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«La vaca refitolera«: Archivo personal

 

Para Olmo —el sobrino nieto oscense de María Blanca, la vecina— todos los animales son bichos. Pero pronuncia con tal efusividad la palabra que, si la escuchara y comprendiera el más tiquismiquis de los animales voluminosos que pueblan la sierra, se sentiría halagado. Además de a los animales, Olmo, que tiene cinco años, adora los puzles, a los futbolistas del Huesca y a Jenabou —la hija quinceañera de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio—, que ejerce de niñera a ratos y le narra divertidas historias de bichos parlanchines además de llevarlo y traerlo por todos los corrales, establos y vericuetos del pueblo donde gallinas, patos, ocas, cisnes, yeguas, burros, vacas, ovejas, cabras, cerdos, perros, gatos… han acabado formando parte del zoo pinturero que el pequeño ha atesorado en su creativa imaginación.


Hace dos domingos, María Blanca y Olmo pasaron temprano por la casa de la veterinaria a llevarles un plato con papanași [FOTO] que había hecho Anca, la joven rumana que trabaja en la Casa de Turismo Rural. En ese momento llamó Carmelo, el pastor, al móvil de la veterinaria para pedir ayuda porque dos de las ovejas se habían caído desde el puntón cercano a los pastos y yacían —no sabía si heridas pero, en cualquier caso, estaban vivas— en un repecho, a unos cinco o seis metros por debajo de la cima. La veterinaria y Étienne se aprovisionaron de cuerdas, avisaron al forestal para que les echara una mano y, en el vehículo del último y con Jenabou y Olmo dispuestos a no perderse nada, partieron por la pista de tierra que atraviesa el sotobosque. Fue el pequeño quien, recién iniciada la pendiente cercana al meandro del río, avistó a la rabosa a través de la ventanilla [FOTO], pese a la distancia entre el animal y el vehículo. Por fortuna, el bicho desapareció como por ensalmo y se pudo contener a Olmo, que, entre hipidos, quería bajar del coche para ver a la zorra de cerca. “No podemos parar aquí, Olmo, cariño. A las rabosas no les gusta que las molesten, y, además… ¿no ves que se ha marchado…?”, le decía Jenabou. “Joder con el crío de los cojones… ¿Para qué lo habéis traido?”, refunfuñaba el forestal.

El último tramo hasta el puntón lo hicieron caminando, con Olmo subido a la espalda de Etienne. Carmelo aguardaba en la cima. ”Una se ha despeñau”, anunció lacónico, ”pero la otra aguanta en el repalmar”. Fue la veterinaria la que descendió y sujetó con cinchas a la oveja superviviente, que no tardó en ser izada, con mucho cuidado, por los otros tres. El bicho rescatado resultó no tener sino pequeñas erosiones en las patas y se incorporó al rebaño comunal como si jamás hubiera estado a punto de descalabrarse. A Olmo, ignorante de la muerte de una de las ovejas, lo entretuvo Jenabou con Bretona [FOTO], uno de los ejemplares de la yeguada de monte que comparten pastos con el rebaño ovino del pueblo y la vacada de Casa Ginés. La yegua reconoció el silbido de la adolescente —que ha estado montándola durante el verano, ayudando a los guías que realizan recorridos turísticos a caballo— y acudió junto a su amazona deleitando al pequeño Olmo con sus cabeceos y chillidos semejantes a la risa.

A la oveja muerta la dejáis para los pobres buitres. No la saquéis de ahí”, pidió Carmelo antes de que se marcharan, dirigiéndose, sobre todo, al forestal. “Ya se verá”, respondió este. Cuando salvaron el desnivel para dirigirse al vehículo, aparcado donde se interrumpe la pista, aún tuvo Olmo otro encuentro con uno de sus queridos bichos: Una de las reses de la vacada de Casa Ginés se plantó delante de los rescatadores, como si quisiera cumplimentarlos. Y así se mantuvo, inmóvil, con los ojos fijos en el grupo, mientras el vehículo avanzaba pista abajo. Casi habían llegado al pueblo y todavía continuaba Olmo, girado hacia la luna trasera del vehículo, con el adiós en la mano.

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«El paseante galo del callizo»: Archivo personal


El gallo galo de los panaderos no tiene nombre, empero, los vejetes guasones del guiñote que se apalancan horas y horas en el bar del Salón Social y, conforme ven pasar al cachazudo galliforme, tientan su glotonería lanzándole puñados de maíz de bolsa, olivas rellenas, filetes de anchoa en conserva o el aperitivo que se tercie, lo llaman Fransuá.

El gallo, que desde su arribada al gallinero tomó la costumbre de trasvolar —porque este vuela, vaya si vuela— hasta uno de los laterales del muro del corral, saltar al callizo y darse un garbeo por la plaza, se muestra sociable y compadrea —a la distancia que se le permite, dado que calza unos espolones como navajas albaceteñas— con quienes, sin renunciar a la chacota, le proveen del piscolabis mañanero que complementa la pitanza del corral, sin que el atiborramiento le haya descompuesto la donosa estampa.

Su llegada al Barrio, hace… ¿un par de años…?, fue un espectáculo similar a aquellos de posguerra de los gitanos con cabra equilibrista y pandereta. Otilia, la panadera, había anunciado, con el mostrador de la tahona a modo de púlpito, la compra de un segundo gallo para convivir con el añoso que ya tenían y las catorce gallinas ponedoras, explicando que se trataba de un ave de raza francesa muy diferente en aspecto a las habituales, así que, cuando lo acomodaron en el gallinero, el peregrinaje del vecindario a ver al nuevo residente aviar fue digno de figurar en los ecos de sociedad de una revista agropecuaria, y ¡pardiez que mereció la pena!, porque especímenes como aquel, de alzada no desdeñable y un estrafalario cobertor de coloreadas plumas que bien podían convertirlo en mascota carnavalera, la mayoría de los lugareños solo los habían visto por el televisor. Hubo quien afirmó que tenía toda la pinta de gallo americano de pelea y que, como se descuidara el otro gallo, más talludo pero viejarrón, le iba a rebanar el pescuezo de un solo golpe de espolón. Sin embargo, para sorpresa de todos los entendidos en psicología gallinácea, el ejemplar galo resultó ser tan llamativo como pachorrudo.

Pasadas las dos primeras semanas de tanteo entre los dos machos alfa, ni corrió la sangre ni se escuchó un quiquiriqueo más imperioso en uno que en otro ni hubo variaciones en el tono y la frecuencia del cacareo de las catorce gallinas ni en el ritmo y número de las puestas, concluyéndose en el Barrio que, salvo por las escapadas consentidas del gallo galo, ningún acontecer digno de tratarse en los tradicionales corrillos lenguaraces alteraba la vida en el corral de los panaderos. Y tal parece hasta la fecha.

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«Donde florece el magnolio»: Archivo personal


A los pies del reformado muro de adobe  —único vestigio de la vieja paridera que alguna vez ocupó parte de lo que ahora es huerto—, cuatro tumbonas disparejas se extienden en el espacio que llaman Rincón del Solanar, donde florece el magnolio, a un lado, y se yergue en el contrario, sujeta a un poste y próxima a la balseta de riego, la Casita de los Insectos [FOTO] construida por Jenabou y colonizada, desde la primavera, por mariquitas y abejas que no parecen incomodarse por el ir y venir de las cuatro bullidoras jovencitas del agua a las tumbonas y de estas a los islotes de césped que anteceden a las matas de albahaca y las tomateras.

Bajo una sombrilla playera, un arcón pintado de índigo sirve de soporte a un enorme radiocasete a pilas, de momento enmudecido, sobre el que descansa un ejemplar muy manoseado de Han matado a un hombre, han roto un paisaje, de Francisco Candel, que se dejó olvidado la señorita Valvanera, la vieja maestra, ayer por la tarde. Junto al arcón, en un cubo de metal con bloques desiguales de hielo todavía compactos, asoman botellines de agua y latas de refresco.

Sestean los gatos alejados del jolgorio adolescente y solo Yaiza y Bambuesa, las perrillas, se avienen a pulular cerca de la balsa rebosante, pirueteando alrededor de las jóvenes que corretean lanzándose globos de agua.

Posadas en un olivo, tres picarazas ruidosas diríase que se carcajean.

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«As crabetas/Las cabritas»: Archivo personal


I

Aun antes de culminar por segunda vez el repecho que asciende desde el río a la trocha, entrevió la sombra de las rapaces necrófagas en el farallón, planeando, en vuelo silencioso, sobre la angostura pedregosa del cauce fluvial, atraídas por el cadáver, todavía caliente, del desgraciado muflón recién despeñado. Minutos antes, lo había visto precipitarse del remate del peñasco vertical, entre una lluvia de rocas de distintos tamaños que golpearon con estrépito el suelo de la hondonada y quedaron como ofrendas al animal quebrado. Él, que acababa de llegar jadeante al antepecho que se abría al barranco, volvió a descender raudo, arrastrando culo y piernas por los guijarros y matorrales de la pendiente, suplicando a la Madre Naturaleza que el muflón careciera de cualquier atisbo de vida para no verse en la obligación de rematarlo. Sintió en sus manos la tibieza de aquel cuerpo roto bajo los mechones lanosos; le acarició el hocico y pasó los dedos por la cornamenta desencajada y, cuando se separó del animal muerto, vio la sangre que le empapaba los vaqueros en la parte de las rodillas.


II

Apoyado en el pretil, con los restos del muflón visibles veinte o treinta metros por debajo, contempló los círculos señalizadores de los cuatro buitres leonados con sus dos metros de alas tensadas, elegantes y pacientes bajo el Sol que metalizaba sus cuerpos y engrandecía sus siluetas reflejadas en el roquedo. Cerró los ojos a la luminosidad que, a ratos, los cegaba y, al abrirlos de nuevo, las vio: Tres cabras asilvestradas lo observaban desde la cornisa del escarpe enfrentado. Quietas, curiosas, atentas. Tal vez testigos de la mortal caída y de las caricias humanas junto al lecho del río. Escasamente tuvo tiempo de retener la imagen en el móvil, con el Sol distorsionando la panorámica, antes de desaparecer las cimarronas por el lado oculto de la escarpadura.



NOTA

Entalto es un vocablo aragonés que significa hacia arriba, en lo alto.

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«Desde el balcón principal»: Archivo personal


A mediados de los años sesenta, el Gobernador Civil (y, a la vez, Jefe Provincial del Movimiento) de la provincia visitó el Barrio. Unos dicen que de paso a la localidad vecina, donde iba a inaugurar unas bodegas; otros, que se trató de una visita privada para una jornada de caza en el Coto de Arriba que, en aquella época, pertenecía a los Artero, los más pudientes del pueblo según el canon de las apariencias y, en realidad, con menos posibles de los que se atribuían.

El caso es que pasar por el pueblo, el preboste de la provincia pasó, y no de largo, porque el Salón de Plenos del Ayuntamiento y varios vecinos fueron testigos del vino español con el que se agasajó a la autoridad y su comitiva, que el hombre, ya estuviera de inauguración, de caza o de parrandeo, apareció en compañía de un séquito de señores con la severidad cosida al rostro y la indumentaria reglada por el No-Do.

Trago va, mascadura viene —algo sólido habría, es un suponer, para acompañar la bebienda—, inició la tanda de peroratas el Alcalde que, combinando peloteo y surrealismo, ofrendó a la máxima autoridad provincial… un cochino. Sí, un cerdo, in absentia, se entiende, porque como era de recibo por razones sencillas de interpretar, el animal no se hallaba entre los asistentes a la recepción, aunque algunos de ellos, pese a ser bípedos, pudieran competir con el gorrino superándolo, “y no precisamente en inteligencia”, según la apreciación hecha años después por el señor Anselmo, el Anarquista, ante quien esto escribe.

Concluida la cháchara lisonjera del Alcalde, su compadre Artero, como ya lo había acordado con el regidor municipal, se apresuró a poner uno de los ejemplares porcinos de su finca —de los tres que cebaba para consumo particular, “el de mayor volumen”, recordaban que dijo— a disposición del Ayuntamiento y de la superioridad agasajada en cuanto finalizara el acto; mas no se precisó remolque con el yugo y las flechas entintados en los laterales ni armón con cinchas rojigualdas para trasladar el obsequio viviente a la sede gubernamental oscense porque al Jefe Provincial del Movimiento, tras aceptar, “muy agradecido”, tan honroso presente, le faltó tiempo para cederlo a su vez, campechano y generoso con lo ajeno, “al pueblo”, es decir, al Barrio, con lo que hasta el más babieca de los reunidos entendió que, cuando llegara la época de matanza, las morcillas, tortetas, jamones y restos del abundante despiece del dos veces regalado suido doméstico (de proporciones descomunales, al decir de su primer dador) se compartirían en populosa armonía en cualquiera de las festividades que abundaban en la localidad.

Pasadas unas semanas desde la marcha del Gobernador Civil, únicamente resultaron suculentos los dimes y diretes, porque si para catar morcillas hubiera tenido que esperar el vecindario a las resultantes del marrano obsequiado, aviados estaban, dado que del animal no se volvió a saber ni vivo ni muerto ni en efigie y pocos se aventuraron a informarse. Solo Agustín del Correo y Anselmo, el Anarquista, aprovecharon las partidas de guiñote que compartían con el Alcalde en el Café de Constancia  —antecesor del bar del Salón Social—  para preguntar, con notoria mala baba, si había noticias “del cerdo del Gobernador”; así un día y otro y otro. Tanto perseveraron con la malintencionada apostilla que el cabo de la Guardia Civil, que era el cuarto integrante del grupo de jugadores, harto de llamarlos al orden, dejó de visitar el Café una larga temporada.

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«Pycnoporellus»: Archivo personal


Los chasquidos de las resueltas pisadas sobre el lecho de ramitas y hojas comprimidas del sotobosque alertan a los arrendajos que, apostados en el follaje, transmutan la suave cadencia de su parloteo en desatada vocinglería —¡Intruso, intruso, intruso!, parecen clamar—. Es tal el rebullicio de los córvidos que, además de lacerar los tímpanos del caminante, hace salir de su camuflado dormidero a una gineta que, en un visto y no visto, cruza, espantada, entre las piernas humanas y desaparece bajo los matorrales que remontan, enmarañados, hasta la pardina Foncillas.

Apaciguadas las volátiles zaragateras, se desliza el recién llegado hacia el río arrastrando el tafanario, como tantas otras veces, por el talud arcilloso cuyo acceso se distrae tras un árbol abatido y colonizado de pycnoporellus. Aguarda la frigidez mañanera del agua para acometer botas, calcetines y tejanos hasta entumecer, de pies a muslos, la dermis asaltada conforme el humano entrometido, dispuesto a alcanzar el ribazo contrario, vadea jadeante los remolinos que esculpen y engalanan de espuma las aristas de los poliedros rocosos encallados en el cauce.

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Circo glaciar de Soaso (Ordesa)

«Circo de Soaso y cascada de la Cola de Caballo»: Archivo personal


A Lola Haas le llama la atención el número de personas que, a hora tan temprana, se hallan en la pradera rodeada de paredes escarpadas de Ordesa para internarse por los diferentes senderos que se abren y recorren el impresionante territorio glaciar al que sus más de sesenta millones de años de antigüedad han dotado de una belleza sin parangón. Lola y sus acompañantes se encaminan por la Senda de los Cazadores [FOTO] al circo de Soaso, donde, entre la Punta Tobacor y el macizo de Monte Perdido, emerge el salto de la Cola de Caballo [FOTO].

Pasta, indiferente al extasiado pulular humano, el ganado vacuno [FOTO], al que Jenabou saluda —como si las vacas fueran viejas conocidas— antes de unirse al grupo de adolescentes del campamento del Refugio de Bujaruelo que la han invitado a ascender junto a ellos por la vía ferrata [FOTO], guiados por un montañero de la zona. Los adultos, en cambio, toman la ruta de la Faja Racón, que remonta hasta 1.900 metros de altitud y se interna en un espectacular bosque de abetos y hayas. Caminan en silencio, con los oídos prestos a los sonidos del entorno y esa sensación  —a la que anoche se refería Lola Haas—  de sentirse dianas de miradas ocultas. Es la propia Lola la primera en avistar los sarrios, a pocos metros por encima del sendero, tan ágiles y escurridizos como temerosos [VÍDEO], molestos, quizás, por esas presencias humanas, ahora quietas y fascinadas, que incursionan en el exclusivo hábitat que cobija la vida salvaje.

Me duelen hasta las pestañas. He caminado más estos cinco días que en siete meses”, confiesa Lola esa misma noche, ya en el Refugio, en la sobremesa de la cena, haciendo balance grupal de la jornada, mientras la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio termina de marcar en el mapa, con rotulador rojo, la travesía realizada. “¿Y esto en verde?”, pregunta Lola. “La ruta que hicimos por los valles de Bujaruelo y Otal. ¿Ves…? En este punto está el puente colgante de Burguil [FOTO] que tanto canguelo te daba cruzar, y aquí el salto del Pich [FOTO]”, señala la veterinaria. “Cuando cruzamos ese puente no sabía que era la parte más sencilla de la ruta. Se balanceaba tanto…”, se justifica la visitante francesa sin dejar de observar el mapa. ”¿Y los círculos azules, qué significan?”. “Se corresponden con las cascadas en las que hemos estado. Aquí está la de la Cueva [FOTO], aquí la de Abetos [FOTO], aquí la de la Paúl [FOTO], aquí…”.

Van apagándose luces y voces. A medianoche, la oscuridad en el Refugio va pareja con la negrura exterior, salpicado el silencio por el ulular de las rapaces nocturnas y algún ronquido que se escapa de entre los yacentes que ocupan el dormitorio comunal.

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«Ártica»: Archivo personal


Desde la debacle, ninguno de los gatos que moran en el huerto de Marís y la veterinaria ha vuelto a arrimarse a la valla de madera que separa sus dominios del terreno colindante, propiedad de una pareja de maestros jubilados que residen en la Urbanización. Los mininos, que habían horadado bajo la cerca un pequeño pasadizo para ir de rondón a incordiar a las gallinas, hurtarles comida y obligar a Manolito, el gallo, a perseguirlos inútilmente, permanecen alejados del que, hasta anteayer, era uno de sus lugares favoritos de recreo. Dice Lucía, la dueña de las aves, que la actitud recelosa de los jóvenes felinos se debe a haber sido testigos de la tragedia que tuvo lugar al otro lado. De lo sucedido cabe suponer que el zorro que venía rondando los últimos meses los corrales del pueblo, logró acceder a la propiedad de Lucía y Pepe por la zona del talud de la acequia, la única parte del recinto donde quedaba un resquicio sin vallar. La certeza es que tres gallinas, de las cinco que vivían allí, fueron encontradas semidevoradas, y Manolito y las otras dos habían desaparecido. Queda constancia, por la cantidad de plumas desperdigadas y los restos orgánicos hallados en la parcela, que tanto el gallo como las titinas —así las llama Lucía— plantaron estéril batalla a su atacante y aunque Pepe, siempre optimista, no descarta que el gallo y las dos gallinas que faltan huyeran por el mismo lugar que usó el depredador para entrar, la posibilidad de que sobrevivieran es remota, más todavía tras asegurar Ezequiel, el viñador, que había visto no un raboso sino dos, macho y hembra, en las cercanías del hayedo, a escasos cincuenta metros de donde se emplaza el gallinero asaltado.

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«El sauce protector»: Archivo personal


Prospera la mañana; luciente, mas agalbanada…

Parlotean, intrigantes, las picarazas a menos de cuatro palmos del colorido tartán donde él, indolente, pretende dormitar distendido a la sombra del ramaje. A pequeñas ráfagas, le llegan las voces de los trabajadores del establo, los bufidos de las yeguas y las risas infantiles de los pequeños jinetes que pasean a lomos de los animales en el cercano picadero.

Cuando la proximidad de la camarilla de urracas  —no menos de diez—   le desborda el índice de histamina y aparece el prurito, arruga la nariz, estira un brazo hacia el botellín de té negro y sorbe el reparador brebaje antihistamínico con cierta desgana; después, lanza piedrecitas contra las aves alborotadoras, que no se dispersan hasta haber dado cuenta del montículo de palomitas de maíz que las mantenía entretenidas. Aún así, regresa Bruja, entre procaz y cariñosa, y se le planta, altanera, en el estómago antes de dirigirse a donde quiera que hayan volado sus compañeras.

Un rayo de Sol logra traspasar las hojas protectoras y él retira el brazo de la trayectoria luminosa haciendo caer al cortamininas que, en cosquilleante ascensión desde la muñeca, acababa de coronar la parte interna del codo.

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«Colza florida»: Archivo personal


Tras recorrer poco más de treinta kilómetros desde el Barrio, dejan el coche en el arcén, en un saliente de tierra y piedras con un antepecho que da al río Guatizalema. En lo alto del tozal resplandecen los blancos muros de la ermita de la Virgen de Bureta mientras en el llano hace ondear el cierzo las lustrosas flores amarillas de los campos sembrados con colza de primavera.

Una amalgama de perfumes con un ligero toque de almizcle acaricia los bulbos olfativos. Conforme se adentran en la senda de zarzales y se acercan a la explotación porcina, los gratos efluvios desaparecen y el hedor a fiemo y a restos orgánicos pútridos les roza las aletas de la nariz y se introduce con brusquedad en las fosas nasales hasta acomodarse en los estómagos, obligándolas a sustituir los pasos por enérgicas zancadas en tanto se internan con premura por un camino donde apenas se advierte, entre la exuberante maleza, el suelo que pisan. Al final, un álamo de tronco escorado y, bajo él, el lecho del río bordeado de juncos, con escasamente dos palmos de agua discurriendo silente y limpia.

Cruzan descalzas hacia la otra orilla y ascienden por un terraplén desde cuya cúspide se avista la sierra. A la izquierda, a menos de cien metros del lugar por el que han subido hasta el praderío, descubren el hato de Carmelo, el pastor, que, alertado por los dos perros labradores que controlan el rebaño, dirige la mirada hacia sus visitantes. “¡¿Pero cómo venís por allí, chiquetas, con lo cargadas que vais, si lo teníais mejor por el otro lado?!”, les grita cuando reconoce a María Petra y a la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Bah, que no queríamos pasar por el centro del pueblo, que siempre hay alguien con ganas de saber quiénes somos y dónde vamos”. Depositan en el suelo las mochilas con el avituallamiento y sacan el termo de café. “Pasado mañana, a primera hora, bajará el Andorrano a ayudarte con las ovejas para que subáis a la pardina Furtasantos, ¿te hace? Vendrá también Emil con el Land Rover para enganchar la roulotte”.  “Buá, a bueno me mandáis. ¿El Andorrano…? Si es más vago que la chaqueta un guardia. Para nada lo necesito. Con que venga Emil me basta”. “Eso lo hablas con los de la cooperativa, que nosotras solo venimos a traerte las provisiones y a transmitirte lo que nos han dicho”.

Departen con el pastor unos tres cuartos de hora y, antes de marchar por donde han venido, María Petra y la veterinaria ayudan a Carmelo a organizar la hatería en la pequeña roulotte aparcada bajo los árboles.

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