecen haber acordado transitar a la vez por la misma vereda que el camino ya semeja un bulevar festoneado de hierbas y árboles entre los que, con mejor o peor soltura, hace el paseíllo una buena colección de calzado deportivo con el color blanco como seña predominante.

A la vuelta, pasado el mirador, se cruzan con el señor Juan-Ignacio  —ochenta y seis años mejor que bien llevados— y su nuera, vecinos de Madalina y Camelia y habituales entre los paseantes que hacen la ruta Zizur-Gazólaz-Zizur. “A estos mañicos habrá que empadronarlos en Navarra”, les dice el hombre, con un guiño, sin detener la marcha.


El señor Juan-Ignacio nació, en 1937, en un caserío de Oyarzun que, durante la II Guerra Mundial, sirvió de refugio a aviadores aliados derribados en Francia y que la conocida como Red Comète, que contaba con colaboradores en el País Vasco, se encargaba de trasladar a los consulados británicos de San Sebastián y Bilbao, rehuyendo a la Gestapo y a la policía franquista. La Red Comète fue puesta en marcha en 1941 por la joven belga Andrée (Dédée) de Jongh (1916-2007) para evacuar a través de la frontera franco-española a pilotos aliados, combatientes fugados de campos de concentración y prisiones, judíos y cualquier persona perseguida por los nazis. Entre los colaboradores españoles, la Red Comète contó con María Garayar Recalde (1893-1983) y miembros de su familia. Tanto su marido, pese a no pertenecer a la Red, como ella y sus cuñados fueron detenidos por la policía franquista y encarcelados. En Bélgica y Francia, varios miembros de la Red Comète cayeron en manos de la Gestapo y algunos fueron fusilados, pese a ello los nazis no consiguieron desmantelar la organización, a la que también perteneció Maritxu Anatol Aristegi (1909-1981), una francoespañola con residencia en Irún cuya heroica contribución a la Red Comète fue reconocida en 1946 por los gobiernos de Francia, Inglaterra y Estados Unidos.

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«Entrada de la antigua prisión del monte Ezkaba (Pamplona)»: Archivo personal


  • EL FUERTE.- En 1878, en el monte Ezkaba próximo a Pamplona, a más de 800 metros de altitud y como defensa navarra contra las arremetidas carlistas, mandó construir Alfonso XII un fortín militar que lleva su nombre, aunque es conocido popularmente como fuerte de San Cristóbal o de Ezkaba. Considerado obsoleto en 1919, no fue hasta 1934, durante la II República, cuando la fortaleza se convirtió en penal para presos peligrosos y políticos —algunos de ellos relacionados con la Revolución de Asturias—. Estallada la guerra (in)civil, los golpistas mantuvieron el fuerte como cárcel, en este caso para prisioneros republicanos, hasta su cierre definitivo en 1945.

    Propiedad del Ministerio de Defensa, el fuerte de San Cristóbal fue declarado Bien de Interés Cultural en el año 2001.



  • LA FUGA.- El 22 de mayo de 1938, con una población reclusa de unos 2.500 hombres encarcelados en condiciones infrahumanas, se produjo en el bastión de San Cristóbal una de las huidas más numerosas y trágicas de la historia de España: 795 presos republicanos consiguieron escapar, organizándose de inmediato una caza implacable que, dada la topografía del terreno y el paupérrimo estado físico de los fugados, no tardó en dar sus frutos a favor de los administradores de la fortaleza.

    Doscientos seis presos fueron abatidos in situ por sus perseguidores y quinientos ochenta y seis detenidos y regresados a sus lóbregos cubículos en las semanas siguientes —catorce de ellos, acusados de ser los cabecillas de la fuga, serían fusilados en agosto de ese mismo año—. Tan solo tresJovino Fernández, Valentín Lorenzo y José Marinero— de los setecientos noventa y cinco republicanos evadidos, burlaron a sus rastreadores y consiguieron llegar a Francia.



  • LA VISITA.- Antes de las nueve de la mañana ya han llegado las treinta personas que se inscribieron para realizar una visita guiada por el interior del fuerte de San Cristóbal. Hace frío. Mucho. Una mujer de mediana edad, arrebujada en un plumífero, comenta el malestar que se ha apoderado de ella pensando en “esos pobres de aquel entonces malviviendo con la climatología extrema de Pamplona”, a lo que un joven, de poco más de veinte años, le replica: “Por la climatología, el hambre, las enfermedades, los maltratos…”. Hay, amén de curiosidad, cierta desazón en algunas miradas pese a lo poco que se atisba a través de la reja externa [FOTO]. Los tres amables guías dirigen al grupo hacia el interior. Los visitantes marchan despacio, flanqueados por viejos edificios [FOTO] mientras uno de los guías realiza indicaciones: “Vamos a atravesar ese arco para acceder a las celdas[FOTO]. El recinto carece de luz eléctrica y solo las linternas ayudan a vislumbrar los diferentes espacios. “Estos eran los locutorios[FOTO], señala. Cada estancia sobrecoge. En algunos habitáculos todavía son visibles las inscripciones dejadas en la pared por quienes allí vivieron su calvario [FOTO]. A ratos, entre los escasos y puntuales murmullos de quienes observan cada recodo del lugar en este invierno de 2024, parecen escucharse los susurros de aquellos hombres desesperanzados entre mugre, endeblez y padecimientos.

    La salida de este Lugar de Memoria es, para algunos de los visitantes, casi una liberación. Hay suspiros y respiraciones profundas, como si las dos horas pasadas reviviendo el abatimiento de otros seres humanos entre esos deslucidos muros, hubieran enlentecido, hasta casi anularla, la función pulmonar.

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«Portal Nuevo de la Taconera»: Archivo personal


Han quedado en los Jardines de la Taconera, el parque más antiguo de Pamplona, con Luis, el exmosén, llegado hace tres días de Putla Villa de Guerrero, localidad mexicana en la que desarrolla una admirable labor social. Luis, berriozartarra de nacimiento, fue el párroco del Barrio durante casi cuatro años, hasta que decidió colgar los trastos de evangelizar y dedicarse en cuerpo y espíritu a una ONG de Oaxaca que, imbuida del empuje zapatista, se ocupa de personas desfavorecidas y vulnerables. Una vez cada uno o dos años, cuando dispone de fondos para costearse los billetes de avión, recala en España para visitar a familiares y amigos.


Pamplona sabe ya a fiesta en esta víspera soleada del ansiado cohete que reverberará en la ciudad, sus gentes nativas y visitantes, dejando en las calles esa impronta que justo cien años atrás marcó al joven corresponsal del Toronto Star, Ernest Hemingway (1899-1961), propagandista, urbi et orbi, de encierros y juergas, paisajes, amaneceres, amoríos y borracheras. Las crónicas, primero, y los libros, después, de Hemingway atrajeron a la capital navarra gente, mucha gente; tanta, que, años más tarde, cuando todos los recovecos etílicos, gastronómicos y taurinos de Pamplona carecían de secretos para el futuro Nobel de Literatura y sus leales seguidores y aquellas fiestas habían pasado de populares a populosas, escribió, entre asombrado y pesaroso: «Pamplona estaba huraña, como siempre, atestada… con 40.000 turistas más, lejos de los 20 de la primera vez, cuando vine hace dos décadas». Ay, si don Ernesto pudiera comprobar lo ridículas que son, comparadas con las actuales, las cifras que le resultaban escandalosas entonces…


Hace tanto tiempo que no vivo los Sanfermines que estar aquí me parece un sueño”, declara, entusiasmado, Luis. “No me puedo creer que mañana sea el chupinazo y lo vea y lo escuche desde abajo, en la misma plaza del Ayuntamiento. Porque… ¿estaremos allí, no?

Abandonan el parque por la salida del Portal Nuevo, puente bajo el que fluye la carretera y que pese a sus dos torreones almenados  —famosos por su extraordinaria acústica—  que trasladan a otra época histórica, fue levantado en los años cincuenta del siglo XX, en el mismo lugar donde estuvo el puente original, destruido en 1823 por los bombardeos que sufrió Pamplona durante el asedio llevado a cabo por las tropas absolutistas.



NOTA

The Sun Also Rises es el título original de la novela Fiesta, de Ernest Hemingway, que universalizó los Sanfermines e hizo famosa la ciudad de Pamplona y sus alrededores.

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«El avezado girasol»: Archivo personal


Por el caminito de la calle Saguesgaña de Zizur, donde se acentúa el recuerdo de nuestra memorable Izarbe entre los girasoles que van abriéndose a la calidez de este húmedo entretiempo, ya no habrá más encuentros con Vitorieta, la señora ayerbense que recorría la acera ayudada por un divertido andador de colorines y siempre acompañada por su nieto Gaizka. Victoria  —Vitorieta, como le gustaba ser llamada—  falleció a primeros de este mes, el misma día de su noventa y siete cumpleaños, en Pamplona, ciudad a la que se trasladó en 1956, tras matrimoniar con un hostelero navarro al que había conocido en Huesca. Quizás, en ese Lugar del Otro Lado al que tantas veces se refería, se haya tropezado con Izarbe y le hable de “los teatreros y el Poeta” que llegaron, aquel verano de 1933, a Ayerbe, su pueblo, cuando no era sino una mocosilla de siete años y jugando a la cú del escondite con sus amiguitas, entre el entarimado a medio montar, resbaló en la tierra y terminó llorando con un rasponazo en la rodilla que el Poeta, tras restañarle la sangre con un pañuelo, le sopló hasta convertir el llanto en sonrisa. Eso explicaba ella que le había contado, varios años después, su madre, cuando el Poeta llevaba bastante tiempo muerto y aquella fotografía que el retratista itinerante había hecho a los faranduleros (ellos, con el mono azul y el logotipo de la máscara sobre la rueda de un carro; ellas, de igual color el vestido, y un cuellecito blanco) con los críos del pueblo, delante de la camioneta La Bella Aurelia… —ay, aquella foto— había acabado hecha pedacitos cuando, bien entrada la posguerra y con el miedo presidiendo cada jornada, la madre de Vitorieta supo que el Poeta, de nombre Federico García Lorca, —“un rojo de mala vida”, le dijeron las pías damas de la Sección Femenina de Ayerbe— había sido fusilado por los vencedores al iniciarse la guerra, los mismos o de idéntico pelaje de los que había conseguido escapar su marido y padre de Vitorieta en 1939, y del que, en 1964, les avisarían por carta desde Francia que había muerto de un infarto.



NOTA

Desde julio de 1932 hasta abril de 1936 el teatro universitario ambulante La Barraca, bajo la dirección de Federico García Lorca y Eduardo Ugarte, recorrió 74 localidades españolas (entre ellas, Ayerbe, Jaca, Canfranc y Huesca) con un repertorio de trece obras de teatro clásico, dentro del proyecto de las Misiones Pedagógicas que se llevaron a cabo durante la Segunda República.

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«Campus»: Archivo personal


Discurre el humildísimo Sadar trajeado de acequia y custodiado por mástiles desabrigados que codician primaveras de prometedores nidales enmascarados por abombados velámenes reverdecidos. Marcha dócil, reptando en silencio entre hierbas durmientes y arcillas endurecidas que encorvan, aquí y allá, el cauce enmarcado de riberas desniveladas en las que se amodorran los insectos, apenas turbados por la acompasada respiración del humano que, sentado en la tierra y retrepado en el tronco de un árbol, encara su rostro de ojos cerrados a los discretos roces del Sol. Sobre los muslos, un libro abierto; en la hierba, en combado equilibrio, una botella de agua semivacía; en la mente, quizás un revoloteo de pensamientos que les son ajenos a los tres gorrioncillos panzudos que, ávidos, dan cuenta de un semicírculo de migas de pan de molde esparcidas por el césped desmochado.

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«Calle Redín»: Archivo personal


Dejan los Limones negros de Javier Valenzuela el Tánger nocturno desde el que se avistan las luces de Tarifa para recorrer   —livianos, en un bolsillo lateral de la mochila—  el viejo bastión pamplonés del Redín, la parte más antigua de la muralla abaluartada de la ciudad.

Celebra, sonoro, el empedrado el ascenso por la calle donde los cordeleros domaban el esparto y transformaban el cáñamo en cuerdas de distintos grosores al son del trajín de los peregrinos en ruta a Compostela que accedían a la villa fortificada por el portal de Francia [FOTO] para recalar en los chacolines, las tabernas de mesas lacradas por el vino agrio derramado en los innumerables trasiegos.

Se acomodan los paseantes actuales en el mirador [FOTO], allí donde el frío sigue batallando sobre la soledad de la terraza del mesón del Caballo Blanco [FOTO], falso enclave medieval construido en 1961 con los restos del derribo del palacio de Aguerre y la bóveda gótica de la que fuera la famosa taberna de Culoancho, guardando en sus hechuras la esencia de aquella Pamplona guerrera y defensiva, pero acogedora, del siglo XVI.


Y, entonces, la casa natal del tío Sabas, que me habéis dicho, ¿está por aquí?”, pregunta Pilar-Carmen, impaciente, rompiendo el hechizo. “¿De Sabicas? Está cerca, detrás de la catedral. Ahora mismo vamos”, dice la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. Deshacen el camino andado. En el banco del mirador, los Limones negros de Javier Valenzuela —concienzudamente olvidados—  aguardan que algún otro amante de los libros los haga suyos.

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«Balsa de Guenduláin»: Archivo personal


De camino hacia el despoblado de Guenduláin, recuerda Iliane aquel día de hace quince o dieciséis años, cuando las hermanas Cristea y ella hicieron borota [*] en el instituto y marcharon con las bicis, sin un destino fijado, por aquel sendero de tierra que las condujo, entre arbustos y hierbajos selváticos, a las orillas de la balsa de Guenduláin, en medio de un paraje fantasmal y solitario por el que, con cierta congoja, transitaron hasta llegar a dos edificaciones en ruinas, lienzos de grafiteros, donde Madalina creyó advertir unas sombras. No solo no se acercaron sino que dieron media vuelta, con el miedo asido a los esternones y la sensación de hallarse entre presencias malignas que las perseguían, invisibles, como si de un mal sueño se tratara.

De aquella extraña aventura les quedó la vaga impresión de haber hecho el ridículo ante sí mismas, amén de unas punzantes agujetas en muslos y pantorrillas y, meses después, el primer premio en el III Concurso de Relatos en Euskera del Instituto, obtenido por Camelia Cristea, con una narración de tintes góticos sobre una supuesta Dama de Guenduláin que habitaba en la balsa y se alimentaba de las almas de los incautos que se atrevían a acceder hasta sus dominios. “Nunca pensamos que volveríamos”, confiesa Iliane.

Parece como si aquí se hubiera detenido el tiempo. Está igual que entonces, y la balsa sigue semejándose a la charca del ogro Shrek”, afirma Camelia.

La vegetación, teñida de otoño, se alza, profusa, alrededor del agua y a cada lado del camino hasta llegar frente a las ruinas, tristes ruinas, de lo que siglos atrás fueron la iglesia de San Andrés [FOTO], construida en el siglo XVI, y el castillo palacio del Señor de Ayanz [FOTO], ambos edificios dejados a su albedrío, sucios de grafitis en sus partes inferiores pero todavía, en su alzada, mostrando la grandeza de su pasado.

En ese castillo palacio de finales del siglo XV que cualquier observador intuye majestuoso en origen pese a su tremendo deterioro, nació Jerónimo de Ayanz y Beaumont (1553-1613), representante, con todos los honores, del hombre renacentista por excelencia y precursor de grandes inventos, como la mismísima máquina de vapor, el aire acondicionado, el traje de buzo y el submarino, entre otros. Fue, además, militar, pintor, cosmógrafo, científico y músico. Sus restos reposan, sin lápida, en la Capilla del Socorro de la Catedral de Murcia, ciudad de la que fue Regidor por nombramiento del rey Felipe II, a cuyo servicio había entrado, con apenas catorce años, en calidad de paje.








NOTA

[*] En Navarra, se denomina hacer borota al acto de saltarse las clases, hacer novillos.

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