«La Escaladora en el tramo final de la vertical»: Archivo personal
—¿Pero toda esa ferralla llevabas incrustada en la rodilla…?
—De ferralla, nada. La placa y los clavos son de acero y de aleación de titanio.
—Pues te puedes montar una acería.
La Escaladora, con la pierna reposando entre almohadones, sonríe mientras él tantea los clavos intramedulares [FOTO], depositados en la mesilla del hospital, que le ha extraído hace menos de tres horas la cirujana, la misma que se los implantó, hace un año, a raíz de un accidente que le fracturó la rodilla. El Accidente. El Estúpido Accidente. Ella, la Escaladora, tan ágil y segura, rampando —ora con cuerda, ora a pulso— en el rocódromo; afirmando, en posturas acrobáticas, manos y pies en las coloridas presas ancladas en la pared o emulando a los treparriscos en las calizas verticales que amurallan los barrancos de la sierra. Imbatible su resistencia, inmune a los rasponazos inmisericordes de las rocas, asida con firmeza a los agarres con las manos impregnadas de polvo de magnesio y las guedejas de su cabellera asomando bajo el casco protector. La mente de él retrocede casi un cuarto de siglo atrás, la primera vez que reparó en aquella niña de ocho años que vacacionaba en el Barrio; ella jugaba al fútbol en la plaza con la grey infantil; él, veinteañero, leía un libro en la terraza del bar del Salón Social. De repente, los gritos de la chiquillería dejaron de escucharse y él, sorprendido por el súbito silencio, levantó la cabeza y vio a la niña, de pie, sobre el tejado de la abadía, lanzándoles el balón a sus compañeros de juego; había trepado por la fachada del edificio, apoyándose en los salientes de los ladrillos de adobe, para recuperar la pelota encallada entre las tejas. “¡Quieta ahi!”, le gritó, corriendo hacia la abadía. Pero ella ya descendía, muy despacio, tanteando los ladrillos con los pies. Cuando llegó abajo, se lo quedó mirando y, ladeando la cabeza, le preguntó: “¿Se lo vas a chivar a mi madre?”. Regresa al presente y mira a hurtadillas a la Escaladora, que juguetea con el mando a distancia del televisor, y piensa en los giros del destino, ese destino que rehuyó comprometer las incursiones roqueras de la Escaladora a varios metros de altura pero no la hurtó de resbalar sobre la encimera de la cocina —a la que se había subido para limpiar los armarios superiores— ni de caer, rodilla en tierra, en el embaldosado de gres, a ochenta y ocho —ridículos pero lesivos— centímetros de distancia.











