«Mallos de Riglos»: Luistxo eta Marije
El hombre alza la mirada hacia las rojizas moles pétreas que se yerguen, orgullosas, al otro lado del Gállego -la vieja Leika sobre el estropeado pretil asomado al torbellino acuoso que, liberado del cercano embalse de la Peña, golpea las desgastadas piedras que se apoyan, con voluntad de icebergs, sobre el invisible lecho del río-.
-Monsieur Lussot, debemos irnos. No puedo dejar el coche en este punto de la carretera…
-Sólo un minuto más. Un minuto…
La veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio contempla la figura del hombre recortada sobre la vertical del río mientras vigila, por el rabillo del ojo, la cercana curva del tramo carretero.
-Si quiere, regresamos al desvío y nos llegamos al pueblo… Pero aquí no podemos seguir.
El hombre se da la vuelta.
-Didier adoraba el Firé y el Pisón. Conocía el nombre de cada vía abierta en esos mallos. Los amaba. Quería emular a Rabadá y Navarro. No echarse atrás…
-Lo sé. No reblar (=en aragones, ceder, claudicar).
-No reblar, sí.
-¿Quiere que entremos en el pueblo…?
-Oh, no. No. Recordaba a mi hijo. Quizás lo buscaba ahí enfrente, pero… Tienes razón. Será mejor que continuemos el viaje.
El cuerpo de Didier, único hijo de monsieur Lussot, descansa desde hace más de un cuarto de siglo en alguna sima del corredor del Couloir de Gaube, en el Vignemale, montaña que el joven se había propuesto como última prueba antes de iniciar su aventura en el Eiger, donde sus ídolos, los aragoneses Alberto Rabadá y Ernesto Navarro, perecieron de agotamiento y frío en agosto de 1963.