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Mirador Roc del Quer (Andorra)

«Mirador del Roc del Quer (Andorra)»: Archivo personal


Mirad a Maruja, con qué seguridad y sin el menor titubeo enfila el puente tibetano de Canillo [FOTO] tomándoles la delantera a sus acompañantes más jóvenes y versados en desafiar las alturas, los mismos que, en petit comité, aventuraban que la mujer recularía cuando advirtiera que la estructura  —anclada en dos puntos alejados más de seiscientos metros entre sí—  oscilaba bajo sus pies. Mas hela aquí, alborozada y sin la menor señal de vértigo ni fatiga, como si entre sus acciones cotidianas se hallara atravesar el abismo suspendida sobre medio kilómetro de pasarela móvil ondulada o encaramada a la plataforma del mirador del Roc del Quer, que levita sobre los valles andorranos de Montaup y Valira d’Orient, paisajes por los que peregrinan, encandilados, los ojos de quienes retan a la gravedad para arrobarse con una panorámica fastuosa.



La idea de viajar a Andorra e invitar a Maruja surgió en un descanso del Campeonato de Guiñote, cuando servía Olarieta, junto a los cafés, unas chocolatinas que Josefo, su hijo, había traído de Francia. “Para chocolates buenos aquellos que comprábamos en Andorra”, comentó entonces Maruja. Y recordó aquellos viajes al principado pirenaico  —allá por los años setenta, cuando ella era una jovencita— que organizaba una agencia de Huesca y de los que las mujeres del Barrio regresaban cargadas con bolsones de azúcar, bloques de mantequilla, tabletas de chocolate y, de vez en cuando, algún transistor. “Éramos tan ingenuas que no teníamos ni idea de cuál era el límite que nos dejarían pasar por la aduana, y las veces que los guardias registraban el maletero del autobús y nos obligaban a mostrar lo que cada una había comprado, siempre había alguien que llevaba de más y se lo hacían dejar. Luego estaba la gente que, además de sus compras, venía cargada de cajetillas de tabaco escondidas bajo la ropa. Mi madre se ponía de los nervios, temiendo acabar en el cuartelillo, cuando veía a algunas mujeres del pueblo con una gordura antinatural por el tabaco que llevaban en el refajo, sabiendo, además, que se lo llevaban a Benigno y era él, y no ellas, quien sacaba beneficio”. Benigno fue, durante años, el contrabandista oficioso del Barrio; lo mismo trapicheaba con tabaco que con televisores, aparatos de radio, tocadiscos o cualquier encargo que se le hiciera. Carente de tierras, el contrabando fue su medio de vida. Era un hombre cordial y extrovertido, con muy buenas relaciones en Huesca, en donde colocaba su mercancía. Sus negocios se vinieron abajo casi al final de su vida, cuando, tras ser detenido y enjuiciado, fue condenado a algo más de un año de cárcel.

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«Isla de Santa Clara (Donosti)»: Archivo personal


Se alejan, caminando, de la dársena para regresar a la bahía, con los chubasqueros brillantes de sirimiri y agua de mar, aún con el motor de la embarcación de Marceliano rugiéndoles en el estómago recién reforzado por las deliciosas raciones de pantxineta que les sirvió Maru, la hermana del pescador, apenas llegaron a puerto.

Contemplan desde la playa, quedos bajo la lluvia que va remitiendo, el islote de Santa Clara, que hace algo más de una hora circunvalaban entre los vaivenes del oleaje que surcaba la vieja motora y varios “me cago en san Virila y el obispo Protadio”, retahíla invariable lanzada a la Nada, que llevan escuchando en boca de Marceliano desde aquel primer año que los invitó a recorrer la bahía de San Sebastián en su barco, con el mar algo revuelto, y acabaron resbalando en sus propios jugos gástricos mientras el hombre, ciscándose en todo lo visible e invisible y, por supuesto, en los santos Virila y Protadio, juraba que esa seria la última vez que dejaba subir a gente de tierra adentro que se acoquinaba por una marejadilla del tres al cuarto. Solo los buenos oficios de Maru, que aguardaba en el amarre y abroncó al hermano por “haberlos sacado con la mar picada”, suavizó la mala experiencia de los aspirantes a marineros que, en sucesivas viajes, aprendieron a mantener el tipo e incluso, en un par de ocasiones, acompañaron a Marceliano y su cuadrilla a la pesca del chipirón en aguas abiertas.

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Garganta del Todra-3

«Garganta del Todra (Marruecos)»: Archivo personal


Si me estozo por estos andurriales, nada de dejarme tirada en este secarral. Me lleváis a casa”, les decía María Petra mientras iban ascendiendo, bajo un sol inmisericorde, por un sendero térreo del valle del Dadés [FOTO] guiados por Sandi, un joven dom de la familia Sumarj de Tinghir, emparentado con los primos de la veterinaria residentes en Chauen. Era el cuarto y último día del grupo por las estribaciones de la cordillera del Atlas, en la considerada como puerta del desierto, que presenta un paisaje entre rojizo y color café en el que destacan los espectaculares desfiladeros que los ríos Dadés y Todra fueron excavando en las rocas calcáreas durante miles de años hasta completar un efectista diseño de paredones de más de 30 metros que se abren y empequeñecen a los grupos de turistas que se adentran en estas maravillas naturales, antesalas del Sahara, donde, entre angosturas y para perplejidad de los avezados visitantes, no faltan ni los puestos de alfombras coloridas bajo las rocas laminadas [FOTO]. “¿Preguntamos si son voladoras y así no cogemos el avión en Tetuán?”, bromeaba Étienne.


Dejaron atrás el tórrido sur para regresar al no menos agostador norte marroquí —donde reinan las elevaciones del Rif—, acogidos, una vez más, en Chauen, la pintoresca localidad de origen andalusí en la que los judíos sefardíes dejaron su impronta pintando de azul los muros exteriores de las casas, tradición que se ha mantenido, pese a ser el verde el color simbólico del Islam, y ha dado a la bella ciudad —tenida como santa por los creyentes— su entrañable singularidad [FOTO]. Chauen fue, durante siglos, inaccesible para los occidentales, hasta la llegada, en 1920, de las tropas españolas, que impusieron un régimen militar y administrativo que finalizó en 1956, con la independencia del hasta entonces llamado Protectorado de Marruecos.

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Circo glaciar de Soaso (Ordesa)

«Circo de Soaso y cascada de la Cola de Caballo»: Archivo personal


A Lola Haas le llama la atención el número de personas que, a hora tan temprana, se hallan en la pradera rodeada de paredes escarpadas de Ordesa para internarse por los diferentes senderos que se abren y recorren el impresionante territorio glaciar al que sus más de sesenta millones de años de antigüedad han dotado de una belleza sin parangón. Lola y sus acompañantes se encaminan por la Senda de los Cazadores [FOTO] al circo de Soaso, donde, entre la Punta Tobacor y el macizo de Monte Perdido, emerge el salto de la Cola de Caballo [FOTO].

Pasta, indiferente al extasiado pulular humano, el ganado vacuno [FOTO], al que Jenabou saluda —como si las vacas fueran viejas conocidas— antes de unirse al grupo de adolescentes del campamento del Refugio de Bujaruelo que la han invitado a ascender junto a ellos por la vía ferrata [FOTO], guiados por un montañero de la zona. Los adultos, en cambio, toman la ruta de la Faja Racón, que remonta hasta 1.900 metros de altitud y se interna en un espectacular bosque de abetos y hayas. Caminan en silencio, con los oídos prestos a los sonidos del entorno y esa sensación  —a la que anoche se refería Lola Haas—  de sentirse dianas de miradas ocultas. Es la propia Lola la primera en avistar los sarrios, a pocos metros por encima del sendero, tan ágiles y escurridizos como temerosos [VÍDEO], molestos, quizás, por esas presencias humanas, ahora quietas y fascinadas, que incursionan en el exclusivo hábitat que cobija la vida salvaje.

Me duelen hasta las pestañas. He caminado más estos cinco días que en siete meses”, confiesa Lola esa misma noche, ya en el Refugio, en la sobremesa de la cena, haciendo balance grupal de la jornada, mientras la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio termina de marcar en el mapa, con rotulador rojo, la travesía realizada. “¿Y esto en verde?”, pregunta Lola. “La ruta que hicimos por los valles de Bujaruelo y Otal. ¿Ves…? En este punto está el puente colgante de Burguil [FOTO] que tanto canguelo te daba cruzar, y aquí el salto del Pich [FOTO]”, señala la veterinaria. “Cuando cruzamos ese puente no sabía que era la parte más sencilla de la ruta. Se balanceaba tanto…”, se justifica la visitante francesa sin dejar de observar el mapa. ”¿Y los círculos azules, qué significan?”. “Se corresponden con las cascadas en las que hemos estado. Aquí está la de la Cueva [FOTO], aquí la de Abetos [FOTO], aquí la de la Paúl [FOTO], aquí…”.

Van apagándose luces y voces. A medianoche, la oscuridad en el Refugio va pareja con la negrura exterior, salpicado el silencio por el ulular de las rapaces nocturnas y algún ronquido que se escapa de entre los yacentes que ocupan el dormitorio comunal.

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«Valle de Louron»: Archivo personal


Viernes, 7 de julio

A las tres y diez de la tarde, con Marís al volante de Pilarín, la cámper, se pusieron en camino, con la lluvia acompañándoles a trechos hasta el cruce fronterizo por el túnel de Bielsa-Aragnouet y arreciando, intermitentemente, desde el valle del Aure al de Louron, donde remitió cuando accedían a la recepción del camping de Loudenvielle para registrarse y acampar en la parcela reservada por teléfono días antes.

Cerca de las ocho se dirigieron a casa de Lila, hermana de la veterinaria, con la que habían quedado para cenar. Lila es fisioterapeuta del complejo termal de Loudenvielle y reside en Arreau, una preciosa población del valle de Aure situada a media hora del camping.

Yolanda y Marís habían preparado en Huesca, para la ocasión, un enrollado de patata relleno de ensaladilla rusa que compartieron los cinco junto con la trenza de Almudévar aportada por Étienne y la veterinaria. El gâteau à la broche o pastel de espetón, típico de los Altos Pirineos franceses, que había comprado Lila para agasajar a sus invitados y que quedó sin tocar, se lo llevaron de regreso al camping para el desayuno del día siguiente.




Sábado, 8 de julio

A las ocho menos veinte de la mañana ya se encontraban en el corazón del valle de Louron, a orillas del lago Génos-Loudenvielle que, en palabras de Marís, “por esta parte da el pego porque nadie diría que es artificial. Parece que esté aquí, tan cristalino, desde la última glaciación”.

Yolanda y Étienne en un kayak biplaza  y la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio y Marís sobre un hidropedal, bordearon el lago y, finalmente, se detuvieron en su centro, con los músculos de brazos y piernas chirriándoles por el esfuerzo y los ojos anegados de las vistas espectaculares que circundan el agua.

Picos que se acercan o rebasan los tres mil metros, iglesias de arquitectura románica, restos de castillos que resisten el combate del tiempo, bosques, prados y pueblos, estímulos suficientes con los que redimir el agotamiento y navegar con brío hacia el embarcadero para desandar los trescientos metros que dista la ribera lacustre del camping y, tras una sauna y una garbure reparadoras, aprovechar la tarde luminosa recorriendo, junto con otros campistas, los senderos [FOTO] que discurren hasta las fortificaciones [FOTO] que rodean el lago.

Siglos atrás, esas imponentes estructuras que engalanan el paisaje se utilizaron, no solo como moradas de las familias feudales dueñas de las fértiles tierras de este lado de los Pirineos, sino como atalayas de vigilancia desde las que se transmitían señales que advertían a los habitantes del valle de la presencia de soldadesca enemiga.




Domingo, 9 de julio

Apremiados por el tiempo  —la directora del camping les había recordado que debían dejar libre la parcela antes del mediodía—  dedicaron la mañana a visitar las instalaciones termolúdicas de Loudenvielle, con sus baños romanos, japoneses y amerindios y el Espacio Tibetano de tratamientos corporales y faciales donde desarrolla su labor Lila.

Tras recoger la cámper y acercarse a los pueblos que, como Loudenvielle, se hallan a orillas del lago  —Génos, Aranvielle—, abandonaron Francia enfilando hacia Bielsa, donde se detuvieron a comer una vichyssoise fría, lenguado relleno de marisco con salsa de setas y cremoso de nueces para, después de una breve sobremesa, retornar, con el cansancio no exento de complacencia asomado a los rostros, al lugar desde el que iniciaron el viaje.

Tenemos que volver en otra ocasión y quedarnos más días, que este fin de semana, aunque ha sido intenso, me ha sabido a poco”, comentó Yolanda cuando llegaron a Huesca.

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«Portal Nuevo de la Taconera»: Archivo personal


Han quedado en los Jardines de la Taconera, el parque más antiguo de Pamplona, con Luis, el exmosén, llegado hace tres días de Putla Villa de Guerrero, localidad mexicana en la que desarrolla una admirable labor social. Luis, berriozartarra de nacimiento, fue el párroco del Barrio durante casi cuatro años, hasta que decidió colgar los trastos de evangelizar y dedicarse en cuerpo y espíritu a una ONG de Oaxaca que, imbuida del empuje zapatista, se ocupa de personas desfavorecidas y vulnerables. Una vez cada uno o dos años, cuando dispone de fondos para costearse los billetes de avión, recala en España para visitar a familiares y amigos.


Pamplona sabe ya a fiesta en esta víspera soleada del ansiado cohete que reverberará en la ciudad, sus gentes nativas y visitantes, dejando en las calles esa impronta que justo cien años atrás marcó al joven corresponsal del Toronto Star, Ernest Hemingway (1899-1961), propagandista, urbi et orbi, de encierros y juergas, paisajes, amaneceres, amoríos y borracheras. Las crónicas, primero, y los libros, después, de Hemingway atrajeron a la capital navarra gente, mucha gente; tanta, que, años más tarde, cuando todos los recovecos etílicos, gastronómicos y taurinos de Pamplona carecían de secretos para el futuro Nobel de Literatura y sus leales seguidores y aquellas fiestas habían pasado de populares a populosas, escribió, entre asombrado y pesaroso: «Pamplona estaba huraña, como siempre, atestada… con 40.000 turistas más, lejos de los 20 de la primera vez, cuando vine hace dos décadas». Ay, si don Ernesto pudiera comprobar lo ridículas que son, comparadas con las actuales, las cifras que le resultaban escandalosas entonces…


Hace tanto tiempo que no vivo los Sanfermines que estar aquí me parece un sueño”, declara, entusiasmado, Luis. “No me puedo creer que mañana sea el chupinazo y lo vea y lo escuche desde abajo, en la misma plaza del Ayuntamiento. Porque… ¿estaremos allí, no?

Abandonan el parque por la salida del Portal Nuevo, puente bajo el que fluye la carretera y que pese a sus dos torreones almenados  —famosos por su extraordinaria acústica—  que trasladan a otra época histórica, fue levantado en los años cincuenta del siglo XX, en el mismo lugar donde estuvo el puente original, destruido en 1823 por los bombardeos que sufrió Pamplona durante el asedio llevado a cabo por las tropas absolutistas.



NOTA

The Sun Also Rises es el título original de la novela Fiesta, de Ernest Hemingway, que universalizó los Sanfermines e hizo famosa la ciudad de Pamplona y sus alrededores.

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«El vencejo»: Archivo personal


Cuando se dirigían, mochilas al hombro, hacia el monovolumen, hallaron al joven vencejo desplomado junto al zócalo de la fachada de la casa, con espasmos discontinuos y el pico entreabierto. Se acercaron despacio y en silencio, más preocupados que curiosos; agachados a media distancia mientras el pajaro se encogía aún más, azarado, tembloroso el cuerpecillo. “Está deshidratado”, se escuchó. Y como por ensalmo, un tarrito con agua pasó de unos a otros. Ella mojó sus dedos y los aproximó al ave trémula, que rozó con el pico la dermis humana humedecida. Una mano recogió amorosamente del suelo al sediento animal mientras otra le acercaba el agua y el vencejo, en un último esfuerzo de supervivencia, libó del líquido de la vida hasta saciarse [VÍDEO]. Entonces, la mano que lo sostenía lo lanzó al aire y voló el vencejo hasta el tejado a dos aguas y contempló desde el alero a aquellos humanos que, en el asfalto, con las mochilas tiradas junto al bordillo, lo miraban con júbilo en tanto que uno de ellos trepaba hasta la ventana de la segunda planta, la más próxima al saledizo, para depositar en el alféizar el recipiente con el agua sobrante.

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Donauquelle (SElva Negra)

«Donauquelle, fuente del Danubio»: Archivo personal


Cerca de la localidad alemana de Donaueschingen, tras llevar más de 1.350 kilómetros recorridos desde que se pusieron en camino el 16 de agosto, de repente, aquella voz…

—¿Qué pasa, huesquetas, que en el extranjero ya no conocéis a los paisanos?

Se giran, a la vez, los ocho. Isabel, Patricio y su inseparable Saskia, bien sujeta por la correa, contemplan al sorprendido grupo frente a Donauquelle, la fuente barroca del río Breg cuya confluencia con el río Brigach da lugar al nacimiento simbólico del Danubio, ferozmente achicado su cauce aguas abajo. Emil es el primero en reaccionar:

—Joooder, ¿qué hacéis aquí?.

—Lo mismo que vosotros, ¿no?  —sonríe Isabel. Se abrazan. Se quitan unos a otras las palabras de los labios. Se ríen y se alborotan. Saskia, la can de Chira hermana de Bambuesa, la perra de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, recibe, ansiosa, tantas caricias que termina babeando a los pies de sus generosos masajistas.

[…]

—¡Qué alucine, Patri, Isa….! Si igual hace tres o cuatro meses que no nos veíamos… Como siempre estáis de acá para allá… Mira que toparnos con vosotros en Alemania… Turulata me he quedado —dice Marís.

—Pues, mira, hace una semana regresamos a Huesca desde Galicia, pero, ya sabéis, como somos jubilados de culos inquietos decidimos patearnos esta zona teutona  —explica Patricio— haciendo las paradas justas en Francia, que la tenemos muy vista. ¿Y vosotros?

—Uf, nosotros saltándonos la ruta programada, para variar, como si el destino se hubiera empeñado en que se produjera este encuentro… La idea era hacer el recorrido únicamente hasta Nancy  e ir bajando, pero como uno de mis hermanos vive en Colmar, continuamos hasta allí y surgió venir a conocer las fuentes del Danubio antes de dar media vuelta —cuenta la veterinaria—. Ya que estábamos a un paso…

[…]

—A ver, gente, aunque no lo teníamos previsto, ¿buscamos un garito cercano y echamos unas cervezas, o qué?  —propone Loren, el marido de Yolanda

—Podemos ir al bar en el que comimos ayer Patri y yo, en Hüfingen, muy cerca de aquí. Es sencillo y con dos o tres mesas en el exterior. Bueno, si queréis…  —sugiere Isabel—. Oye, ¿y a ti que te pasa en el brazo, que lo llevas en cabestrillo? ¿Te has lesionado?

—Bah, un esguince. Ya os contaré. Lo de los tragos, entonces, allí donde dices, ¿no?, porque las chicas y nosotros nos volvemos para Francia esta tarde, que tenemos decidido pasar la noche en Belfort e ir tirando para España.




EPÍLOGO

Camino del sur, se rinden, entusiastas, a los admirables señuelos que invitan, provocadores, a interrumpir por unas horas la marcha y a menguar, todavía más, el escaso remanente del fondo común: …Pierre-de-BresseLa CanourgueCarcassonne

Arquitecturas, historias, poblaciones, ríos decrecidos, colinas, bosques supervivientes, rutas alternativas, áreas de descanso, una sucinta videollamada de Isabel y Patricio desde Ulm, agotamiento y las voces desafinadas a través de la emisora que comunica ambos vehículos. “¡Preparado ese coro…! ¡Un, dos, tres y repetimos, que casi os habéis aprendido la letra!”, anima Étienne.

La   maman d’Amandine
veut que son amant dîne.
Amandine a dit non.
L’amant de la maman
d’Amandine, indigné,
redemande à dîner.
«Non. Tu es mon papa,
mais pourquoi n’est-tu pas
le mari de maman?»
Et papa lui répond
que quand on se marie
c’est beaucoup moins marrant
[*]



A media tarde del dia 8 de septiembre, cruzan la frontera y hacen la primera parada en tierras españolas, en la majestuosa villa gerundense de Besalú, donde, como en cada etapa del camino, atesoran las piedras los lances de la historia.

[…]

—En menos de cuatro horas estaremos en casa —les recuerda Yolanda, a través de la emisora, cuando reemprenden el viaje, tan derrengados como satisfechos, hacia el punto de partida.








NOTA

[*] La mamá de Amanda / quiere que su amante cene. / Amanda ha dicho que no. / El amante de la mamá / de Amanda, enfadado, / insiste en cenar. / «No. Tú eres mi papá, ¿pero por qué no eres / el marido de mamá?» / Y el papá le contesta / que cuando uno se casa / es mucho menos divertido.

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Villandry

«Villandry»: Archivo personal


I

Asegura María Petra —risa va, risa viene— que tanto ella como Marís y Yolanda decidieron prescindir del rimmel la segunda noche en el camping de Montmorillon, localidad a la que arribaron desde Huesca tras seiscientos kilómetros, con una breve pero reparadora parada en Burdeos para recoger a Oroel. Fue la tarde-noche que, al regresar de Poitiers, descubrieron que se había estropeado el mecanismo de anclaje del avance lateral de Maricarmen —así bautizaron a la autocaravana en la que viajan Emil, Marís, Loren y Yolanda; a la cámper, más compacta, que aloja a María Petra, Étienne, Oroel y la veterinaria, la llamaron Pilarín—. Emil, adicto a las extravagancias, no tuvo otra ocurrencia que poner como contrapesos una malla con patatas de un lado y dos con cebollas en el contrario, para que el tejadillo retráctil bajo el que colocaban en el exterior mesa y sillas se mantuviera en su sitio.

Los rústicos colgajos, visibles desde el sendero de losetas por el que pululaban la mayoría de los campistas, atraían muchas miradas. “Saca eso de ahí, Emil, chico”, le decía Oroel doblada de la risa, “que lo mismo piensan que tenemos un puesto de venta y nos hacen corrillo”. Y Emil, con el sombrero Panamá ladeado, remedaba a un vendedor ambulante entonando en castellano a voz en grito: “¡Patatas, cebollas… Ajos, huevos de gallinas libertarias, longaniza y butifarra de Graus, tomaticos de mi huerto…!”, retahíla que el resto acompañaban con carcajadas, hipidos e involuntarios lagrimones que les bañaban los pómulos arrastrando, en el caso de algunas de las féminas, restos de eyelinner y máscara de pestañas.

A Yolanda, siempre práctica, se le ocurrió una solución provisional para el entoldado durante el recorrido por el exquisito palacio de Villandry  —castillo renacentista a orillas del río Cher, rodeado de tres niveles de jardines donde se ejemplariza el arte de la topiaria—; compró en Tours un par de macetas colgantes, de tamaño mediano, con sendos brotes de rosal híbrido de té que, tras la visita al castillo de Chambord  —construido por Franscisco I y uno de los más grandes del Valle del Loira— y ya acampados en un área de estacionamiento gratuito en Collemiers, sujetaron de manera decorativa el toldo de Maricarmen, que conservaron de tal guisa en cada pernocta, incluso tras ser reparado, días después, por un mecánico en Brienne-le-Château, en la carretera que une los lagos de Oriente con Nancy.



II

En Aube, en la Fôret de l’Orient, me hubiera quedado para los restos”, rememora Marís, enamorada de esa reserva natural de la Champagne húmeda, de mágicas marismas y suelos tapizados de ortigas y angélicas, donde avistaron una pareja de cigüeñas negras cerca de las playas doradas del más extenso de los lagos de Oriente, una de las hoy visiblemente mermadas reservas hídricas francesas, en un enclave todavía fantástico y boscoso por el que anduvieron un día más de lo acordado antes de dirigirse a la señorial Nancy, la ciudad que posee tres plazas (la de la Alianza, la de la Carrière y la Stanislas) nombradas por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

En la basílica de Saint-Epvre, en Nancy, sucedió el único percance serio del viaje, cuando Loren, intentando ayudar a una señora a la que se le había desparramado el contenido del bolso por la escalera monumental de acceso al templo, se golpeó accidentalmente con la proyectura de uno de los escalones sufriendo un esguince de la muñeca izquierda con rotura parcial de ligamento, del que fue diagnosticado y asistido en el servicio de urgencias del Centre Hospitalier Régional Universitaire. “Después de esto, solo nos falta hacer una tournée por los calabozos de la Gendarmería Nacional y así no nos quedará por visitar ningún lugar emblemático de Nancy”, bromeaba Oroel a la salida del centro sanitario de la avenida del Maréchal de Lattre de Tassigny.

Fue en ese momento de distensión, después del nerviosismo acumulado, cuando Étienne y la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio propusieron modificar la ruta y desplazarse a Colmar, una localidad preciosa situada en la frontera entre Francia y Alemania.

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«En la orilla»: Archivo personal


A Salou se la conoce en Huesca  con esa retranca que tanto desquicia a Agnès Hummel, la amiga de la señorita Valvanera  como Playa del Coño. «¡Coño, Fulanita, tú por aquí…!» o «Coño, Menganito, ¿estás en algún hotel o has alquilado apartamento?», son las habituales salutaciones entre los veraneantes oscenses que terminan juntándose, toalla adosada a toalla, o en las heladerías y bares de la zona de Carles Buigas, a última hora de la tarde, o torciendo el gesto ante los productos cárnicos u hortícolas de cualquier supermercado.

Qué mala pinta tiene esa carne. Está descolorida y huele como si la hubieran sumergido en agua jabonosa.
Y eso de ahí, ¿son cerezas o tomates? ¡Vaya género!


[…]


La señorita Valvanera y Agnès Hummel  a quienes gusta poner una pica en la Costa Dorada antes de iniciar su periplo de estío por otros andurriales suelen alquilar un apartamento en primera línea de playa en uno de esos complejos turísticos con ínfulas donde un conserje uniformado y con tan mala leche como acento de país del Este controla e intercepta a las visitas como si en el edificio se estuviera celebrando la reunión veraniega del Club Bilderberg.


Las señoras del 32B no están, anuncia.
Ya lo sabemos. Nos han dejado la llave del apartamento para que subamos la compra.
No pueden subir. Ustedes no son usuarios. Tienen que hablar con la señora gobernanta para acceder al apartamento.
Oiga, que tenemos la llave. Que solo vamos a dejar estas bolsas de comida.
No pueden subir.
Oiga, mire, voy a telefonear a las señoras y ellas le dirán que tenemos permiso para subir al apartamento a…
No puedo dejarles subir. Hay que pagar un suplemento por cada persona de más que se instala en el apartamento.
¿Pero cómo vamos a pagar un suplemento por dejar la compra?


La gobernanta, una mujer de poco más de treinta años, altísima, rubicunda y lechosa, a la que el conserje ha llamado por el interfono, da su venia  tras cerca de diez minutos de toma y daca y una charla telefónica con Agnès Hummel—  para que, en compañía de otro empleado, accedan a las plantas superiores, no sin advertirles por dos o tres veces que, si pernoctan en el apartamento, deberán pagar, por adelantado, doscientos cinco euros por cada noche de estancia más un euro con veinte céntimos por persona en concepto de impuesto turístico municipal, amén de una fianza de ciento setenta euros reembolsables una vez desalojen el apartamento. “Por si se produjeran desperfectos”, añade. “Son las normas”.


[…]


En el restaurante de María Dolores, una mancharrealeña simpatiquísima que lleva más de cincuenta años en Salou sin haber perdido el deje andaluz, los camareros hacen equilibrios con las exquisitas raciones de paella de marisco que son el reclamo y marca de la casa. El grato aroma hace olvidar, incluso, el ambiente abrasador del local donde un par de ventiladores colgados del techo se esfuerzan en remover el aire denso, húmedo y salinizado.

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