
«Ciro»: Archivo personal
Ninguno de los antiguos alumnos de bachillerato que compartían la mañana del domingo con él, sabría decir en qué momento de los últimos dos años pasó don Manuel a ser señor Manuel; quizás, ni él mismo lo sepa ni le importe, ahora que la aceleración, las aleaciones, las pipetas, el infiernillo y las valencias de los elementos de la tabla periódica solo existen en el recuerdo de aquel laboratorio de Física y Química donde pasaban dos horas y media semanales hace tanto tiempo, cuando ellos se acercaban a la adolescencia y él —cuarenta y tantos— les parecía un medio viejo tocapelotas que, sin levantarles jamás la voz, acallaba murmullos y conatos de rebeldía entrecerrando los ojos brevemente y alzando la cabeza hacia las placas del techo mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
Casi todos los sábados, desde el fin de la pandemia, Manolo, el hijo del señor Manuel, acercaba a su padre al Barrio, al chalé donde vivieron y que el viejo catedrático abandonó años atrás, a la muerte de su esposa, para trasladarse a Huesca con su único hijo. Se marchó del Barrio y dejó al albur del tiempo no solo el terreno circundante, también de su propiedad, y el cuidado jardín, hoy casi fenecido, sino aquel elegante chalé de planta y media, con amplios ventanales, al que la falta de mantenimiento convirtió en anodino.
Cuando empezaron las visitas de fin de semana y el reencuentro inevitable con quienes fueron sus pupilos, estos descubrieron a un hombre aperturista, agradable y buen conversador, que no dudaba en implicarse en las actividades comunales como jamás lo había hecho, al decir de sus convecinos, cuando formaba parte del censo oficial de la localidad.
El sábado pasado no fue su hijo sino María Petra, alcaldesa y exalumna, la que lo condujo al Barrio. Llegaron con el maletero del coche lleno de cajas y la decisión meditada del señor Manuel de instalarse, de nuevo, en su antiguo hogar con el joven Ciro, su gato, al que llevaba en el transportín, y los cuatro miembros más jóvenes de la Colonia Felina del Barrio, a los que había insistido en adoptar.
Lo celebraron el domingo, con un almuerzo que él mismo preparó aprovechando los pimientos, los calabacines y los tomates que le había llevado la veterinaria; rellenó con arroz y picada de cerdo los primeros, rebozó los segundos y aliñó los tomates en ensalada. Durante la sobremesa solo se oyó, como en el aula del instituto, su voz exponiendo planes: Adecentar el chalé, regenerar el jardín, convertir en huerto la zona más soleada del terreno…
—He hablado con esa chica rumana que trabajaba antes en la Casa de Turismo Rural y vendrá a hacer una limpieza a fondo de la casa… Después, con dos o tres horas que venga a la semana, será suficiente. Si he de contratarla, lo haré. Los Longán estarán aquí mañana para revisar el tejado y… —Sus cuatro contertulios lo escuchaban y percibían la ilusión y el empuje del antiguo profesor que, en el declive de la edad, se atrevía a un nuevo comienzo—. Eso sí, mi hijo, mi nuera y mis nietos estarán aquí, como un clavo, los fines de semana. A pasar revista. No les parece bien que me líe la manta a la cabeza, pero ya les he explicado que, les guste o no, voy a quedarme en el pueblo mientras la salud me acompañe.
—Señor Manuel, ya sabe que en todo lo que le podamos ayudar… —ofreció Emil.
Se entremezclaron unas voces con otras mientras, en el exterior, se divertían los pequeños félidos en su nuevo y extenso terreno de juegos [VÍDEO] y Ciro, más sosegado, se tendía en uno de los sillones sin dejar de mirar a un lado y al otro, como si comenzara a asumir que todo lo que se encontraba a su alrededor, y aún más allá, formaba parte de sus flamantes dominios.
Read Full Post »