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Archive for the ‘Varekai’ Category

«Recreando a Monet»: Archivo personal


Si escribieras sobre él, sólo podrías hacer el retrato de un hombre bueno”. La voz grave de Agnès Hummel tiembla en el auricular, como si una racha de viento hubiera atravesado la línea telefónica imponiendo sus vaivenes.

[…]

Flaco. Siempre flaco. Con un eterno brillo tristón en las pupilas; las líneas del rostro marcadas como costuras; las cánulas portadoras de oxígeno silbando en sus fosas nasales con cada inspiración; la melena agitada, viva; la chaqueta negra cubriéndole un torso de pulmones dolorosamente cansados.

[…]

Otoño en Giverny.

Fuiste a morir en otoño, Leny, entre rojos, marrones, amarillos, naranjas… Fuiste a morir cuando el jardín japonés de Monet se rendía a los ocres y la lluvia estampaba sus brillos perecederos en la vegetación amorosamente dispuesta.

[…]

También yo fui un migrante”, asegurabas cerrando los párpados. Y recordabas la guerra de España. Volvías a tener cuatro años y rememorabas la violenta intrusión de los dos soldados nacionales en la casa de Espinal y la reacción a vida o muerte de tu madre, que se abalanzó fusil en mano contra ellos hasta que dejaron de ser una amenaza. Y la huída. El hambre. El campo de Argelès donde tu padre, aquel gitano republicano y analfabeto, fue separado de la familia por un tiempo hasta lograr reuniros en La Mayenne, donde tu recuerdo pervive en la escuela que hoy lleva tu nombre, el nombre de aquel niño amante de la lectura que, demasiado pobre para comprar libros, los robaba y se embelesaba con aquellas maravillosas historias en papel.

Algún día. Algún día…”, pensabas. El pequeño ladrón de libros se convirtió en soldador; el soldador, en baladista; el baladista, en intérprete comprometido. Nunca olvidaste tus orígenes. Miraste de frente a la Vida y a quienes la pueblan. Socorriste a los desesperados, hiciste causa común con los obreros, con los refugiados; no volviste el rostro ante el dolor ajeno. “Es que no puedo hacer otra cosa”, declarabas cuando algún entrevistador aludía a tu generosidad. “Soy un comunista del alma. Me duele la injusticia. No puedo ser indiferente a los lamentos de otros”.


Joaquín [Leni] Escudero  conocido como Leny Escudero, compositor, intérprete, escritor y actor ocasional, nació en Espinal/Aurizberri (Navarra) el 5 de noviembre de 1932. Falleció en Giverny (Francia) el 9 de Octubre de 2015.

Fue, por encima de cualquier otra circunstancia, un hombre bueno”, repite Agnès.
Suena, de fondo, la inconfundible y exclusiva voz de Leny.

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«Juegos»: Archivo personal


Cuando madame Lerner asoma entre la arcada de setos que separa ambas parcelas portando una bandeja cubierta con un paño floreado, saludando, gozosa, al grupo que desayuna en el jardín y anunciando: “Aquí llega la prometida fougasse”, maman Malika hace un aparte con su hija, la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, y le advierte: “Ni una palabra sobre Ménard delante de Maryvonne”. “¿Quieres que me quede callada mientras madame Lerner alaba a ese xenófobo?”. “Sí. Eso mismo quiero que hagas”.


(…)


    —Y entonces, madame Lerner, ¿cuándo cree usted que el alcalde Ménard obligará a los extranjeros de Béziers a coserse una media luna en la ropa? ¿O quizás no hará falta porque se nota enseguida de dónde proceden?

El cuchillo con que maman Malika está troceando la fougasse parece quedar atascado en la masa. Iliane y Étienne miran con atención a Maryvonne Lerner, y María Petra, cuyo francés es rudimentario pero que se ha percatado de la reacción de maman Malika ante las palabras de la veterinaria, le susurra a Iliane: “¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?”.

Con el último eco del “Assez!!!” dirigido a su hija por una furiosa maman Malika, Maryvonne Lerner, estirando todavía más su permanente sonrisa afable, ajena a la ironía y a las risitas maliciosas de Iliane, Maria Petra y Étienne, responde: “Oh, no… Es un hombre encantador que sólo busca lo mejor para la ciudad. Si lo conocieras… Sólo quiere que Béziers vuelva a ser…”. Maman Malika la interrumpe: “Venga usted, que le enseño cómo han quedado las nuevas cortinas de los dormitorios. Ayer mismo vinieron a colocarlas y…”.


Avanza el Sol por la alfombra de césped donde Jenabou, absorta en sus juegos e indiferente a la conversación de los adultos, tararea una melodía imprecisa.



NOTA

Robert Ménard, exmilitante de la Liga Comunista, antiguo periodista, alcalde ultraderechista de Béziers, xenófobo practicante e instigador de un censo étnico en la ciudad que rige, fue uno de los fundadores de Reporteros Sin Fronteras, asociación que presidió de 1985 a 2008.

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«Yaiza»: Archivo personal


A la tía Chele, la vieja gitana amiga de la señorita Valvanera, la acerca al Barrio Sarita, la cartera, a primera hora de la mañana. “Venimos de paquetes Yaiza y yo”, le explica, jocosa, a Josefo, el camarero del bar del Salón Social, que le pone un descafeinado con leche desnatada y una tostada integral. “Las señoras todavía no han regresado del paseo, pero estarán al llegar”, le dice Josefo, que se acerca a la entrada para acariciar a Yaiza, la perrita de la tía Chele.


Yaiza, nacida en la Protectora de Animales, e hija de una hembra de Cotón de Tulear cruzada con un perro de raza indefinida, fue un regalo de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio. “Tenga, para que se cuiden la una a la otra”, le dijo, riendo, cuando se la entregó. “Pero si es pequeñita y me va a hacer caer”, protestó la tía Chele. “Ande, ande, quejica, que de aquí a cinco minutos ya se le empezará a caer la baba con este tesoro que le he traído. Fíjese qué ojitos… Parece que digan “te quiero, yaya Chele”. ¿Ve…?”.

La tía Chele, viuda desde hace más de tres décadas, vive sola en la localidad vecina. Su hijo pequeño, Rubén, reside, con su mujer y sus tres hijas, en San Sebastián; el mayor, Antoñito, falleció, de adolescente, en un accidente de tráfico. Durante años, la tía Chele se dedicó a realizar faenas domésticas en dos o tres casas de su pueblo, a limpiar la escuela y el consultorio médico. Como, pese a todo, no había cotizado el tiempo suficiente, la señorita Valvanera la contrató como empleada de hogar hasta que pudo jubilarse un tiempo después. “Es mi hermana”, dice la tía Chele de la señorita Valvanera, que le corresponde con idéntico aprecio forjado en casi cincuenta años de conocimiento y confidencias.


A las nueve y doce llegan al bar del Salón Social, hambrientas y sudorosas, las caminantes. Ladra y salta, juguetona, Yaiza; suspira y sonríe la tía Chele.




Dicebamus hesterna die…

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«Butterfly Effect»: Marko Beslac


Rita Vowe quisiera desmenuzar los casi setenta y cinco años transcurridos desde aquella tarde de 1938, cuando todavía se llamaba Rita Edith Trollmann y sentía, por última vez, en la fragilidad de sus tres años, el amor inmenso de su padre, Johann, que las abrazaba a ella y a su madre, Olga Frieda Bilda, con los dolorosos papeles del divorcio depositados sobre la mesa de la cocina. Johann y Olga  —gitano y gadjé[1]—  se habían casado en 1935, el mismo año del nacimiento de su pequeña Rita. Por amor se unieron y apelando a ese mismo sentimiento abandonó Johann Trollmann a quienes tanto quería para alejarlas del estigma de ser la esposa y la hija de un gitano alemán en aquella República de Weimar emponzoñada por los vientos del nazismo.

Más de setenta años tardaría Rita Vowe  —née Rita Edith Trollmann—  en conocer la historia de sacrificio, lucha y muerte del hombre que le dio, primero, la vida, y, después, la oportunidad de sobrevivir.


En Hannover, una calle corta, cercana a una iglesia, recuerda a uno de sus vecinos, el campeón de boxeo Johann-Wilhelm Trollmann, conocido como Rukeli, nacido en Wilsche, en 1907, en el seno de una familia sinti que se trasladó a Hannover, ciudad en la que transcurrió casi toda la vida de Johann y donde empezó a despuntar como boxeador. Rukeli, pequeño y delgado, tenía un estilo peculiar en el cuadrilátero, entre acróbata y bailarín, que los nazis consideraban afeminado y opuesto a los ideales de marcialidad y hombría que se presuponían en un buen alemán.

En 1933 disputó y ganó en Berlín el campeonato de Alemania de pesos semipesados; el título le fue retirado seis días más tarde con la excusa de haber practicado un boxeo poco masculino y una actitud  —había llorado de alegría ante su victoria—  alejada de los cánones nazis. Emplazado a un nuevo combate con la prohibición expresa de boxear como lo hacía habitualmente, Johann se presentó en el ring con el pelo teñido de rubio y el cuerpo enharinado  —en peligrosa burla contra los postulados arios—  y se mantuvo quieto mientras su contrincante golpeaba su rostro. Resistió cuatro asaltos antes de caer, ensangrentado, al suelo.

Desposeído de su título e inhabilitado para boxear, sobrevivió gracias a algunas peleas en circuitos clandestinos. En 1939 fue detenido y esterilizado. En noviembre de ese mismo año hubo de enrolarse en el ejército y, un tiempo después, fue enviado al frente oriental, donde sería herido y devuelto a Alemania.

El 16 de diciembre de 1942, Himmler, en lo que se conoce como Decreto de Auschwitz, ordena la deportación de todos los gitanos que todavía no habían sido confinados en campos de concentración y Johann Trollmann es detenido por la Gestapo y llevado al campo de concentración de Neuengamme, donde trabajará hasta la extenuación, como el resto de prisioneros, en la fabricación de ladrillos y será obligado a boxear para regocijo de los guardianes, con la promesa de recibir una ración extra de alimentos. Dada su extrema debilidad, un grupo de prisioneros decidió hacerle pasar por muerto. Con una falsa identidad es transferido al campo de Wittemberge donde, unos meses después, en 1944, será reconocido y obligado a pelear contra uno de los kapos. Rukeli, debilitado pero con un último conato de dignidad, se enfrentó a su guardián, que terminó rodando por el barro del campo entre las risotadas del resto de los carceleros. El hombre públicamente humillado se hizo con un palo y la emprendió a golpes contra Johann. Hasta la muerte. Después, el olvido. Hasta que los esfuerzos de su sobrino nieto, Manuel Trollmann, por recuperar la memoria y los logros de aquel gitano asesinado a golpes, desempolvaron su historia.


En el año 2008, la publicación del libro Leg dich, Zigeuner. Die Geschichte von Johann Trollmann und Tull Harder, de Roger Repplinger, aportaría datos imprescindibles para conocer el bárbaro final de Rukeli. En la narración, el autor contrapone la biografía de Johann Trollmann, boxeador preso en un campo de concentración por su condición de gitano, con la del futbolista Otto Tull Harder, ídolo alemán afiliado a las SS que fue guardia del campo de concentración donde fue recluido Rukeli. Harder fue juzgado por crímenes contra la humanidad al finalizar la guerra europea. Condenado a quince años de prisión, de los que cumplió diez, falleció en Hamburgo en 1956. En 1974, con motivo de la Copa Mundial de Fútbol, se editó en Hamburgo un folleto en el que se ensalzaba a Harder como «modelo a imitar por la juventud«, lo que provocó un escándalo que obligó a retirar todos los ejemplares publicados.



POST SCRIPTUM

  • Heinrich Trollmann, llamado Stabeli, hermano menor de Rukeli y también boxeador, fue deportado a Auschwitz, donde murió en 1943. Tenía 27 años.
  • En el año 2003 la Federación Alemana de Boxeo entregó a la familia Trollmann el cinturón de campeón de los pesos medios obtenido por Rukeli en 1933 y del que se le había despojado por cuestiones raciales.
  • En junio de 2010 se inauguró un monumento de homenaje a Johann Trollmann en el Viktoria park de Berlín.
  • En enero de 2011, el remodelado pabellón de deportes berlinés levantado en el mismo lugar donde, en 1933, Rukeli obtuvo y fue despojado de su título de campeón, fue renombrado como Johann Trollmann Boxcamp.

NOTAS

Der zu späte Sieg (La victoria tardía) es el título de una canción contenida en el CD «Trollmann», del grupo Spätlese.

[1] Dícese, en rromanés, de la persona que no pertenece a la etnia gitana.

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«Photoart»: Teddynash


A la abuela Nené se le escapan los recuerdos entre las rendijas de sus probables noventa años que la familia celebra cada primero de enero, en una fecha elegida a ciegas que consta en la vieja documentación proporcionada por la Cruz Roja al finalizar la segunda guerra que devastó Europa. Aquellos papeles perlados de imprecisiones, salvadoras mentiras y olvidos conscientes convirtieron a la abuela Nené, al abuelo Lájos y a sus cuatro hijos  —posteriormente nacerían otros cuatro más—  en ciudadanos franceses. “Mi primer hijo nació en España, los otros tres en Suiza y los siguientes en Francia”, dice rápidamente, como si se tratara de una lección memorizada, mientras Maritza toma nota en una delgada libreta de tapas ambarinas.

Maritza es periodista freelance y, al igual que la abuela, de origen portugués, aunque residente en Leipzig. Llegó a Béziers, donde reside la abuela Nené, avalada por Tony Gatlif, sobrino lejano de la abuela, para documentarse sobre la vida de los gitanos europeos durante la guerra. “Desde que murió mi padre, mamá se ha ido apagando”, confiesa Malika, la hija que cuida de ella. “Ni siquiera le hemos dicho que mi hermano mayor, Barsaly, ha muerto… Muchos días, al despertar, le cuesta reconocerme… Me mira sin verme realmente. Pero jamás se olvida de mi padre… Todas las mañanas me pide que la saque al jardín donde está el monolito con las cenizas de su marido. Allí se sienta y se queda traspuesta hasta que la obligo a entrar en la casa… “.

Maritza fotografía las paredes del cuarto de estar, donde se acumulan las imágenes familiares. Hijos. Nietos. Bisnietos. Tataranietos. Muros de historia con rostros congelados en momentos únicos que ella, Poupchen, la abuela Nené, va olvidando como si jamás hubieran existido.

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A las seis de la mañana, dos únicos sones telefónicos en cada una de las cuatro habitaciones del hotel donde pernoctan los franceses, macedonios y rumanos llegados a lo largo del día anterior.

A las seis y media, desayuno entre bostezos de rostros somnolientos con los cabellos indicando su estancia bajo la ducha. Panecillos recién horneados, lonchas de tocino, huevos sobre un lecho de patatas humeantes, una tabla con quesos, tarrinas individuales de mantequilla y mermelada y una jarra de cerámica rebosante de café.

A las siete, puntuales, ocupando el microbús donde un conductor que únicamente habla alemán saluda con una inclinación de cabeza. Última parada en el Tiergarten y segunda inclinación de cabeza, como despedida, del conductor.


A las diez de la mañana, entre alfileres de gotas que van y vienen aguijoneando el agua retenida del estanque que honra a los zíngaros asesinados y desaparecidos en la Europa del nacional-socialismo, se detiene el grupo contemplando la flor yacente y desvalida sobre su peana triangular que recuerda a los seres humanos masacrados. “Muj sukkó, kiá kalé, vust surdé; kwit. Jiló cindó bi dox, bi lav, nikt rubvé”[1], reza el poema de Santino rodeado por las piedras que circunvalan el estanque, señalando, cada una, el nombre de los campos del horror donde se extinguieron los tambaleantes futuros de tantos hijos e hijas del viento.


Al mediodía, los cúmulos ennegrecidos que tapizan el cielo sobre la Kurfürsten Damm toman la forma de una nao varada bajo la que desfilan, con moderada prisa, gabardinas, impermeables y paraguas cerrados que oscilan entre bolsas coloristas que parecen flotar, autónomas, sobre la acera ligeramente húmeda.

En la Wittenbergplatz, Lila  —botas y plumífero amarillo, gorro de lana y mochila marrón—  se une al grupo que procesiona, envuelto en un halo de reconocibles turistas, por la Tauentzienstraße rumbo a los KaDeWe.


En el restaurante nadie parece prestar atención a los comensales gitanos recién llegados; Lila, emigrada a Alemania desde Hungría, donde todavía vive su madre, la tía Jespolá, se ocupa de pedir los menús de sus acompañantes en los míticos grandes almacenes berlineses donde, en jornada nocturna, trabaja como limpiadora.

Carraspeos. Alguna toses. Silencios. De las demás mesas ocupadas surgen delicados murmullos de conversaciones ininteligibles. Lila se interesa, en un francés balbuciente, por la visita del grupo al recién inaugurado monumento en el Tiergarten. La sucia nao que pendía del cielo berlinés se ha transformado en adiposa ballena arponeada por los albos rayos del sol otoñal.




Dicebamus hesterna die…


NOTAS

Zigeunerlager, era la denominación de las zonas destinadas a los gitanos en los campos de concentraciónn nazis.

[1] «Rostros hundidos, ojos extinguidos, labios fríos; silencio. Un corazón destrozado sin respiración, sin palabras, sin lágrimas».

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Álbum del tiempo


A la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio la conocen, desde niña, como La Gitaneta, apelativo que, aun utilizado sin connotaciones peyorativas, enoja a la señorita Valvanera, la antigua maestra de la localidad, de la que la ahora veterinaria  -integrante, por aquellos años, de una familia de gitanos temporeros de nacionalidad francesa que acampaban en la explanada próxima al barranco–  fue alumna predilecta.

La señorita Valvanera todavía se debate entre la emoción y el enfado cuando recuerda el regreso al Barrio de su pupila, ya adulta, y la presentación que hizo de sí misma en la primera asamblea vecinal a la que asistió:
Bueno… En realidad algunos de ustedes ya me conocen. Aunque… tal vez no me recuerden. Pasé muchas y muy buenas temporadas aquí. Soy… la mayor de los “ongaros”.

La mayor de los ongaros”. Tal como se referían a ella cuando era niña. Con las mismas palabras. Remarcando aquel ongaros (=húngaros; gitanos, despectivo en aragonés) mientras  -según relataba después la señorita Valvanera–  miraba, retadora, a su alrededor.


Acaso los pensamientos de la vieja maestra se hayan remontado a ese pasado compartido mientras su antigua alumna abría, esta misma tarde, el debate que, sobre minorías étnicas, ha organizado la Asociación de Mujeres en la Sala Pepito de Blanquiador.

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Un escueto comunicado enviado por una asociación de gitanos alemanes anunciaba, el 5 de julio de 2001, la muerte de Otto Rosenberg, un ciudadano berlinés cuyos recuerdos habían tomado la forma de libro gracias a la pluma de Ulrich Enzensberger, que, en 1998, había publicado Das BrenglasUn gitano en Auschwitz..

Rosenberg, gitano sinti, evocaba en el libro de Enzensberger su llegada a la que él consideraba fascinante Berlín, ciudad que llevó siempre en cada uno de sus sentidos, incluso en los cinco campos de concentración que fueron su morada desde 1942, cuando fue detenido con quince años, hasta 1945, año de su liberación de Bergen-Belsen por las tropas rusas.

Ni los experimentos que realizaron con él ni los trabajos forzados ni el exterminio de toda su familia -su madre, que también fue liberada al final de la guerra, falleció poco después a consecuencia de los padecimientos en el cautiverio-, minaron su sentimiento alemán; fue berlinés hasta la muerte.

Durante más de cincuenta años mantuvo apartado de su presente el horror vivido, llegando a tatuarse un ángel en el brazo, encima del número que indicaba que había sido prisionero de un campo de concentración.


Otto Rosenberg, nacido en la Prusia Oriental, el 28 de abril de 1927, co-fundó y presidió, tras la guerra, la asociación de gitanos alemanes. En 1998 fue condecorado con la Cruz Federal al Mérito por sus campañas a favor de la igualdad social de las minorías étnicas y su incansable lucha por el reconocimiento y la compensación a las víctimas del nazismo. Una calle y una plaza llevan el nombre de este gitano alemán en el distrito berlinés de Marzahn, en el lugar donde el 16 de julio de 1936 fueron confinados los gitanos de la capital tras la limpieza nazi de Berlín con motivo de las Olimpiadas. El campo gitano de Marzahn, situado en un desagüe de aguas residuales, fue, para la mayoría de las familias allí recluidas, la antesala de los horrores venideros, minimizados y silenciados por las autoridades alemanas, que no reconocerían oficialmente el genocidio de los gitanos europeos hasta 1982.


NOTA

Chavó tri bravàle, en rromanés, significa Hijo del Viento.

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«Sinaia.- Peleş Castle»: Ana ADI


«Fui invitado a Rumania y acudí a la cita. Los escritores me llevaron a descansar a su casa de campo colectiva, en medio de los bellos bosques transilvanos. La residencia de los escritores rumanos había sido antes el palacio de Carol, aquel tarambana cuyos amores extrarreales llegaron a ser comidilla mundial. El palacio, con sus muebles modernos y sus baños de mármol, estaba ahora al servicio del pensamiento y de la poesía de Rumania. Dormí muy bien en la cama de su majestad la reina y, al día siguiente, nos dimos a visitar otros castillos convertidos en museos y casas de reposo o vacaciones. Me acompañaban los poetas Jebeleanu, Beniuc y Radu Bourreanu. En la mañana verde, bajo la profundidad de los abetos de los antiguos parques reales, cantábamos descompasadamente, reíamos con estruendo, gritábamos versos en todos los idiomas. Los poetas rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes monarca-fascistas, son los más valerosos y al par los más alegres del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida, fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con tanta prontitud tantos hermanos.»- Pablo Neruda, fragmento de Los palacios reconquistados, de su libro de memorias CONFIESO QUE HE VIVIDO.

De regreso a Bucarest, tras ayudarles a facturar el equipaje, Lucica regala a sus amigos hispanofranceses una edición en rumano de las memorias –Mărturisesc că am trăit, Confieso que he vivido– del poeta chileno, cuyos ojos aún estalinistas se regocijaron antaño con parejas maravillas a las que todavía danzan en las dispuestas miradas actuales de los viajeros que, resignados, aguardan en el Aeropuerto Internacional de Otopeni el final de la exquisita aventura. El tufo a sudor, dióxido y plástico del entorno presente desaparece empujado por el fresco aleteo montaraz de los rememorados efluvios herbáceos de los lejanos castillos de PeleșPelişor y su esplendor palaciego de alcobas donde, entre la opulencia y el refinamiento, se intuye el desenfreno vital de sus antiguos moradores prendido de los tapices y las preciosas maderas labradas de los baldaquinos.


Solazábase Neruda, entre rasos, sedas y otomanas, enterrando las decadentes emanaciones reales bajo escrituradas páginas de versos y, decenas de años después, con las sandalias cubiertas con los obligatorios patucos deslizándose, sin prisa, sobre el noble suelo palatino, reseguía sus pasos, en guiado y compartido recorrido, la orgullosa gitana Lucica Gherghina, cuyos bisabuelos maternos, supervivientes de la deportación a Transnistria, descansan en el cementerio de Sinaia, a cientos de metros del majestuoso complejo donde los monarcas rumanos escondían sus complacidos sentidos de las penurias de sus súbditos.




Dicebamus hesterna die…

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—¿Os acordáis de monsieur le clochard?-, pregunta la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, que barniza la encimera de la barra del bar de las piscinas de la Huerta Blanquiador.
La mayoría de las componentes de la Asociación de Mujeres  -atareadas en el acondicionamiento de la zona ajardinada que separa la cafetería del recinto para bañistas-  asiente, tal vez recordando aquel otoño de la edad de la inocencia cuando la veterinaria, entonces una chiquilla de apenas diez años, regresó por tercer año consecutivo al Barrio, al campamento de romaníes franceses que se instalaba en la explanada mientras duraba la temporada de vendimia.

La señorita Valvanera, la maestra, acogía con afecto -y, según algunas madres del Barrio, con excesivo empalago– a las siete u ocho criaturas del campamento que acudían a la escuela un número indeterminado de jornadas para marchar de nuevo a otras tierras y otras escuelas, allí donde las llevara la trashumancia laboral de sus familias. Pero siempre volvían al Barrio.

—Mam’zelle Valvanera, este verano hemos hecho deberes con monsieur le clochard-, dijo un día la veterinaria, niña aún, a la maestra.
—¿Quién es el señor Clochard?-, se interesó la maestra.
—Je sais pas… Llegó un día y se quedó con nosotros.

Monsieur le clochard, apelativo que sustituyó el patronímico ignorado de aquel peculiar personaje, era un ferrolano cincuentón, errabundo, polígloto y de inteligencia cultivada que se había unido a la caravana romaní a finales del otoño anterior. A cambio de comida y alojamiento, se ocupaba de infundir en la chiquillería la curiosidad suficiente por lo que, en aquellos años, se denominaba, casi con veneración, cultura general.

El siguiente otoño, cuando volvieron los gitanos a su lugar en la explanada de la otra orilla del barranco, monsieur le clochard ya no iba con ellos. Hombre inquieto y vagabundo por convicción -que así lo definía la señorita Valvanera– trazó un nuevo itinerario dejando en la roulotte donde pernoctaba una muda escrupulosamente doblada y un ejemplar, en encuadernación de lujo y edición en francés, de El vagabundo de las estrellas, de Jack London, que la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio regaló, algunos años después, a la maestra el día que esta se jubiló.

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