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Posts Tagged ‘mar Cantábrico’

Cantábrico

«Cantábrico»: Archivo personal


Manso el oleaje. Desierta la playa. Calmo el día.


La mujer  —cuarenta y pocos, vaqueros ceñidos y camisola blanca asomando bajo la sudadera gris—   camina despacio, escrutando el devenir del agua. Respinga y se detiene, azarada, ante el Buenos días vivaz de la figura recostada en la arena. No responde. Comprime el bolso en bandolera contra su torso, o eso intuye el observador, que la contempla dedicándole una sonrisa bonachona que no parece satisfacer a la recelosa fémina. Tras ojear los alrededores —acaso buscando alguna presencia tranquilizadora— y comprobar que está a solas con el yacente, apresura el paso volviendo la cabeza un par de veces para constatar que el sospechoso en ciernes no va tras ella.


Desde el fondo de la mochila atiborrada que sirve de reposacabezas al visitante tendido junto a las rocas, quizás susurra Eduardo Galeano (1940-2015)

«Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Y los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo a caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares.
Los militares tienen miedo a la falta de armas.
Las armas tienen miedo a la falta de guerra.
Es el tiempo del miedo.
Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones y miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura.
Al tiempo sin relojes.
Al niño sin televisión.
Miedo a la noche sin pastillas para dormir y a la mañana sin pastillas para despertar.
Miedo a la soledad y miedo a la multitud.
Miedo a lo que fue.
Miedo a lo que será.
Miedo de morir.
Miedo de vivir
».


Dejan los pies de la mujer una cenefa torcida en la orilla que apenas borra el lánguido avance del agua

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«El Peine del Viento»: Archivo personal


Mi madre, con doce años, entró de mandadera en una de las villas del Antiguo. Estuvo hasta los dieciséis, que se quedó preñada y le dieron puerta. […] Mi hermano nació en Munguía, en casa de mis abuelos paternos, y cuando iba a nacer yo, papá y ella marcharon a Francia. Casi con lo puesto. Así que sí, esta tierra me tira un poco. Será que soy vieja y el pasado es mucho más denso e interesante que lo que me queda”, explica Corito.

Recorren, descalzas y al ritmo que imponen los pasitos cortos y cansados de Corito Larrauri, la orilla despejada de la playa de Ondarreta, bajo el monte Igueldo, hasta el peñón de Loretopea, donde hace un siglo se levantaba la ermita de la Virgen de Loreto y que por extrañas analogías fonológicas alguien tradujo erróneamente como Pico del Loro, denominación que hizo fortuna y sigue siendo la utilizada en castellano para nombrar el saliente rocoso que separa Ondarreta de la playa de la Concha, en el promontorio donde se asienta el Palacio de Miramar.

Las cuatro mujeres se detienen y reculan hacia el otro lado, encaradas al Peine del Viento, circunvalando a quienes, sentados o tumbados en el arenal, observan la lejanía bajo un cielo con retales de nubes blanquecinas entre las que se entrevé el brillo desteñido del Sol.

En la zona más alejada del agua asoman, cual olvidados muñones, los cascotes de las viejas arquitecturas derribadas muchas décadas atrás y que un día se irguieron a orillas del Cantábrico, como la del antiguo penal que, corroído por la humedad y el salitre, fue dinamitado en 1949 y cuyas esquirlas diseminadas resisten, contumaces, el cribado anual que realizan los servicios de mantenimiento. Allí, en el Antiguo, donde nació la primitiva ciudad que tomó el nombre de San Sebastián en el siglo XII.

Philippe, el sobrino de Corito, aguarda, con Étienne, en el aparcamiento próximo a la playa. Junto al vehículo, el grupo se despide de ella con la congoja adherida a la piel, conscientes de que tal vez sea el último encuentro. Lo perciben en sus ojos sombríos, en la fragilidad de ese diminuto cuerpo del que la metástasis se ha apoderado. Lo supieron cuando telefoneó desde Vers-Pont-du-Gard para contarles que iba a viajar a San Sebastián y pedirles que se reunieran con ella. «Por si ya no tenemos ocasión de vernos«, dijo.

Se abrazan las tres, aferradas unas a otras. Corito, Agnès Hummel y la señorita Valvanera. Coetáneas y amigas. “Bueno, tía, tendremos que ir marchando”, musita Philippe. La veterinaria y Étienne rodean con sus brazos a la menuda mujer. “Cualquier fin de semana iremos a verte, Corito”, le dice la veterinaria en tono que quiere ser desenfadado. Y ella asiente y hasta sonríe.

Cuando el coche de tía y sobrino se incorpora al tráfico y se pierde, se quedan Étienne y las mujeres mirando, taciturnos, las olas que rompen en la escollera, a los pies de las esculturas de Chillida.


13 de septiembre de 2021

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«Flysch en Zumaia»: Archivo personal

 

Replegáronse las olas. Despedíanse desencrespando sus rizos entre las excrecencias rugosas de las margocalizas que emergían, con sus caprichosas láminas de hojaldre pétreo, conformando una inmensa lengua estriada que nacía más allá del acantilado, pendiente arriba, rozando la textura verdosa del prado inclinado hacia el Cantábrico.

¡Me encantaaaaaaaaaaa!”, gritó la pequeña aventurera, en precario equilibrio sobre la plataforma erosionada de la playa de Itzurun mientras la lancha de Ander se alejaba hacia Deba vigilada por la rasa mareal.

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