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Archive for the ‘En las pupilas’ Category

«Soy barro»: Archivo personal

 

Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.

Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada.

Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos y a sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores.

Coloco relicarios de mi especie
a tu talón mordiente, a tu pisada,
y siempre a tu pisada me adelanto
para que tu impasible pie desprecie
todo el amor que hacia tu pie levanto.

Más mojado que el rostro de mi llanto,
cuando el vidrio lanar del hielo bala,
cuando el invierno tu ventana cierra
bajo a tus pies un gavilán de ala,
de ala manchada y corazón de tierra.
Bajo a tus pies un ramo derretido
de humilde miel pataleada y sola,
un despreciado corazón caído
en forma de alga y en figura de ola.

Barro en vano me invisto de amapola,
barro en vano vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te muerdo los talones,
dándote a malheridos aletazos
sapos como convulsos corazones.

Apenas si me pisas, si me pones
la imagen de tu huella sobre encima,
se despedaza y rompe la armadura
de arrope bipartido que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos que la oprima
siempre tu pie de liebre libre y loca.

Su taciturna nata se arracima,
los sollozos agitan su arboleda
de lana cerebral bajo tu paso.
Y pasas, y se queda
incendiando su cera de invierno ante el ocaso,
mártir, alhaja y pasto de la rueda.

Harto de someterse a los puñales
circulantes del carro y la pezuña,
teme del barro un parto de animales
de corrosiva piel y vengativa uña.

Teme que el barro crezca en un momento,
teme que crezca y suba y cubra tierna,
tierna y celosamente
tu tobillo de junco, mi tormento,
teme que inunde el nardo de tu pierna
y crezca más y ascienda hasta tu frente.

Teme que se levante huracanado
del blando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.

Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.

Antes que la sequía lo consuma
el barro ha de volverte de lo mismo.

Miguel Hernández (1910-1942): Barro, poema incluido en El rayo que no cesa (1933-1934)—

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«Perspectiva desde el mirador»: Archivo personal

 

En el Reino de los Mallos la Naturaleza todavía no se ha engalanado con la indumentaria de entretiempo y hasta el Sol parece remiso a mermar la fortaleza de sus rayos, que se abaten, con ínfulas veraniegas, sobre los andarines detenidos en la primera zona de sombra que han encontrado circunvalando los Mallos de Riglos. “Hala, y venga verde y más verde… Se nos han chafado las fotos otoñales. No he visto ni una seta, solo esos pedos de lobo que salen en cualquier parte”, se queja Jenabou. “Pues ríete tú de los pedos de lobo, niña, pero que sepas que, durante siglos, fueron un preciado regalo de la naturaleza. Las esporas tienen propiedades cicatrizantes y antisépticas”. “¿Las usaban las brujas?”. “¿Qué brujas ni qué gaitas? Las usaba cualquiera que conociera sus beneficios medicinales”.

 

Dan cuenta de las castañas que les preparó Mariliena en la freidora de aire, antes de salir. “Os pongo poquetas para que no os fartéis, no vaya a ser que luego no me comáis lo que tengo intención de preparar”, les advirtió.

 

Entre las moles de tonalidades ferruginosas de los mallos —de los que Sender decía que eran «los centinelas de las huestes del Diablo»— se entrevé el Gállego como una serpentina cerúlea que marcha hacia la llanura, hacia el Ebro, sabiéndose amado y defendido por quienes viven y se asoman a sus orillas para reseguir con la mirada los caireles de espuma de sus aguas bravas. Porque es su río; el río del Reino; su río, que nace gabacho para aragonizarse nada más cruzar el Portalet;  su río, el romanizado Gallicus a quienes sus gentes denominan Galligo, aunque ese nombre no tenga cabida en los mapas hidrográficos peninsulares.

 

La brisa sabatina que oxigena sus pulmones les sabe a torroco deshidratado, a virutas de madera, a panizo, a nuez moscada, a migas humedecidas, a ternasco asado y a minglana con azúcar, mientras salvan la distancia que separa la cancela de la torre donde aguarda Mariliena.

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«Ibones de Pondiellos desde la cima del Garmo Negro»: Archivo personal

 

Con los primeros destellos del alba, aparcan los vehículos en el Balneario de Panticosa y se encaminan al acceso que, si se cumple lo planeado, después de tres horas y media y 3.068 metros de ascensión, culminará en la cúspide del Garmo Negro. Son siete; Jenabou, de quince años, la más joven; Chorche, con sesenta y dos, el más veterano.

 

Jürgen, rebautizado como Chorche en los pueblos de la sierra de Guara, llegó a Alquézar, mochila a la espalda, recién cumplidos los veinte años, desde la parte danesa de Hamburgo, su ciudad natal. Era entonces un muchacho alto y flaco, con cabellera rubia y ojos grises que la luz convertía en acerados. Venía, dijo en un castellano rudimentario, a pasar quince días de vacaciones y… allí sigue cuarenta y dos años después. Comenzó ayudando a los guías de montaña y, en pocos años, se transformó, a su vez, en uno de los expertos más reputados de la sierra. Y en Alquézar, Guara y los Pirineos echó sus raíces perdiendo casi por completo su acento alemán y asimilando el deje aragonés.

 

Los pies ribetean las horas y los jadeos son los únicos que rompen el silencio. A tramos, brazos y piernas aúnan esfuerzos y el frío inicial se convierte en sudor. Agobian las sudaderas y cortavientos y se adhieren a la piel los calcetines mojados dentro de las botas. Queda atrás, muy abajo, el bosque que atravesaron con trotes briosos y solo las rocas, pardas y agrisadas, y algunos neveros diseminados acompañan la cada vez más empinada ruta con 1.400 metros de desnivel. Los pulmones demandan una sobredosis de oxígeno y la marcha se ralentiza, pero la testarudez se impone al cansancio y, cuando Chorche acelera el ritmo, el resto lo imita. ¡No más de veinte minutos para hacer cumbre!, grita, sin el menor síntoma de cansancio, desde una cornisa en la que él y Jenabou se han repantigado aguardando al grupo. Los cuerpos, se diría que alados, reaccionan y se impulsan ahítos de adrenalina. Nadie mira atrás. Trepan con la vista al frente y las fuerzas renacidas. Y una sonrisa se dibuja en la faz sudorosa de la veterinaria que se ocupa de la a salud de los gatos del Barrio cuando, veinticinco minutos después, escucha, a escasos metros por encima de ella, los gritos de Jenabou: ¡Te he vencido, Garmo!. Luego, cuando los siete se congregan en la cima del Garmo Negro, el éxtasis: A unos metros, las aguas en azul turquí de los ibones de Pondielllos, rodeados de los gigantescos tresmiles; abajo, el valle de Tena, espléndido, edénico, cautivador.

 

Pasadas las tres y media de la tarde, ya en Sallent de Gallego, donde la señora María Luisa les aguardaba con una apetitosa cazuelada de revuelto de morcilla [FOTO], Jenabou comentó, emocionada y con la arrogancia que da la adolescencia, que el Garmo Negro solo era el primero de los muchos tresmiles que pensaba ascender antes de dedicarse a los ochomiles. Este tresmil era el menos complicado, Jen —señaló Chorche—. No creas que los siguientes te darán facilidades. Te los tendrás que sudar como no imaginas. ¿Los ochomiles…? Mejor no poner el techo muy alto y empezar por los montes que tienes más a mano, ¿no te parece?.

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«Gula»: Archivo personal


—Luisete, porfa… Cuando puedas, tráenos unas croquetas.
—¿Bacalao, boletus, jamón…?
—No, no. De las de pollo al chilindrón —señalan ellas.
—A mí me pones un timbal de tomate, espinacas y queso de cabra a la plancha —pide él.
—De beber, ¿lo de siempre…?


Todas las mesas del cafetín están ocupadas y ellas y él se quedan comprimidos en el espacio reservado a los camareros, al lado de la pareja de la entidad bancaria que da cuenta, con envidiable voracidad, de las tostas con mermelada de uva y mousse de queso, gloria y especialidad del establecimiento. Cuando las chicas del salón de belleza se levantan de la mesa próxima a la puerta del office, se apresuran ellas y él a tomar el relevo adelantándose al auxiliar de la notaría y a la abogada de la aseguradora, que reculan, conformistas, mientras ellas y él se encogen de hombros, despejan parte de la mesa acumulando vasos y platillos en una esquina y se acomodan en las sillas dejando una a modo de perchero. Suenan la solitaria máquina tragaperras del fondo y los tenedores y cuchillos haciendo los honores al contenido de bandejas y platos, como bandas sonoras de las conversaciones de intensidad moderada de la familiar fauna que, en días laborables, consume su limitado tiempo de descanso en la céntrica cafetería.

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«Fogar»: Archivo personal


Las llamas se ensoberbecen entonando un siseo mutado en alaridos intermitentes que reverberan en la hornacina de piedra volcánica que las constriñe.

Oscilan y se retuercen entre las fauces desdentadas del fogaril que las aloja y custodia.

Braman y se rebelan; se enfurecen y expanden. Bailotean convulsas sin chamán que las amanse ni las refrene ni guíe.

Después, vencidas y extenuadas, van feneciendo, hambrientas de leña, entre aflictivos susurros para extinguirse, al fin, aún contristadas, dejando su impronta lustrosa en la carne que yace sentenciada entre brasas.

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«Minervas en el panical»: Archivo personal


A poca distancia del bosquecillo de coníferas, al socaire del peñasco de la margen izquierda que, enfrentado a su homónimo de la orilla derecha, forma la garganta que encajona el cauce del río, crecen los cardos panicales, tan ordenadamente distribuidos que bien parecen sembrados por manos hortelanas. Aseguran los viejos que merced a esas plantas perennes se dio nombre a las escurridizas paniquesas que, acometidas por las víboras, buscaban en la savia del azulado y enhiesto vegetal remedio para las mortales mordeduras. Y si esa prodigiosa simbiosis de listeza animal y empatía herbácea resulta extraordinaria, no lo es menos la supervivencia de una menguada colonia de mariposas minervas refugiadas en esa franja de terreno resguardado que compone una impresionante terraza con vistas al río. Animosas ellas bajo los débiles rayos de un Sol que las alienta y confunde, resisten los alfilerazos fríos del otoño recién venido, ajenas a que su sobrepasado ciclo vital está llegando a su fin. Extasiado, las observo coquetear con las brácteas de los cardos y, en un impulso cándido, acerco, necio de mi, la mano ansiando que me rocen los dedos y cosquilleen mis yemas… Mas, apenas iniciado el avance, me detiene una punción leve, como si el panical, consciente del efímero revoloteo de sus anaranjadas rondadoras, quisiera transmitirme con la superficial estocada su tajante apercibimiento: «¡Déjalas tranquilas, humano!».

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«Dalia»: Archivo personal


El grupo regresa del paseo por la senda de la pedriza que asciende hasta la pardina más próxima al Barrio. En la huerta de Presen, en el rincón abrigado donde ubicó ella el jardín en memoria de Talito, su hijo fallecido, se afanan las incansables abejas y los vistosos abejorrillos entre las corolas blancas, rosas, amarillas, rojas, que aún conservan la lozanía veraniega y cuyos tallos mece, suave, la brisa del norte amortiguada por el roquedo. Muchos de los himenópteros tienen su morada en los viejos arnales del señor Anselmo, que recuperó y reconstruyó su sobrino nieto Lorién hace unos años. Se acerca Mihaela, sonriente, con las manos todavía sucias de laborar la tierra, y contemplan, junto a ella, el vuelo de los insectos, a los que no parece incomodar la intrusión humana. Saluda con la mano Presen desde la entrada del invernadero; saben que no se reunirá con ellos para evitar que le vean los ojos llorosos, emocionada, como le sucede siempre al ver a quienes fueron amigos y amigas de su hijo en aquel espacio de la huerta que le dedicó amorosamente. Se despiden de ella y Mihaela; esta y Vasile, su marido, llegaron al Barrio a finales de agosto, sin apenas hablar castellano pero trayendo con ellos el regalo más preciado: cuatro hijos pequeños cuya escolarización en la escuela del pueblo ha evitado la supresión de una de las aulas de Primaria.

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«Barcos moliceiros en Aveiro (Portugal)»: Archivo personal

 

Grândola, vila morena, terra da fraternidade…

Ya no existe en Aveiro la casa donde nació Zeca Afonso (1929-1987), poeta y cantor cuya Grândola, radiada a la hora convenida, fue santo y seña de la esperanzada Portugal aquel 25 de abril de 1974 en el que los floridos ramos blancos y rojos repartidos en Lisboa por la ciudadana Celeste Caeiro, entre los soldados subidos a camiones y tanques, convertirían para la historia aquel ilusionante golpe de Estado en Revolución de los Claveles, que puso fin a cuarenta y ocho años de dictadura.

Escucharon y tararearon tantas veces la canción el 14 de agosto de 2024, en la ruta de Oporto a Aveiro, que Jenabou memorizó la letra y fue desgranándola, flojito, entre los canales aveirenses que recorrió el barco moliceiro al que se subieron y en el paseo a pie por Costa Nova, donde los Palheiros —las antiguas casitas a rayas de colores de los pescadores, transformadas en casas de vacaciones [FOTO], [FOTO]— parecieron avivar sus azules, sus rojos, sus amarillos, sus verdes, al compás de las estrofas entonadas a capella que, después, a la salida del restaurante donde les sirvieron un insuperable bacalhau com natas, volvería a cantar, con acompañamiento de guitarras, uniéndose a unos espontáneos lisboetas a quienes hizo gracia la adolescente española homenajeando el suceso que marcó la democratización de un país cincuenta años atrás.

 

—Que nos embalen Aveiro, que nos la llevamos completa —bromeaba Yoly cuando abandonaban la ciudad.
—Eso, eso —jaleaba Marís—. Hasta las viñetas erótico-sexistas que decoran los moliceiros.
—Mujer, que no todas las viñetas eran eróticas o sexistas, que las había históricas y hasta alguna religiosa —puntualizaba Loren.

 

Que nos embalen Aveiro… Desde los puentes [FOTO], [FOTO] que cruzan los canales y la estatua de A Salineira —que recuerda a las mujeres aveirenses que transportaban la sal y las algas en sacos y canastos—, hasta el espectacular campus universitario y los motivos marinos del empedrado de las callejas.

Que nos embalen Aveiro… Desde las exquisitas tripas y los deliciosos ovos moles —de los que compraron casi un cargamento—, hasta los magníficos edificios Art Déco y Modernistas que se hicieron construir las familias portuguesas enriquecidas en Brasil y que jalonan, imponentes, la rúa principal. Pero, sobre todo, la luz, esa luminosidad y el vibrante colorido que no posee la elegante Venecia con la que la comparan.

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«Embalse de Belesar, en el río Miño (Lugo)»: Archivo personal


El extraordinario paraje que brinda a la vista el pantano de Belesar  —donde se embalsan las aguas del Miño—  oculta en el fondo de su depresión los once poblados lucenses que, náufragos, muestran, cuando el volumen hídrico decrece, los restos de un pasado detenido que acompaña al histórico puente romano que sufrió, también, la tromba para yacer, sin honores, en las entrañas del húmedo cementerio. Es el mismo puente que, allá por 1112, mandó destruir la resuelta Urraca I de León para poner agua de por medio entre ella y su segundo marido, el rey aragonés Alfonso I el Batallador, de quien huía tras un periplo matrimonial bronco a cuyo fracaso habían contribuido tanto la disparidad de caracteres de la pareja como las camarillas de una y otro. Ocho años tardaría la soberana leonesa —primera mujer europea en reinar de pleno derecho sobre un territorio— en ordenar la reconstrucción del antiguo puente, cuya soberbia arquitectura resistiría hasta el siglo XIX, cuando dos riadas, en 1891 y 1895, se llevaron por delante parte de sus once arcos y menguaron sus 152 metros de longitud originales. En 1962, con la inauguración del embalse de Belesar, el Miño —sobre el que, herido pero orgulloso, se alzaba el puente— lo cubrió definitivamente.

Pero no todo se perdió bajo las aguas. Portomarín, un pueblo medieval en la ruta del Camino de Santiago que tenía la consideración de Conjunto Histórico Artístico, fue reedificado a un kilómetro de donde había sido anegado y algunas de sus construcciones se trasladaron piedra a piedra [FOTO] al nuevo emplazamiento, replicándose, en las nuevas edificaciones, la esencia de las cubiertas por el agua en una disposición que, de no conocerse el destino del pueblo viejo, podría pasar por genuina.



El Camino de Santiago tenemos que hacerlo alguna vez… Un trecho, al menos. Que no sería nada religioso, mamá; solo una aventura. ¿Cuánto hay de Portomarín a Santiago?¿Cien kilómetros…? El verano que viene podríamos venir hasta aquí con la camper y hacernos el resto andando”. Y de esa manera Jenabou, mientras planificaba a su aire el siguiente verano, corría a tocar la Campana de la Libertad [FOTO], que tañen los peregrinos al llegar a Portomarín, y expresaba en voz alta, frente a la Estrella de los Deseos [FOTO], su aspiración de recorrer —“cuando se pueda”, decía— la última parte del Camino. “No te embales, que ya lo hablaremos a su tiempo. Ahora, sube al coche, que nos esperan en Oporto”.

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«O Campanal. Valle de Tena (Huesca)»: Archivo personal


A las siete y veinte de la mañana dominical, con docena y media de gotitas de lluvia cumplimentándoles la piel recién duchada, se internan en el Betato (palabra aragonesa que en castellano se traduce como vedado, prohibido), el bosque encantado que Agustín del Correo pobló de criaturas fantásticas en aquellas narraciones infantiles desbordantes de magia pirenaica que les relataba y en las que hayas, abedules y pinos custodiaban los secretos de las brujas del valle de Tena, exorcizadas algunas pero nunca vencidas las que portaban, en sus silencios, la sabiduría ancestral.

Cuando, a petición de la veterinaria, se detiene el grupo bajo la tupida cúpula del ramaje que forman las inmensas hayas del bosque, todavía son capaces de recrear en sus oídos los imposibles bisbiseos de las hechiceras en sus conciliábulos secretos o los golpes sobre los tamboriles que precedían a los aquelarres y que tan bien remedan los torcecuellos   —los peculiares repicapuercos, como se nombran estos pájaros en aragonés—  tableteando con los picos sobre los troncos de los árboles, siguiendo el rastro de las incautas hormigas.

Camino del ibón, aún vuelve la cabeza María Petra, como si esperara ver a las bruxas que habitaron el hayedo del Betato de los cuentos de Agustín lanzándoles adioses cálidos y conjurando bienandanzas que sobrevuelan la cara nororiental de la sierra de la Partacua y envuelven a los senderistas hasta rozarles los rastros de la niñez ocultos en la memoria.


Está documentado que, en el siglo XVII, fue encausado por brujería, junto a dos cómplices, un hidalgo del valle, Pedro de Arruebo, hombre rico e instruido, que fue condenado a galeras (de las que logró huir) por haber endemoniado a 1600 personas, en su mayoría mujeres, que tras ser seducidas, mostraban «síntomas de posesión demoníaca» (dolores generalizados, mareos, convulsiones, pérdida de apetito y memoria, cánticos en lengua desconocida…). Un sindiós. Realizado un exorcismo en la iglesia de Tramacastilla de Tena, doscientas de esas mujeres se elevaron, en alucinante danza giratoria, hasta rozar la bóveda del templo, aterrorizando incluso al mismo exorcista y obligando al rey Felipe IV a tomar cartas en el asunto y a enviar con urgencia al Inquisidor General del Reino, que murió, al poco de llegar al valle de Tena, de resultas, se dice, de un maleficio.


Retiradas nubes y lluvia, refulge el Sol por la abertura del arco geotectónico de O Campanal, la caprichosa formación natural enclavada a 1860 metros de altitud, esculpida por el agua y el viento tras miles de años de erosión de la roca caliza y que el grupo deja atrás para descender hasta una pequeña hoya y remontar un nuevo desnivel que los acerca a uno de los tesoros de la Partacua, a los pies de los 2744 metros de imponentes paredes verticales de la peña Telera: el ibón de Piedrafita [FOTO], el más accesible de los cincuenta lagos glaciares del valle, destacando entre los canchales que salpican el suelo, y en cuyas aguas transparentes y gélidas, incluso en verano, moraban antaño las ondinas, entre las que destacaba  —Agustín del Correo, dixit—  la Mariaugüetas, bondadosa y sociable, que se disfrazaba de pastora para entablar conversación con quienes cuidaban los rebaños de ovejas y vacas que pastaban cerca del remanso y protegía, aseguraba el recordado cuentacuentos, a “todos los seres de corazón limpio que se acercaban al ibón”.

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